– ¿Qué tal hemos ido este fin de semana, Marta?
– Los lunes siempre son malos, ya lo sabes. Cuando llega el lunes y además llueve, una tiene que sentirse peor.
– Bonita, vamos a ponerle remedio a eso.
– ¿Ponerle remedio? ¿Cómo?
– Quiero que salgas. La cabeza femenina se irguió bruscamente sobre la almohada, mientras los ojos daban un salto en las órbitas, reflejando una ilusión de niña.
– ¿Salir? -balbució-. ¿Pero cómo? ¿De la forma que estoy?
– Estás mejor, bonita.
– ¿Eso lo dices tú o lo dice el jefe de sala?
– El jefe de sala me ha dejado tu caso como algo de interés especial. Como un asunto de Estado, vamos. Tú eres «mi» enferma. Puedo aceptar responsabilidades y quiero que tú las compartas conmigo.
– Albert… Yo siempre he querido eso… Ser una mujer libre y responsable. Tú lo sabes. Pero… pero ahora tengo miedo… No sé explicarlo… Un miedo inmenso a salir de aquí.
Como si éste fuese el único sitio donde no me pudiera pasar nada.
Domingo Albert le palmeó suavemente las manos otra vez.
– Tienes que hacerlo, bonita. Vas a ser la de antes: una chica que se comía las calles, una chica animada y llena de vida. Mira, te diré lo que vamos a hacer. A partir de mañana, si cambia un poco el tiempo, yo te llevaré en mi coche a dar una vuelta por lo alto del Tibidabo. Tendré que llevarte tan lejos porque en otros sitios es imposible aparcar, y además no quiero que pasees por entre los automóviles y los ruidos. Porque lo más importante es eso: vas a pasear cada día un poco, pero de momento no por las calles de la ciudad. Sin sobresaltos, ¿sabes? Ganando fuerzas. Y verás cómo dentro de unas semanas vuelves a vivir otra vez.
Vivir otra vez… Mientras caminaba como un autómata por las calles del Ensanche, bebiendo su seriedad, metiéndose bajo los coches, saltándose los semáforos sin fijarse en ellos, necesitando un perro lazarillo con el que poder hablar, Domingo Albert tenía estas sencillas palabras metidas en la cabeza: volver a vivir. Marta volvería a vivir. Marta no lo sabía, pero él la había conocido en otro tiempo; era un lejano tiempo, cuando Albert estaba de guardia y la trajeron herida tras una manifestación. Albert lo tenía clavado en la mente. Eran los tiempos en que todo parecía posible, en que toda España era una esperanza y detrás de cada balcón parecía estar aguardando una bandera roja. Marta Estradé ingresó sin conocimiento, fue curada de una forma provisional y con sus primeras fuerzas, necesitando apoyarse en las paredes para poder andar, fue en busca de sus compañeros mientras preguntaba con la ingenuidad de la que estrena ilusiones: «¿Hemos podido reagruparnos? ¿Quién llevaba la bandera? ¿La hemos perdido? ¿Verdad que no? ¡Camaradas, hay que continuar!»
Por la boca de Marta Estradé hablaba la voz de hombres que habían muerto el año 39 y a los que ella nunca había conocido. Pero Albert lo había adivinado: vivían en su boca y vivirían siempre en la boca de mujeres como ella.
Domingo Albert nunca se lo había dicho, pero fue él quien la ayudó a salir del hospital, quien le pidió que tuviera cuidado y no se expusiera a más golpes. «Mujer, maldita sea, ninguna revolución te va a pagar una segunda cabeza. ¡Ninguna!» Ahora Marta Estradé quizá seguía creyendo en la revolución, pero ya no hablaba de ella. Hablaba de cosas tan sencillas como la luz de las ventanas, los ruidos de la calle y el color de los días cuando pasan. En definitiva, hablaba de cosas que ya no le pertenecían y que ella nunca podría modificar, pero Albert siempre la recordaría como la mujer que quiso seguir luchando, como una mujer símbolo de la fuerza del ser humano, de la vida que debe seguir. Marta Estradé era indomable, y por eso podía ser eterna.
Dejó atrás el Ensanche de los comerciantes muertos y descendió hasta las Ramblas, hasta la tierra de todos, donde los nostálgicos dicen que nunca se acaba de morir. Allí había cosas increíbles: una vieja que bailaba arrastrando los pies, que transformaba, para pedir unas monedas, la última miseria en la última mueca de placer. Una joven pintada como un clown hacía ejercicios gimnásticos en mitad del paseo, cortándolo, con la indiferencia de un autómata. Ésta no pedía nada, ésta respondía al desprecio del mundo con el desprecio de una pirueta. Más allá el músico que rompía el aire de todos, el pintor que, a falta de otra cosa, pintaba en el suelo de todos. Domingo Albert se negaba a pensar. ¡Dios santo! ¿Cuántos mendigos había ahora bajo los árboles de Barcelona? ¿Cuánta gente había perdido su última esperanza? A Domingo Albert, mientras andaba hacia la profundidad de las calles, le parecía un milagro el ansia de vivir de Marta Estradé: un milagro consolador y que él y la ciudad estaban necesitando, sobre todo él, para así poder seguir creyendo.
Llegó a su casa, en un callejón del barrio viejo, para tener acceso al cual había que abrir primero una verja. Se detuvo ante ella y la abrió. Desde allí había siete pasos hasta la primera ventana. Siete pasos exactos. Los recorrió. Siempre el mismo camino y el mismo ritmo: siete pasos. Desde la ventana hasta la puerta de entrada, siete más. Aquellos pasos resonaron en el silencio de la tarde que caía.
Detrás de la ventana, un hombre y una mujer los oyeron. Y el pene del hombre se arrugó, y la vagina de la mujer se contrajo, haciéndose inhabitable, y los dos dejaron de hacer el amor y se quedaron quietos ominosamente.
La mujer no hacía un solo gesto. Estaba erguida junto a la ventana, muy quieta.
Se respiraba en la calle, a esa hora, un inalterable y profundo silencio, una extraña quietud casi enferma. El cielo iba adquiriendo tonos sombríos, pero muy lentamente. Y ella advertía hoy en las cosas una desconocida simplicidad -la simplicidad de lo inmóvil, de lo pequeño y lo idéntico-. Eso parecía dar sentido a sus horas.
Se volvió lentamente, cerrando la ventana. No dejó de advertir que hubiera deseado caminar poco a poco, hundiéndose entre las calles. Hoy -se dijo- parecían a lo lejos más cerradas, más compactas y estrechas. Se veía el amontonamiento de las casonas bajo el cielo de la tarde. Y se adivinaba la penumbra de sus interiores, con la profusión de sus detalles y el cansancio de sus formas. Todo tiempo dormía en los contornos de sus piedras. Mirando así, hacia lo lejos, tuvo una extraña autoconciencia del día de hoy. Y es que hoy sentía vivir como nunca algo en el fondo de sí misma, en esa zona del olvido operante y de la niebla interior. Fue a sentarse en el diván y supuso que él, Marcos Gil, vendría por detrás para besarla en la nuca. Sus treinta y cinco años de femineidad parecían estar hoy allí para esperar nada más esto: un beso furtivo en la nuca y unas manos apretadas en sus senos. Pero Marcos Gil pasó por detrás del diván, sin rozarla, y vino a colocarse frente a ella.
Hubo una larga unión de sus miradas distintas. Y de improviso la mujer comprendió -no, desde luego, por primera vez- que este hombre era demasiado joven para estar allí, frente a ella, con su silueta recortada en la penumbra y la mano derecha hundida entre sus cabellos. ¡Quién sabe lo que él iba a pensar dos años más tarde, cuando se cansase. Por un momento desvió la mirada y fue a posarla en la ventana que acababa de cerrar. Abajo, en la calzada, se oían los pasos regulares de un caminante, y ella se estremeció. Conocía muy bien esos pasos; eran los de siempre, los de todas las tardes. Siete pasos muy claros bajo la ventana cerrada. Luego otros siete más cercanos; por último nada. Marcos Gil, como todas las tardes, le apretó las manos para que no se intranquilizase. Hoy, además, puso una rodilla entre sus piernas, sin apoyarse en ella. La mujer la comprimió, apretándola entre sus muslos, al tiempo que se estremecía.
– No me iría nunca de aquí. No te dejaría libre -musitó. Le arañó en el dorso de la mano, atrayéndolo hacia sí. Marcos Gil la besó con fuerza. Luego hundió ambas manos en su mata de pelo y le hizo volver la cabeza; besó así su garganta, su barbilla torneada y su sien izquierda. Luego sus cabellos, sus ojos, su frente. Ella, sin moverse, lo apretaba junto a sí; tenía la sensación de que estaba haciéndole daño, de que sus uñas largas se clavaban en la piel de Marcos Gil, pero se enardecía con esto y le apretaba más y más. Su vista, como extraviada, iba resbalando sobre el pavimento de mil diminutas variaciones de color. Y extraños aspectos de aquella habitación tan conocida tomaban un significado profundo y vital. Los pies del diván, allí mismo, bajo sus ojos, la obsesionaban como si hablase con ellos. Y más lejos el tapiz de una butaca, donde se marcaban aún las huellas de su cuerpo, parecía tener órganos visuales que retratasen su figura abandonada sobre el largo diván. La pared, muy cerca, parecía devolver el rumor sordo de sus besos. Alzó la cabeza y quiso reír. Marcos Gil, riendo también, la besó en uno de los párpados. Entonces ella le apretó la cara contra la suya haciéndosela volver. Poco a poco hundía sus manos en el cuello joven. Le dijo: