– Como te decía, cuatro son cuatro, qué le vamos a hacer. No tardaron en empezar las discordias, en especial por parte de Eduardo Contreras, el marido de Blanca, un cabrón que tira de espaldas. Eduardo dice que yo no tengo derecho a nada, puesto que no soy hijo, y cuando le argumentas que la ley catalana permite repartir la herencia con mucha libertad, con mucha más libertad que el Código Civil, él responde que el testamento es nulo porque yo influí con mala fe sobre mi tío Óscar. En este punto de que a mí no me corresponde nada, o casi nada, encuentra el apoyo de Blanca. Y no es que ella y yo seamos enemigos. Es que en esto cada uno va a lo suyo.
– Blanca apoya en esto a su marido porque así la parte de ella puede ser mayor, ¿no?
– Exacto. Para qué nos vamos a engañar. Aquí todos estamos acostumbrados a vivir muy bien, y nadie quiere perder un duro. Pero la cizaña de Eduardo no termina aquí. También sostiene que la parte que a él le corresponde debe ser mayor. Y en esto Blanca no le apoya, naturalmente que no, porque se vería perjudicada.
– Pero si ese tal Eduardo tampoco es hijo, ¿qué puñeta pide?
– Bueno, él argumenta que ayudó en los negocios al viejo Bassegoda y que éste murió debiéndole años de salario y años de participación en los beneficios. Por lo tanto reclama una auténtica fortuna. ¿Y es verdad que le ayudó?
– ¡Qué coño le va a ayudar! Primero porque el viejo Bassegoda no necesitaba a nadie para ejercer con toda delicadeza el oficio de multiplicar la pasta. Segundo, porque el tal Eduardo es un gandul, un sinvergüenza y un puto. ¿Ayudar él a Bassegoda? Ayudarle a ahogarse, vamos. Pero, en fin, las cosas parecen una cosa aunque sean otra, y razón «legal» no le falta a Eduardo Contreras. Con lo cual ya tienes otro lío, pero no es el último.
– ¿Hay más?
– Jolín, claro que hay más: los tres contra Carlos Bey.
– ¿Por qué?
– ¿Y lo preguntas? Pues porque con la parte esa de las caridades perdemos todos. ¿Tú sabes lo que dejó el viejo Bassegoda? ¡Un fortunón! Y todos sus bienes responden del pago de esa suma, de modo que no se puede disponer de nada sin que los herederos, o sea los tres, aflojemos esa pasta. ¡Imagina la de oportunidades que se van al carajo! Ahora mismo ha habido una posible venta de terrenos en la Costa Brava, con una ganancia enorme de por medio, y se ha quedado en el aire porque no podemos disponer de los bienes del viejo. Lo que nosotros entendemos, te lo voy a decir claro, es que esa cifra para obras benéficas es una barbaridad, es lo que los abogados llaman «una liberalidad excesiva», y entendemos también que Carlos Bey no tiene derecho a repartir ni una cuarta parte de eso. Y así están las cosas. Con disputas, con los bienes en administración judicial y yo sin tocar un cochino duro. ¿Qué te parece? Soy un tío, ¿no?
– Demasiados problemas. A veces no vale la pena ser rico -dijo Marta con voz opaca.
– Si que vale la pena. Lo que ocurre es que el oficio del dinero es eso: un oficio. Tiene complejidades y da preocupaciones. La gente cree que es sencillo, y se equivoca: no lo puede ejercer cualquiera. Ahora ya se empiezan a crear escuelas del dinero: cursos Master y toda esa coña. Pero oye lo que te digo: el dinero es instinto, lo tienes o no lo tienes. Y luego es técnica: la dominas o no la dominas. El que piense que por tener el dinero ya lo tiene todo, va dado, nena. Debe aprender a sufrir por él.
Hecha esta importantísima declaración de principios, bebió un sorbo del whisky que había pedido y añadió:
– Por eso te digo que acepto los sacrificios que impone el dinero. Pero lo que ocurre es que ya tengo ganas de terminar. Esto se está prolongando demasiado.
– Qué diferente es mi mundo del tuyo, Dani. Te llaman Dani, ¿verdad?
– Los amigos sí. Y tú lo eres.
– Gracias.
– ¿Dónde vives?
– En la Plaza de las Navas.
– ¿Y en qué sitio para eso?
– ¿Lo ves? Soy una mujer desconocida que vive en un sitio desconocido. Y hasta te diré más: vivía allí. Ahora ni siquiera eso.
Su mirada perdida se concentró en el oscilar de la llamita de la vela mientras susurraba:
– Y pensar que un día soñé que toda la ciudad iba a ser mía.
– ¿Eres ambiciosa?
– No, pero amo esta ciudad. Amo la vida, lo amo todo. No sé si puedes entenderme.
– Completamente quizá no.
– Trato de decir que la ciudad era un poco mía. Así de sencillo y así de complicado. Hay millones de personas que tienen sólo un piso. O un libro, o una ventana, o un gato. O un clítoris, o un miembro que se hincha. Estos seres del clítoris y del miembro hinchable son los más tristes del mundo, aunque ellos no lo sepan. Bueno, no saberlo es también una forma de felicidad. Pero yo tenía Barcelona entera, tenía sus calles, su historia, sus ruidos, su gente. Perdona que hable así. Yo tenía también su noche. Los cafés de madrugada, la trastienda del bar, la compañía de un amigo iluminado que quería él solo fundar un partido ecologista. Algunos conseguían enrolar como socio a su perro. Tú no te habrás fijado y mucha gente no se habrá fijado, pero nuestra juventud está llena de vida quizá porque necesita desesperadamente afirmar que existe. O porque sólo tiene presente. -Cerró un momento los ojos-. No necesita cuidar un pasado que no le ha sido transmitido ni sacrificarse por un mañana que no llegará y que ni siquiera se molestan en prometerles. Claro que había momentos, te lo juro, en que nos mirábamos a los ojos y notábamos la angustia de no tener un pasado y no vislumbrar un futuro. Nos preguntamos cuál era nuestra justificación. Y nadie tenía respuesta. Por eso, al mirar en torno, no nos encontrábamos más que a nosotros mismos. Pero aun así era hermoso, ¿sabes?, porque estaban las calles, porque estaba el aire. Porque tras las ventanas de nuestros barrios seguíamos guardando las banderas. Y porque unos cuantos iluminados políticos querían fabricar no la esperanza del país, que no existía, que no existe, sino nuestra propia esperanza.
Rió, pero su risa era seca y cansada. Había momentos en que parecía la risa de una vieja.
– Ahora no tengo ni eso -añadió-. ¿Te lo he explicado? Una cama, una ventana y una nube. A veces ni la nube. Hay tardes en que el cielo está siempre igual, tardes en que el cielo azul y quieto, de país sahariano, me obsesiona.
Guardó un momento de silencio. Otra vez sus ojos se habían clavado en la llamita que parecía ir a extinguirse.
– Antes me llamaban por la noche -susurró a continuación-. Amigas, amigos… Siempre había una reunión, un proyecto, una conversación para demostrar que aún no habíamos pasado al reino de la nada, el único reino que de verdad nos ha sido prometido. Incluso estuve a punto de perderme en el sexo: al fin y al cabo era una afirmación de que seguía viva. Pero ni eso hice. Y ya nadie me llama por las noches, nadie viene a verme: ni el perro del ecologista, ni las sombras del mercado del Borne y de los bares tirados del barrio viejo. Hasta me parece un milagro estar hablando aquí, contigo, con un hombre que me escucha y que se ha olvidado de mis piernas. Bueno, debe de ser porque las tengo muy escondidas debajo de la mesa.
Daniel Ponce había cerrado también los ojos, hundido en el silencio del Piaf. No, no me he olvidado de tus piernas, ansiosa mujer solitaria, ansiosa putilla, ansiosa felatriz que me ha hablado de que despreciaba el sexo porque ahora ya no lo piensa seguir despreciando. Porque tú has llegado al último rincón de tu soledad, y lo malo es que empiezas a saberlo. Antes tuviste un ideal político en el que la ciudad iba a seguirte; luego tuviste al menos la ciudad, aunque no te siguiera. Ahora no tienes más que una ventana y una nube, tú misma lo has dicho. Pero me has ocultado algo: en esta última frontera de la soledad sabes que tienes un clítoris, como los muchachos descubren al menos un pene en su primera angustia de su primer aislamiento. Y muchos adivinan que la vida no les va a dar más, lo adivinan ya entonces, a los quince años, como la primera voz del futuro, mientras que tú lo has adivinado ahora, como la última voz del pasado. Pero el resultado es el mismo, pequeña putilla. No sé quién va a hacer un favor a quién esta tarde, en esta hora un poco mágica en que ya se cierran las agendas y en que los hombres de negocios miran el reloj por última vez. Porque yo tengo también solamente una ventana y una nube, y eres tú, maldita, la que ha hecho que me diera cuenta.