– Con eso de las letras -estaba explicando Cuevas, uno de los veteranos- se producen desastres inigualables, auténticos dramas que pasan a la historia. Una simple letra que falta, como en el caso de esa noticia del Amores, o una letra cambiada o que sale al revés, como en el caso de la «d» y la «p», pueden originar terremotos. Yo recuerdo dos de la «d» y la «p» que casi hunden redacciones enteras entre la basura, la ignominia y el desprecio del cajero, que es el desprecio más dramático que existe. Una de ellas se produjo en plena guerra civil e hizo caer de bruces al director de un diario gaditano. Cierta vez ese diario hablaba de una acción de las tropas franquistas, y decía más o menos así: «Ayer, en un brillantísimo y brioso ataque, los hombres de la brigada Mora Figueroa entraron en contacto cuerpo a cuerpo con el enemigo y le hicieron más de trescientas pajas.» Por supuesto que en lugar de la «p» tenía que haber aparecido la «b», tenía que haber dicho «bajas», pero vete a explicar eso al lector del periódico y sobre todo al gobernador militar de la época. Y es que además no sé qué pasa, pero fatalmente esas noticias están redactadas de tal forma que la barbaridad cae bien, parece puesta a propósito. Por ejemplo esta otra -añadió- que apareció en un periódico de Barcelona en plena dictadura pontificia y franquista. Resulta que una señorita de la buena sociedad abrazaba el estado religioso, y como esas cosas eran entonces noticia, se publicaba así: «En una emotiva ceremonia, ingresó en religión y se desposó con el Señor la virtuosa y distinguida señorita equis equis. Le deseamos una larguísima picha en su nuevo estado.»
Cuevas acalló las carcajadas del pueblo fiel, que ya se estaba desmadrando, y continuó:
– Ya podéis imaginar que tenía que haber aparecido la palabra «dicha». ¡Pero menudo lío! ¡Menudo follón!
– ¿Menuda picha! -gritó el Florindo Chico, que se estaba recuperando velozmente-. Supongo que a partir de entonces aparecieron pancartas en los conventos pidiendo igualdad de oportunidades…
– No seas bestia, hombre -gritó Cuevas-, que ésas son cosas serias y que le pueden suceder a cualquiera. Como a aquellos dos locutores de radio. Pobrecitos.
– ¿Qué locutores de radio? -preguntó Amores, que se había unido al grupo al ver que de momento no volaba ningún guantazo.
– Pues uno de Pamplona y otro de aquí, de Barcelona. Los dos volaron, ¿sabes?, porque uno cometió una falta contra la moral pública y el otro contra las normas vaticanas. Los dos fueron pobres chicos a los que se les escapó alguna palabra de más en aquella España donde no se perdonaba nada. Por ejemplo al de Pamplona. El de Pamplona estaba en una tarde veraniega de domingo, una tarde de esas muertas, llenas de silencio, de moscas que hacen la siesta y de horas que no pasan. Y su emisión, además… ¡estaba dedicada a explicar la situación de las carreteras de la comarca! Podéis imaginar al pobre tío: «Por Tudela la circulación es fluida. En Pamplona entran, procedentes de Noain, unos veinte coches por minuto… En Olite se ha despistado una bicicleta, pero afortunadamente sin consecuencias…» La muerte escuchadme: la muerte. Y por fin una noticia de verdad, una noticia salvadora que le permite dar contenido a su programa: «Atención, señores, en este momento recibimos un despacho de agencia donde se nos comunica que el señor obispo ha salido en su automóvil por la carretera de Zaragoza, y se encuentra en estos momentos en las cercanías de Tafalla.» Claro que inmediatamente se dio cuenta de que allí había algo que no cuadraba, y añadió:
– Desde luego ya comprendemos que esta noticia tiene poco que ver con el estado de las carreteras, pero la transmitimos «para los aficionados al Cristianismo».
Hubo movimiento de mesas en aquel lado de la redacción. Amores se sujetó los pantalones. Florindo Chico musitó:
– ¿Y qué pasó con el pobre locutor ese? Cuevas dijo:
– RIP.
– Ondia con el tío, también tuvo mala pata. ¿Y qué fue del otro, del locutor de Barcelona?
– Bueno, ése tenía un programa cara al público de esos que eran tan frecuentes cuando no había televisión. Daban un premio a la persona que contestara con más rapidez y con más gracia a la pregunta que le hiciera el locutor, una respuesta sin preparación y repentina, claro.
– Lo entiendo muy bien. Yo estuve en alguno de esos concursos-dijo Amores, manteniéndose a la debida distancia.
– Pues bien, entonces ya sabéis todos de qué va la cosa. La sala llena, el locutor haciendo coña, pero con vaselina, la gente animada después de cenar y todo eso. Y entonces va el locutor aspirante a recluso y saca a una señora de buena planta. «Vamos, señora, vamos a ver… Yo le preguntaré una cosa tan sencilla, tan sencilla, tan sencilla, que usted me la contestará en seguida con sólo tener un poquitín de memoria. ¿Cuánto hace que se casó?» «Dos años -contesta la tía de buen ver-, dos años hará ahora.» «Mejor que mejor, porque así seguro que se acuerda. Y dígame, señora, sencillamente esto: ¿Cuál fue la primera frase que le dirigió usted a su marido justo al quedarse solos en su noche de bodas?» «Huy, ésta sí que es gorda», contesta la gachí sonrojándose. Y el locutor va y grita: «¡ Premio, señora!»
Florindo Chico apoyó más su tripa en la mesa, estuvo a punto de volcarla y barbotó:
– ¿Pero no se dio cuenta el locutor de que a la pobre mujer lo que le parecía gorda era la pregunta?
– ¿Quién sabe? -sugirió malignamente Cuevas. Arrojaron casi a puntapiés al que les venía a traer las hojas del teletipo, y Forns, otro de los veteranos, murmuró:
– Pero a veces los periódicos han cometido barbaridades sin culpa de nadie, sin que absolutamente nadie pudiera darse cuenta. Yo pienso que es la fatalidad. Un periódico muy serio y muy católico de Madrid metió dos veces la pata hasta el fondo por la publicidad. Y mira que era una publicidad bien inocente, una publicidad de todos los días.
– ¿Qué pasó? -preguntó Cuevas.
– Bueno, pues cierta vez, en plena euforia dictatorial, ese diario publicó en página par una gran foto de la mujer de Franco, muy arreglada y muy puesta en su sitio ella, rodeada de otras señoras de la situación, todas que no veas. No recuerdo de qué acto se trataba, pero en fin, todas estaban allí. Y resulta que en la página contigua, pero a la misma altura al lado mismo, al lado mismo aparece un gran anuncio de un raticida que siempre decía la misma frase: «¡No se lamente! ¡Mátelas!»
Amores, al darse cuenta de que había otros seres tan desgraciados como él, lo cual no impedía que hubieran llegado a directores de un diario, lanzó una carcajada
Florindo Chico preguntó muy serio:
– ¿Rodarían cabezas, no?
– Supongo que sí -murmuró Forns-, porque al poco tiempo va y el mismo diario se tira otra plancha parecida. Y también por culpa de la publicidad, por un anuncio en el que nadie se había fijado. Durante años, ese periódico había publicado al pie de la portada un anuncio en forma de faja que decía siempre lo mismo, de tal forma que ya nadie reparaba en él. Y he aquí que una mañana gloriosa aparece toda la portada ocupada por una gran imagen de la Virgen de los Dolores. El pie de la foto, en grandes letras del 48, decía justamente: «La virgen de los Dolores.»
– Bueno, pues muy normal. ¿Y qué?
– ¿Cómo que y qué? ¿Vosotros sabéis lo que decía el anuncio?
– ¿Qué decía?
– «Contra dolores, Okal.» Otra vez sonaron estruendosas carcajadas mientras el encargado de repartir los teletipos no se atrevía a acercarse por allí, a pesar de que había dos o tres noticias urgentes. El Florindo Chico bajó de la mesa. Sus tetillas, que casi le tocaban el ombligo, se balancearon. Las pantallas electrónicas estaban parpadeando sin que nadie les hiciera maldito caso.
No se había acallado aún el estruendo de las carcajadas (aprovechando que en aquel momento no estaban allí ni el director ni ninguno de los mandos más o menos fidedignos) cuando el Florindo Chico decidió contraatacar e iniciar una venganza sutil contra el Amores, una venganza que quizá duraría siglos, pero que sería diabólica y que él llevaría a cabo con la ayuda de Dios. Puesto que Amores, como todo el mundo sabía, había tenido líos con travestís, Florindo empezó a hablar de un redactor anónimo, pero sabiendo que muy pronto lo identificarían todos. Apoyando de nuevo la voluminosa tripa en el borde de la mesa-¿Sabéis la última de no sé quién?