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– ¿Marta?

– Sí.

– Lo suficiente para que se cure y vuelva a recobrar la fe en la vida.

– Recobrar la fe en la vida puede salirte carísimo, leches. A mí me costaría un abono sin límite en el restaurante Reno, una vuelta al mundo en barco, un Porsche rojo como el del cabrón de Eduardo, un metisaca con todas las chicas, todas, del programa Un, dos, tres… La tira. Yo soy un hombre difícil de convencer de que la vida vale la pena. Si no me pagan todo eso, prefiero seguir creyendo que es una mierda. ¡Ah!… También pediría algún libro, por aquello de que hay que preparar una buena muerte y dejar algo digno en la mesilla cuando se te lleven. Los últimos cabrones que te vienen a ver, se fijan en eso.

Miró sonriendo a Bey y añadió:

– Dos preguntas indiscretas más.

– Bueno, hombre.

– Tú te tiras a esa tal Marta?

– Me parecería una indignidad.

– También tienes cojones tú. Mezclar la dignidad con la cama. Y encima eres tan imbécil que piensas que alguna te lo va a agradecer.

– Cada uno es como es.

– ¿Hay otras personas elegidas para el reparto?

– Por ahora sólo tengo fichas.

– ¿Sabes que me vas a joder parte de la herencia?

– No es culpa mía. Fue un último arrepentimiento de Bassegoda.

– Pues ya lo podía haber tenido diez minutos después de morirse, el muy cabrito.

– No debes hablar así de él. Te mantuvo hasta que murió.

– Pues no le costaba nada seguirme manteniendo después de muerto. Por cierto, ¿qué coño hiciste para que tuviera tanta confianza en ti?

– Él movía muchos intereses financieros, y le interesaba controlar el tratamiento que le daban los periódicos. Intentó sobornarme dos veces.

– ¿Y?…

– No lo consiguió. Le tiré un cheque a la cara.

– ¿Y por eso pensó que eres un hombre incorruptible a toda prueba? Pobre tío. Tenía que haber intentado sobornarte por tercera vez.

– Elemental. A la tercera hubiese cedido -dijo riendo Carlos Bey.

– Oye, una simple curiosidad… ¿Qué pasaría si a ti te ocurriera algo?

– ¿Ocurrirme qué?

– Pues eso: que la espicharas, hombre. Un balcón que se te cae encima. Un autobús que te atropella. Un negro que se te tira.

– Si lo preguntas desde el punto de vista de la herencia, la contestación es sencilla. El último mandato de Óscar Bassegoda quedaría sin efecto y no habría necesidad de repartir.

Dani Ponce lanzó una carcajada.

– Pues entonces ten cuidado, vida mía-dijo-. Acabaré contigo, pero dándote un buen final. Me pinto de negro y te hago mío hasta que mueras.

Señaló un reloj y añadió:

– Estate tranquilo con la chica. ¿Cuándo quieres que me la lleve?

– Cuando ella se canse, pero en todo caso no la tengas más de una hora. Ah… Y sobre todo cuidado con las escaleras y todo eso. Tiene tuberculosis ósea y la han operado hace poco. Que no se te caiga. Podría resultar fatal.

– A mí las mujeres se me caen todas, pero en la cama. No estuvo muy seguro de que Bey le hubiese oído, porque Bey ya estaba saliendo hacia el sitio donde había dejado a Marta Estradé para confirmarle que Ponce cuidaría de ella. Lo raro fue que no la encontró en el mismo sitio; o tal vez fue lo lógico, porque la gran casa se tragaba el dinero, los pensamientos, las personas, los silencios. Carlos Bey buscó en dos habitaciones.

– ¡Marta! No se atrevía a gritar, como si tuviese miedo de que su voz rompiese algo, algún cristal líquido, algún espejo fabricado con las soledades que había en el fondo de la casa. Su voz fue un susurro. En las persianas viejo estilo vibraron unos corpúsculos de luz.

– Marta… La otra habitación, la gran cama de madera tallada, fabricada por Valentí, donde había muerto Óscar Bassegoda. El último libro que había dejado sobre la mesilla, dándole la razón a Ponce: el teatro de Shakespeare traducido por José María de Sagarra, y que era seguro que jamás leyó. La puerta de uno de los armarios que oscila levemente, como si hiciese viento, pero no hay viento dentro de la casa. Sencillamente tiene que haber manos que se mueven, manos que hace muy poco que la han abierto.

– Marta, ¿estás ahí? Silencio. La gran casa que se lo traga todo, que se ha tragado también a aquella luchadora que un día perteneció a la calle.

Carlos Bey sintió que unas gotitas de sudor frío nacían en sus sienes, pero su cara permaneció inmutable. Solamente sus músculos estaban todos en tensión y no sabía por qué. Avanzó un poco para atravesar la habitación y llegar al otro lado de ésta.

Fue entonces, al cambiar de posición, cuando lo vio. Fue entonces cuando la luna del armario entreabierto le envió su mensaje, le transmitió la figura del hombre vestido de negro, algo encorvado, sombrero sobre los ojos, cara invisible, manos ágiles donde relampaguea la luz. Carlos Bey tuvo el tiempo justo, mínimo, un relampagueo también de la hebilla del cinturón y del fondo de sus ojos para ladearse y esquivar el cuchillo que le habían lanzado con una exactitud artística, con una precisión de geómetra, y que fue a clavarse en uno de los paneles de madera, justo en el sitio donde medio segundo antes había estado el cuerpo. Luego nada. Luego el grito de Carlos Bey, la puerta IMELDUL las cortinas.

CARLOS BEY se detuvo en seco. De pronto todo aquello le parecía irreal. Miró la expresión sorprendida de Marta Estradé y susurró:

– ¿Dónde estabas?

– ¿Qué pasa? ¿Por qué lo preguntas de ese modo?

– Te he estado buscando por todas partes. No sabía dónde te habías metido.

– Bueno… Esta casa me fascina. Nunca había visto por dentro un sitio igual. Estaba mirando las habitaciones un poco así, al azar… Escucha, ¿estás enfadado conmigo? ¿He hecho algo malo?

– No, claro que no. Es que…

– ¿Qué? Carlos Bey sintió vergüenza al decirlo porque le seguía pareciendo irreal, porque de pronto aquello había pasado a ser como la confesión de un chiquillo que quiere darse importancia.

– Han tratado de matarme -susurró.

– ¿A… aquí? ¿Pero qué dices?

– Sí. Y te juro que es verdad, aunque la cosa no tenga ni pizca de sentido. ¿Dónde hay un teléfono?

– Mira, aquí hay uno. Oye, Carlos, ¿puedo ayudarte en algo? ¿Quieres que vaya a algún sitio?

Carlos Bey se limitó a tranquilizarla con un gesto. No contestó. Fue al teléfono y marcó el número de la comisaría de Méndez. Éste se puso un momento después.

– Voy en seguida -dijo-, aunque no es mi zona. Confío en que no me echen del Cuerpo por meterme en lo que no me importa.

El «en seguida» de Méndez se transformó en una buena media hora, pese a que tomó un taxi y lo pagó de su bolsillo. Examinó el cuchillo empotrado en el plafón de madera y, aunque no se atrevió a tocarlo, dictaminó:

– Muy pocas veces se encuentra uno con un arma de esta clase. Mango muy pesado, hoja flexible y perfectamente afilada, conjunto muy equilibrado… Tendré que comprarme un cacharro así para detener a los mangantes en el metro.

– Es un cuchillo especial para lanzar, ¿no? -preguntó Carlos Bey.

– Yo diría que sí, aunque no los he usado nunca. Yo sólo lanzo salivazos, pero en el metro me abstengo, naturalmente.

Aparentaba indiferencia, pero estaba preocupado. Carlos Bey lo notó de una forma clara porque a Méndez ya empezaba a conocerle bien. Preguntó:

– ¿Dónde se puede comprar esto?

– No lo sé. Yo diría que en ninguna parte. Más bien es una pieza de coleccionista.

– ¿Antigua?

– Pues claro que sí. Mire estos adornos de plata en el mango… Ya no hay quien se moleste en hacer un trabajo de esta clase. El cuchillo costaría una fortuna.

Y añadió:

– Cuando uno se pone a pensar en las cosas antiguas, se marea. Hay que ver la paciencia que tenía la gente.

– ¿Quiere decir que está pensando en algo muy concreto, Méndez? ¿O en alguien?