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Tan desesperado argumento tampoco le sirvió. Quedó decidido que Méndez prestaría servicio de junio a septiembre en una zona que empieza en Sant Salvador y termina en los chalets y campings de Roda de Bará de una manera más o menos incierta. Era un servicio entre olivos, arenas doradas y luces verticales que merecieron su más absoluto desprecio. Quizá por eso sus compañeros de oscuridad le rindieron un homenaje, con la secreta esperanza de que no sobreviviría a tan salutíferas emanaciones; bien mirado todo aquello, así de repente, y sin avisar, podía ser la perdición de un hombre. Y en un restaurante de la calle de la Cadena, cerca de donde muchos años antes mataron al Noi del Sucre, se brindó con Cariñena, vermú garrafa y coñac Tres Cepas, reserva del amo, por la más que dudosa longevidad de Méndez. El duelo se dio por despedido hacia las cuatro de la madrugada, cuando las últimas profesionales ya se iban a dormir maldiciendo a los últimos clientes.

Méndez descubrió a Olvido desde el único bar que, a su juicio, merecía ser conservado en aquel pedazo de costa que en su día fue venerable, que tuvo pescadores sabios, matronas dispuestas a aguantarlo todo y pensadores entendidos en lunas. El bar estaba detrás de una discoteca llamado Toboggan's y cerca de un último reducto de palmeras que recordaban un oasis africano, una música lejana, una mujer esperando quién sabe qué -pero nada relacionado con la monogamia- en su círculo de arena. En todo caso las palmeras sugerían cualquier cosa menos la realidad de los turistas yendo al supermercado o preparando una paella de urgencia. El bar tenía un nombre la mar de aristocrático. Se llamaba Can 60 y conservaba milagrosamente el aire de un refugio de pescadores dados a contemplar la vida que pasa. Tenía paredes encaladas, sillas viejas y decrépitas, porrones históricos hechos a todos los trasiegos de los vinos blancos del Penedés y a todos los acompañamientos de la caballa, la sardina y la chirla; tenía detrás las palmeras, delante la arena; tenía noches de bombillas macilentas y de sombras que se iban; guardaba los silencios de otras épocas en una especie de milagro que ya no se repetiría nunca más. Era el último refugio para un hombre que quisiese tener la elegancia de elegir su propia muerte entre la indiferencia más absoluta del mundo que pasa, amén.

Méndez convirtió aquello en su Scotland Yard particular, en su centro de investigaciones donde, por supuesto, no se investigaba nada. Dio unas vueltas por los hoteles (el Europe, el San Salvador, el Mey convertido ahora en apartamentos-nichos propios para niños en silla de ruedas) y se cercioró de que buena parte de las turistas exhibían sobresalientes identidades pectorales, acreditadas excelencias glúteas. Algunas espaldas sugerían abundancias de solomillo, delicias de entrecot recomendadas por un chef maligno. Méndez hubiese podido elevar a la Superioridad un brillantísimo informe sobre calidades de nalgas, homosexualidades de verano o pecados capitales cometidos en familia, pero prefirió observar a todas aquellas mujeres que, a menos que se inventase la erección eléctrica, ya nunca serían suyas. Olvido fue la que más llamó su atención, pero no por el detalle de las tetas al aire, sino por su aspecto reflexivo, sus piernas de vedette que ya cobra quinquenios y su culo de bibliotecaria a la que el reposo ha dado todas las morbideces, todos los pliegues cutáneos, todas las amplitudes esféricas, todas las celulitis que los entendidos aman. Olvido le sugería puntillas y corsés, espejos silenciosos, penumbras y lenguas. Olvido se transformó para él en una grupa-montaña a la que le hubiera gustado trepar en cualquier habitación de su distrito donde crujiese el somier, donde la puerta no cerrase bien y donde ella hiciese una mueca de dolor ante un tocador rigurosamente antiguo. Cuando supo que era juez tuvo una desilusión, aunque a pesar de su carácter, como se sabe más bien puro, Méndez estuvo al menos diez minutos pensando en lo estupendo que sería tirársela con la toga puesta. Una vez consiguió dejar atrás esas delicadezas del espíritu, fue a presentarle sus respetos, ya que Méndez era lo bastante buen español para creer en la virtud del cotilleo y en la mafia de la ley, que da de comer a tanta gente.

Extraña casa la de la juez, en donde había puertas nobles, cerámicas marineras, caracolas opalinas y hasta la maravilla de una cama secular, pero por fortuna sin los muertos dentro. Extraña casa hecha para que en ella resuene el mar o la voz de una mujer que espera. Cofrecillos hechos de conchas, espejos enmarcados en espumas; honradas mesas de pescadores nacidas para el trasiego de la sardina, el porrón y el naipe sucio. Y en una de aquellas mesas el pecho cortado de un solo tajo, el suave pecho acabado de nacer a la vida del sexo, el pecho de una niña.

1. LA CASA CREPUSCULAR

Méndez no explicó nada de aquel macabro hallazgo, pero fue al día siguiente cuando encontró al Amores. Todo hay que decirlo: el Amores había mejorado mucho. Ya no era el gacetillero perseguido por sus jefes, insultado por su mujer y mordido por su propio perro. Amores volvía a estar fijo en plantilla y trabajaba de momento en la sección de deportes, donde imitaba a uno del Dicen, ya veterano, que para demostrar que era un hombre culto en una crónica de fútbol adornó la descripción de cada gol del Barcelona con una cita de Antonio Machado. Amores mencionaba a Keynes y hasta a Schumpeter al hablar del señor Núñez, y citaba las bases de Manresa y el catalanismo de Valentí Almirafi al entrevistar al señor Baró, presidente del Español. Un Open con Ballesteros le permitía recordar al lector las plantas que se cultivaban en los campos de Georgia, y llegaba a las cumbres de la exquisitez citando la serie Dinastía cada vez que alguien veía roto su servicio por la raqueta de McEnroe. Era un periodista de deportes culto y que sabía demostrarlo.

El caso era que Amores volvía a cobrar cada mes, tenía pagas extra y había podido alquilar un apartamento de dos habitaciones en Calafell. Claro que cuando Méndez lo encontró no estaba en Calafell, sino en Sant Salvador, lejos de su perro Goliat y de su mujer bienamada.

– Señor Méndez, tengo un planillo que es la hostia. Dado este parte de guerra, Amores continuó: -Es una vecina del bloque de apartamentos, pero mi mujer ni enterarse, y eso que nos ha visto juntos dos veces. Es que ahora, ¿sabe?, tengo una suerte que es demasié. Le he dicho que ella está buscando un apartamento más grande para el mes de septiembre y que yo la oriento con la idea de ganarme una comisión. A mi mujer cuando le hablas de la posibilidad de cobrar, es que se derrite, oiga. Dice que pagando, nada, pero que cobrando puedo hacer lo que quiera. Me deja salir, y hoy nos hemos venido a Sant Salvador con el cuento de mirar lo que haya. De modo que bañadita juntos, comida en el Xaloquell y casquete aunque sea debajo del coche, eso lo sabe mi madre.

– Siento no poder proporcionarte mi habitación, Amores. En el sitio donde vivo, estaría mal visto.

– No se preocupe. El coche de ella tiene asientos abatibles. Y yo llevo hasta una casete sacada de la película Emmanuelle.

– ¿Dónde la tienes? ¿Se puede ver?

– ¿La casete?

– No, joder. La chica. Amores se la señaló. Curioseaba postales azules de mar, blancas de casas, postales amarillas de paellas cargadas de sensualidad que dan envidia en los páramos castellanos del trigo, el cordero, el cura y el poeta. Méndez reconoció que quizá sí que Amores había tenido suerte esta vez a pesar de todo, pues la chica ofrecía un aspecto de sólida maestra palentina que se ha olvidado del Cid y de pronto ha descubierto el mar y el macho, aunque el mar no esté limpio y aunque el macho sea nada menos que el Amores. Buenas cachas las de la palentina, buena pechuga de mujer amamantada por una madre cristiana y de sangre limpia. Méndez les deseó un feliz polvo a la moderna, entre el volante y el cambio de marchas, entre el radiocasete y el elevalunas enganchado en la rodilla izquierda. Hala, adiós.

– Oiga, señor Méndez, usted no se irá de la lengua, ¿eh?