– Hace una porrada de años.
– ¿Dónde?
– Le digo que hace una porrada de años, Méndez.
– Bueno, es igual, hombre. Usted me da el dato, yo cumplo con el servicio y el jefe me deja en paz. Pura rutina.
– Está bien, le diré lo que sé. Fue en uno de los restaurantes económicos de la calle de Aribau, no recuerdo su nombre, pero está subiendo a mano derecha, y lo reconocerá usted en seguida por su luz mortífera, un neón de sala de autopsias. No lo han cambiado desde aquella época.
– Gracias, hijo -suspiró Méndez-, lo encontraré, aunque los restaurantes que yo frecuento no tienen esas características.
– ¿Pues qué características tienen?
– A todos les han acabado cortando la luz. Méndez colgó sigilosamente el teléfono, que estaba junto a la barra, apuró la copa de anís Machaco, movió simultáneamente las dos manos y obtuvo un doble éxito, pues con la derecha inmovilizó la muñeca del que le estaba robando la cartera, y con la izquierda apartó de su bragueta la mano de un marica que quería pedirle un favor. Restablecida así la normalidad constitucional, salió del elegante local de la calle de San Ramón, aplastó en la puerta una cucaracha semental, llevó al carterista a la comisaría y al marica lo dejó libre en la esquina, amenazando con afeitarle el capullo si le veía otra vez pervirtiendo a la juventud. Luego se dirigió a la calle de Aribau, ascendiendo por ella y confiando en que los aires de aquellos barrios de burguesía media no le destrozarían los pulmones del todo. Al fin encontró el restaurante, hizo acopio de valor, penetró en él y pidió la carta.
Fue una cena que superó ampliamente los niveles de peligrosidad permitidos en el Cuerpo General de Policía. Todo lo que había para elegir como platos de respeto eran delicadas combinaciones residuales: pastelillos-ataúd con respetables restos en su interior, albóndigas cuyo tomate ocultaba la descomposición de carnes con pasada nobleza, croquetas con fibras de gloriosas aves que habían volado en el neolítico y canelones obtenidos tras la pertinente profanación de sepultura. Fue una cena gloriosa y memorable, a la que Méndez dio además el tono, porque iba vestido rigurosamente de negro. Claro que la factura fue elevada, y encima el servicio, formado por los dos dueños y el camarero, pareció una declaración de guerra. Méndez pensó que aquello podía calificarse de robo consumado con intimidación, y además con las agravantes de nocturnidad, dada la hora, cuadrilla, pues los enemigos armados eran tres, y hasta despoblado, ya que en el restaurante no había entrado ni Dios.
Dominando los primeros espasmos de la agonía, y eso que él tenía el estómago blindado, Méndez preguntó:
– Yo tenía un gran amigo que venía aquí hace muchos años, y me gustaría saber si aún es cliente y tienen noticias de él. Era un pintor: Wenceslao Cortadas. Trabajaba en un estudio de la Plaza Real.
El camarero, que tenía aspecto de haber asistido a la construcción de aquella plaza, dijo sin embargo:
– Ni idea.
– Bueno, es normal, porque ya digo que hablo de hace muchos años. Pero, mire, se lo voy a explicar: yo soy un abogado que le llevaba asuntos en Madrid y ahora el señor Cortadas ha heredado una finquita. No es que sea gran cosa, pero algún milloncejo colgado ya lo hay. Por eso tengo interés en encontrarle, y si ustedes me ayudan a dar con él tendrán una pequeña gratificación. Sin ningún compromiso por su parte, ¿entienden? Solamente, si por casualidad viniera, ustedes me avisan en seguida a este teléfono. Pero no crean que es un lío; al contrario. En este otro número, que es el de una comisaría, responden de mí. Pueden fiarse.
Les dio efectivamente dos números: uno el del centro policial y el otro el del bar donde tenía alquilada una habitación. Por supuesto, podían responder de él más en este último sitio que en la comisaría, pero supuso que los del restaurante no llamarían a ninguna parte.
Sin embargo llamaron. Fue dos días más tarde, cuando ya no lo esperaba. Una voz femenina preguntó:
– Oiga, ¿el abogado Méndez? El dueño del bar hizo una seña a los dientes para que se callaran y murmuró:
– ¿El abogado queeeceeé?…
– Méndez, ¿no vive ahí?
– Señora, vivir sí que vive. Espere, que ahora le voy a buscar. Seguro que está estudiando.
En efecto, Méndez estaba estudiando los anuncios sexuales de El Periódico y había seleccionado ya dos. Uno por su patético dramatismo («Minusválido busca minusválida para hacer el amor en igualdad de condiciones») y otro por lo prometedor que resultaba («Viuda de alto funcionario, desconsolada y ardiente, busca caballero con imaginación»). Si era sólo imaginación lo que buscaba, Méndez podía tener fundadas esperanzas de rehacer su vida; además una viuda de alto funcionario podía darle a uno estimulantes sorpresas, sobre todo si estaba gordita y conservaba un gato bien entrenado y el vestuario de la época.
Méndez acudió inmediatamente al teléfono, por supuesto.
– Oiga, ¿el abogado Méndez? -le preguntaron.
– Claro que sí, señora. El abogado Méndez, para lo que haga falta.
– Es por lo de la recompensa.
– ¿Recompensa?…
– Sí. Telefoneó el señor Cortadas para que le reserváramos una mesa de cuatro cubiertos. Imagínese. Después de tantos años sin venir.
– ¿Una mesa? ¿Desde cuándo hace falta reservar una mesa en el local de ustedes? ¿Ha encogido?
– No crea; al mediodía tenemos mucha clientela. El caso es que llamó.
– Perfecto, perfecto… ¿Y cuándo viene a comer? Estaré encantado de saludarle.
– Tenía que venir hoy, señor Méndez. Esperábamos llamarle a usted cuando él estuviera aquí. Pero no vino.
Los dedos de Méndez se contrajeron sobre el teléfono. Ya estaba otra vez allí la maldita sensación. El desafío. Wenceslao Cortadas se reía de ellos en un macabro juego donde la sangre de las víctimas era solamente un instrumento. Quién sabe las humillaciones que la ley le había infligido durante años, y de todas se estaba vengando maliciosamente ahora. Los locos de esa clase no tienen límites y además son inteligentes. Wenceslao Cortadas era tan peligroso que Méndez no pudo evitar un estremecimiento.
Y encima el Wences le seguía. Sabía perfectamente todo lo que estaba haciendo. Cuando él cenaba en el restaurante, seguramente el asesino le vigilaba desde la puerta. Méndez fue incapaz de seguir pensando.
Entonces oyó la voz preguntándole al otro lado del hilo:
– ¿Qué? ¿Y la recompensa?
– Se la daré cuando veo a Cortadas -gruñó el policía-. Mientras no lo vea, díganle ustedes mismos que les pinten los billetes al óleo.
La mujer gritó:
– ¡Sinvergüenza! ¿Usted abogado? ¿Abogado de qué?… Tenía razón. Méndez colgó mientras susurraba:
– Lástima que no me haya creído, joder. Con lo bien que me estaba saliendo.
Y pidió una copa de coñac fuerte antes de atreverse a volver a su cama. Es que a veces hacía falta valor.
15. EL ESPEJO
DANIEL PONCE empezó a preparar el único trabajo importante que le habían encargado en su vida: matar a un hombre.
No había tenido ningún éxito, ni siquiera mínimo, en su profesión de detective; no lo había tenido y sabía que ya no lo tendría nunca. Tampoco lo buscaba, ésa es la verdad. Intuía que el éxito no llega por el camino de las hormigas, sino por el de los halcones. Su despacho de detective era tan inútil como el despacho de representaciones comerciales de Eduardo Contreras, el hombre al que había de matar. Y además los dos tenían el mismo origen: el dinero de Óscar Bassegoda. Óscar les había querido resolver la vida a los dos permitiendo que eligieran una profesión más o menos decorativa, para lo cual había corrido él con los gastos. Ni uno ni otro habían conseguido nada, pero Eduardo Contreras tenía al menos algo a su favor: el matrimonio con Blanca Bassegoda. Blanca, con su dinero, le había ayudado hasta entonces a conseguirlo todo, convirtiéndolo incluso en uno de los más acreditados ejemplares de nuestra burguesía progresista. Hasta podía pensarse que Contreras, con ganas de trabajar, hubiese podido iniciar una carrera política en el PSC. A él, en cambio, nadie le había dado nada, excepto aquel maldito despacho y una mesa lo bastante resistente, eso sí, para aguantar su peso y el de alguna secretaria dispuesta a todo, incluso a volverse de espaldas de vez en cuando. Era indispensable, por lo tanto, corrigiere la Fortuna, entre otras cosas porque sólo los listos se dan cuenta de que hay que corregirla.