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– Está bien; eres tú quien lo menciona, no yo.

– ¡Poco me importa quién lo mencione! El favor existe; el dinero, por descontado, existe. Entonces hablemos de ello. Yo no puedo seguir así, Dani… Estoy harta. Lo de hoy ha sido el colmo. No pienso seguir así…

En el fondo de los ojos femeninos, siempre tan altivos, palpitaba ahora un brillo de lágrimas. Daniel Ponce musitó:

– Por lo poco que he visto, lo entiendo muy bien.

– Voy a ser sincera, Dani; muy sincera. Ricardo ha estado en la cárcel.

– Pues vaya…

– Se va a la cárcel por muchos motivos, y no todos deshonrosos. Pero dejemos eso. Lo que te quiero decir es que él podría encontrar a cualquiera que hiciese ese trabajo que te he pedido. Y por poco dinero. Pero yo no quiero entrar en ese terreno. No puedo tratar con según quién ni desnudarme ante según quién, tú ya me entiendes.

– Eso lo entiendo perfectamente.

– Por lo tanto…

– aquí se produjo una vacilación. Blanca Bassegoda miró a un lado y a otro, pareció tragar aire, susurró-: Por lo tanto necesito una persona que sea profesional y que sepa lo que se trae entre manos en todos los sentidos, una persona capaz de hacer un buen trabajo.

– No hables como en las películas, Blanca. No encaja.

– Bueno, lo diré de otro modo: un profesional a secas. Es lo que necesito.

– Yo no soy un profesional de la muerte, Blanca.

– Pero conoces los terrenos en que te has de mover para eso. Tienes licencia de armas, aunque yo sé muy bien que un arma registrada a tu nombre no te serviría. Pero puedes encontrar otra; tú sabes muy bien dónde. Conoces las técnicas para seguir a una persona y que no se te escape. La puedes acorralar. Y a la hora de hacer las cosas, puedes arreglarlas para que no quede ninguna prueba.

Tuvo un leve estremecimiento y añadió:

– Comprendo que es una forma un poco brutal de hablar, Dani.

– No se trata de eso ahora; cuando las cosas hay que decirlas, hay que decirlas.

Hubo un largo silencio, un silencio tenso, que esta vez no rompía el tañido del reloj ni alteraba el ruido del tráfico.

Daniel Ponce lo cortó un instante al decir:

– Con todos los respetos, pero Ricardo Arce no debería haber estado aquí, Blanca. Y no lo digo sólo por mí; lo digo también por ti.

– Era indispensable; acabo de decirte que a estas alturas ya no quiero mentir, Dani.

– Entonces exijo que también hable él.

– ¿Es una garantía?

– Sí. Que se moje. Los dos rostros se volvieron hacia el Richard. Eran unos rostros un poco sudorosos, un poco crispados, unos rostros que de pronto -quizá era el efecto de la luz- se habían hecho violáceos. Reflejaban la ansiedad del miedo, la ansiedad del hambre. Otra puerta se cerró en el edificio y retumbó en las paredes como una amenaza.

Ricardo Arce habló solamente para decir:

– Eso es algo que debo hacer yo. El asunto lo puedo arreglar a mi manera.

– No, Richard, tú no entiendes de eso.

– Y tú qué sabes.

– Sé lo suficiente para estar convencida de que serías el primer sospechoso. Imagínate.

Era un argumento que no admitía réplica. Claro que iba a ser el primer sospechoso. Nada menos que el amigo de la desconsolada viuda. Ricardo Arce trató de buscar una salida por cualquier parte mientras se mordía los labios nerviosamente. Al fin se tuvo que limitar a decir:

– Pero…

Era igual que no decir nada, y él lo sabía. Era como buscar argumentos en el aire, aunque le impidieron seguir haciéndolo, porque Blanca susurró:

– Éste es un asunto para tratarlo con frialdad, Richard, con mucha frialdad. Déjaselo a Dani.

– Será si él lo quiere hacer. Daniel Ponce no dijo ni que sí ni que no.

– Estamos hablando de dos cosas, Blanca -musitó ambiguamente.

– Sí. De un favor y de un dinero.

– Entonces hablemos de las dos cosas.

– El favor nunca te lo podré pagar, Dani. No hace falta hablar de él. Hablemos del dinero.

El rostro de Dani era perfectamente opaco cuando dijo:

– Okey, hablemos del dinero.

– Te hace falta, ¿verdad?

– Eso sería una tontería discutirlo ahora.

– De acuerdo, no lo discutiré. Dime cuánto quieres.

– ¿Para que no oigas hablar nunca más de Eduardo?

– ¿Con desaparición del cadáver? -balbució ella.

– Por supuesto. Estamos hablando de un trabajo bien hecho. Con desaparición del cadáver.

El diálogo era suave, pero al mismo tiempo seco y cortante, como los que suelen producirse en las partidas de póquer cuando los contrarios se lo juegan todo. Daba la sensación de que estaban los dos en una isla desierta, una isla que Richard no pisaría jamás, una isla que en verdad no pisaría nadie y donde ellos sólo daban como buena su propia lógica. Si aquél era un juego, era un juego donde no les podía acompañar nadie, pero donde todo lo podían perder y todo lo podían ganar. Y los dos lo sabían en aquel momento, como la verdad más importante de sus vidas.

– Dame una cifra, Dani.

– Eso es muy arriesgado.

– Dame una cifra, te he dicho.

– Te daré dos.

– Vengan.

– Dos millones de pesetas y la torre de la Vía Augusta.

– ¿La torre de la Vía Augusta? ¿Sabes lo que vale?

– He mencionado la torre, no he hablado de lo que vale. Supongo que es mucho, pero es el precio que pongo. Ahora tú tienes que decir sí o no.

– Pero es que ni siquiera sé sí me va a corresponder a mí. Podría corresponderle a mi marido, por ejemplo.

Dani preguntó con una sonrisa:

– ¿A tu marido? Era una sonrisa perfectamente helada, la sonrisa que se dedica a los muertos lejanos, olvidados y seguramente ridículos. Ricardo Arce, hombre que se había enfrentado a muy pocas caras profesionales, no recordaba haber visto jamás una sonrisa tan glacial como aquélla.

Blanca musitó:

– Eso significa que aceptas, Dani. Eso significa que Eduardo nunca tendrá la casa de la Vía Augusta.

– Supongamos que he aceptado. Ahora acepta tú. Blanca Bassegoda hundió la cabeza.

– Acepto -dijo sencillamente.

– Te convendrá cumplirlo, Blanca.

– Lo cumpliré.

Daniel Ponce alzó la botella, vio que ya estaba vacía y murmuró:

– Lástima.

– ¿Lástima por qué?

– No nos queda nada para brindar por el muerto.

– Vas demasiado al cine, Dani.

– Te equivocas. Hace mucho que no voy. Al menos desde hace un año, desde que se me sentó un marica al lado.

– Eso le puede pasar a cualquiera -murmuró Blanca.

– Bueno -contestó Dani-, pero es que yo estuve a punto de decirle que sí.

14. EL HOMBRE DE LOS SIETE PASOS

– HOLA, bonita.

Siempre la saludaba así. Marta Estradé levantó la cabeza en la sombría mañana -lluvia sobre los pequeños comercios de la calle de Casanova, goteo monótono en los tenderetes del Ninot, lágrima sucia en las ventanas del Clínico- para encontrarse con la cara del doctor Domingo Albert, que se había detenido junto a su cama. Domingo Albert se sentó en un borde de ésta, dio unas suaves palmadas en las manos unidas de Marta y preguntó:

– ¿Qué? ¿Cómo vamos esta mañana, bonita? La había tratado siempre así desde el primer día en que la vio, desde que Marta Estradé entró en el Clínico y, a pesar de que casi no podía andar, consiguió llegar vacilando hasta una de las ventanas por la sencilla razón de que más allá, en alguna calle ignorada, bajo otras ventanas llenas de luz, desfilaba una banda de música. Domingo Albert siempre se lo decía: «Fue entonces cuando me di cuenta de que a la fuerza habías de salvarte, porque tú tenías unas inmensas ganas de vivir.»

Desde entonces habían pasado muchos meses, habían desfilado otras bandas de música que ella ni siquiera oyó, y Marta Estradé ya no estaba segura de que su salvación fuese tan cierta.