Méndez siguió su recorrido urbano repartiendo saludos aquí y allá y sin contestar a ninguna de las preguntas que le hacían sobre el nombre de su padre, hasta que en la esquina de Unión con Ramblas, en la puerta del bar, una voz meliflua le preguntó:
– ¿Te hago un trabajito lengua, chato? Méndez miró los zapatos de la mujer que le hablaba. Buena calidad. Él era muy conservador en esas cosas. Siguió con las piernas. No estaba nada mal. Se remontó hasta el peligro de las caderas: anchas y bien puestas, listas para el ataque, eso no se podía negar. Ascendió hasta los pechos. Gran mujer aquélla, con globitos de pimpollo, quién dice que no. Alcanzó al fin las alturas de la cara, y entonces la sonrisa se le iluminó:
– ¡Hombre, Albertico!-dijo- ¡Tú por aquí!
– Jolín, señor Méndez, no le había conocido.
– Será porque de tanto mover la lengua se te ha nublado la vista. Tú dirás.
– Perdone, pero si quiere le hago el trabajito igual, señor Méndez. Amistad aparte, ¿eh? Como si no le conociera de nada.
– Déjalo, hijo. Primero vete al callista y que te la suavice.
– Oiga, que la lengua la tengo bien, me cago en la leche. Una lengua de niña, oiga, de niña. Pregunte a quien quiera dentro del bar.
Méndez prefirió no comprobarlo. Siguió adelante, en busca de los rincones de su virtud perdida.
La entrada en la Plaza Real fue gloriosa. En tres minutos el enorme recinto quedó casi vacío. De los del mercado filatélico sólo permaneció allí la mitad. De las típicas cervecerías escapó casi la cuarta parte de los clientes; hasta algunos camareros se dieron a la fuga. Méndez quizá no detendría a nadie, pero no cabía duda de que movilizaba a las masas.
El viejo policía se dio cuenta, con un sentimiento confortable, de que la gente le seguía amando. Pero no hizo caso ni se sintió iluminado por la llama de la posteridad, como hubiera dicho el vendedor de terrenos Armando. Fue directamente al edificio donde había tenido su estudio Wenceslao Cortadas, aquel edificio que un día fue hermoso y donde ahora yacían todas las historias olvidadas de la plaza.
La vieja escalera olía a humedad, a caca de gato y a orina de moro, detalle este último en el que Méndez era particularmente experto. El estudio había sido transformado en una pensión de visillos sucios, balcones donde el tiempo moría, luces amarillentas y un largo pasillo donde los marroquíes hacían cola llevando la desesperanza en la cara y en la mano el papel higiénico. La pensión tuvo en seguida para Méndez un no se qué que despertó en él llamaradas de solidaridad y de nostalgia.
Costó diez minutos largos convencer a la dueña de que no venía a detenerla ni a cerrar el local. La dueña juraba a gritos dos cosas: que Méndez era un cabrito y que ella era inocente. Méndez se guardó muy bien de negar ninguna de ambas cosas, y al final pudo decir que sólo quería ver lo que quedaba del estudio de Wenceslao Cortadas, si es que quedaba algo.
– ¿Wenceslao Cortadas? Ni idea; no sé nada. Además, vaya nombre.
– Antes de que se inaugurara la pensión hubo aquí un estudio de pintor. Un buen estudio, con alumnos y todo. El maestro se llamaba así.
– Allá él, qué quiere que le diga.
– ¿Qué había aquí cuando usted entró en el negocio?
– Lo mismo: una pensión. ¡Pero qué diferencia, oiga! Ha visto que ahora hacen cola con un papel higiénico, ¿no? Pues entonces hacían cola con una goma.
– Siento no haber conocido un sitio tan ilustre -dijo Méndez-. No entiendo cómo se me pudo pasar, con los años que llevo en el barrio, pero le aseguro que si esa pensión vuelven a ponerla haré gestiones para que la declaren monumento nacional. Hasta me compraré una goma con pilas y erección controlada. Y ahora haga memoria y dígame si oyó que un pintor había trabajado en esta casa.
– Bueno, ya que lo dice, algo oí una vez. Pero de eso hace mucho tiempo, muchísimo, de cuando en la plaza no había ni un grifota.
– Entonces desde el rey Jaime I -susurró Méndez-. Y ahora ya está bien, ¿eh? No exageremos.
– Bien pensado, hasta puede que haya arriba, en el desván, alguna pintura. No sé. Pero tengo idea de que alguien me dijo que, al traspasarme la pensión, los dueños anteriores habían subido al tejado algunos trastos. Si quiere, puede mirar. Le daré la llave.
La llave era tan antigua como el edificio, era una llave insigne y barroca, sin duda una de las siete llaves con las que Joaquín Costa quería echar cerrojazo al sepulcro del Cid. Lo que no resultaba tan insigne era el cuarto en el tejado, cuarto con herrumbrosos depósitos de agua, paredes desconchadas y tuberías modelo sálvese quien pueda. Había allí mecedoras rotas en las que más de un huésped debió de hacer su última digestión, armarios sin luna, pero tal vez con cadáver, pedazos de mesillas de madera, restos de cama, lámparas de comedores remotos donde no se comía, de largos pasillos por los que los niños no se atrevían a andar. Flotaba allí el aire de un pasado que nunca fue feliz, aire lleno de voces extinguidas, de polvo municipal, de rostros hundidos para siempre en la Barcelona del olvido. Y eso con un olor que lo impregnaba todo, un espeso olor a moho, a carcomas veteranas y a meados de niña.
Claro que aquel Museo del Horror Doméstico tenía su parte luminosa: desde sus dos ventanas se veían las torres de la catedral, las copas de las palmeras de la plaza, la mole de la iglesia del Pino, la cúpula de la Merced, con su estatua que está allí para ver y perdonar los pecados de las mujeres hundidas en las calles que hay a sus pies. Se distinguían también los ya escasos palomares de la ciudad que fue, palomares del domingo por la tarde, de la hora solitaria: primer asombro del niño que crecía y último refugio del abuelo que cierta vez, siglos antes, miró unas alas que se recortaban en el cielo, vivió un momento de plenitud bajo el sol que se repartían los hombres de la ciudad vieja. Todo eso lo captó Méndez como una llamada del aire, como un secreto personal que ya no podría compartir con nadie, et pulvis te converteris, amén.
Entre esas masas de polvo depositado por el olvido, al fondo del local, entre los muebles inútiles y las almas fosilizadas de sus dueños, Méndez descubrió dos lienzos, sólo dos, y encima muy dañados por la humedad, pero que tenían la firma y el estilo inconfundible del Wences, que él ya había aprendido a captar. Y eso, en el silencio del tejado, bajo el sol oblicuo que penetraba por una de las ventanas, hizo pensar al viejo policía que el Wences tenía que estar muerto, irremediablemente muerto, convertido en aire urbano y en mancha de la pared. Porque uno de los cuadros representaba un paisaje, pero el otro a una hermosa mujer sentada ante una ventana -una de las dos ventanas de aquel mismo cuarto- y la hermosa mujer no era otra que Nuria Bassegoda, mujer plural de dos manos, dos ojos y todavía dos pechos. Era inconcebible que, si Wenceslao Cortadas vivía, dejara pudrirse aquel cuadro allí, entre el silencio y el sol racionado, casi al lado de la ventana donde Nuria fue mágicamente, milagrosamente, maravillosamente, implacablemente suya, con una posesión que ni la muerte le podía quitar. Pero fue entonces cuando Méndez sintió de verdad la presencia de la muerte, cuando se dio cuenta de que Wenceslao Cortadas ya no volvería a pasar nunca junto a las palmeras de la plaza. Méndez era un hombre de intuiciones; se dio cuenta de que allí quedaba rota una pista y de que tendría que buscar otra.
Wences no había matado a la niña de la playa, la del pechito cortado, por la sencilla razón de que para entonces Wences ya llevaba bastantes años muerto. De todos modos, por pura oficiosidad, Méndez pidió una orden judicial para llevarse los dos cuadros y hacerlos examinar pericialmente. Obtuvo la orden veinticuatro horas más tarde, y con ella en la mano envió a la Plaza Real a un inspector especializado en arte, porque tenía una mujer que cada tarde hacía de modelo de desnudo. El especialista volvió poco después trayendo un solo cuadro, el del paisaje.