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Bienaventurados los que se ocupan de la tumba de su automóvil antes que de la suya propia, porque ellos serán hartos.

Dani vio desde su puesto de observación que Eduardo Contreras salía en el Porsche rojo hacia las diez de la noche. Las posibilidades de que fuera a una sesión de cine eran más que numerosas. Podía apostar a que sí.

A partir de ese momento la actividad de Ponce tenía que ser meticulosa y tranquila, pero sin ninguna pausa. No le sobraba tiempo, aunque tampoco iba a faltarle si hacía las cosas bien.

El puesto de observación elegido, a poca distancia del parking, no estaba situado dentro de un coche, sino en la oscuridad de un portal. Y ello por tres razones fundamentales: un hombre es menos visible que un vehículo, un hombre siempre encuentra sitio donde pararse, mientras que un vehículo no, y un hombre a pie puede hacer una investigación discreta, en tanto que un vehículo acaba llamando la atención y además no puede meterse en calles de dirección prohibida. Por si estas razones fueran pocas, Dani Ponce no necesitaba estrictamente seguir a través de la noche al bólido de Eduardo; le bastaba con hacer una comprobación.

Fue a pie hasta la zona de Rambla de Cataluña-Paseo de Gracia y procuró encontrar estacionado el Porsche. Según sus cálculos tenía que estar allí, y sus cálculos no fallaron. Lo vio como un anuncio luminoso a poca distancia del cine Alexandra. Ahora ya sabía con absoluta seguridad que Contreras estaba viendo una película, y que por lo tanto él disponía de más de una hora.

Su siguiente paso consistió en meterse en una cabina telefónica y marcar el número de Blanca Bassegoda. Le contestó una sirvienta, que tuvo que enterarse de la llamada. Pero como ambos hablaban con mucha frecuencia, eso era lo más natural del mundo.

Blanca le contestó con voz un poco insegura:

– Dani… ¿Eres tú? ¿Por qué?

– ¿Nos oye alguien, Blanca?

– No… Nadie.

– ¿Seguro?

– Seguro, hombre.

– ¿Dónde estás?

– En el salón. Y de este número hay una conexión en mi dormitorio, pero en mi dormitorio no entra nadie. El teléfono del servicio ya sabes que tiene otro número. No pueden oírnos.

– Por si acaso, habla en voz muy baja.

– Oye, Dani… ¿Es que?…

La voz femenina vacilaba. Había en ella como un trémolo lejano.

– Va a ser esta noche.

– Dani…

– Oye, nena, cojones, no vayas a rajarte ahora.

– No, Dani, no me rajo. Pero tienes que comprenderlo. Además acordamos que yo quedaría completamente al margen.

– Lo estás. Pero encargaste el trabajo a un profesional y yo lo voy a hacer como un profesional. Después de aquella noche en el despacho sólo hemos vuelto a hablar de este asunto una vez, ¿recuerdas? Y tú me dijiste que tenía que avisarte antes para prepararte una coartada a toda prueba, ya que automáticamente serías una sospechosa. Bueno, pues te aviso.

– Tú también serás un sospechoso, Dani.

– Claro… Pero mucho menos. Además, cobro por correr un riesgo.

– Es que, si caes tú, puedo caer yo… Escucha… Quizá fue una locura lo que dijimos aquella vez. Sería mejor olvidarlo.

– No, Blanca. Hay dinero de por medio. Hay dinero para ti y para mí. Y también está de por medio la muerte de un hijo de puta. Nada de acobardarnos ahora, porque además lo tengo preparado de tal forma que no puede fallar. Ah… En cuanto a mi coartada, no te preocupes. Me voy a meter en cualquier bingo, donde quedará registrada mi entrada. Cuarenta y cinco minutos después saldré, pero nadie va a saber con exactitud si me he marchado un poco antes o un poco más tarde de la hora decisiva. Desafío a cualquiera a que trate de montar una acusación sobre ese dato.

– ¿Cuál… cuál es la hora decisiva, Dani?

– Más o menos la una de esta madrugada.

– Escucha… Sabes que soy una mujer decidida y sabes lo que siento, Dani, pero también comprenderás que tengo el corazón en un puño. Necesito que me asegures una cosa… No vamos a echarlo todo a rodar, ¿eh? júrame que no vas a tratar de hacer eso con Eduardo en un bingo.

Daniel Ponce casi rió, aunque en su risita hubo un deje de desdén y de reproche.

– Nada de nombres por teléfono, nena. Por muy segura que estés que nadie te oye, no repitas ese nombre, ¿entiendes? Y ahora tranquilízate. Tu voz no me gusta nada, pero es que nada… Casi me arrepiento de haberte llamado. Aunque he de decirte que puedes confiar en mí. La cosa no la haré en un sitio público, naturalmente que no. La haré en su parking.

– ¿Cómo? Daniel Ponce se lo explicó muy brevemente. Hubo luego un largo silencio. Un dramático silencio. Sólo se oía la respiración agitada de la mujer al otro lado de la línea.

– ¿Blanca…? ¿Estás ahí?

– Sí, Dani.

– Bueno. Pues valor.

– Lo… lo tendré.

– Oye, ahora vamos a lo práctico, coño, que tú tienes que hacer muy poca cosa, pero al menos hazla bien. Te decía que acordé contigo avisarte para que te prepararas una buena coartada, y yo cumplo mi papel paso a paso. Ahora cúmplelo tú. Desde este momento hasta las tres de la madrugada al menos, tienes que estar rodeada de gente y en un sitio bien visible. Y el manso de Ricardo Arce también, ése sobre todo. Pueden pensar que ha hecho la faena por encargo tuyo.

– Sí, Dani.

– Está bien, pues dime más o menos lo que vas a hacer. No es que yo pinche ni corte, pero es para que no haya ninguna contradicción cuando nos interroguen por separado.

– ¿Es que?…

– Claro que sí, puñeta, claro que sí. A ver si somos realistas de una vez. No pretenderás que ése aparezca donde va a aparecer y luego no interroguen a nadie. Aquí harán hablar hasta al obispo. Por lo tanto conviene no dejar cabos sueltos.

Hubo otro largo, denso, dramático silencio. Por fin, la voz de Blanca susurró:

– Sí, Dani.

– ¿Tranquila?

– Tranquila, Dani.

– Entonces dime lo que vas a hacer.

– Es que así de repente… Tienes que hacerte cargo, Dani… Yo…

– Joder con las mujeres. Primero te dicen que te saques el pito y luego resulta que se van a misa. Ya sé que te he avisado con poco tiempo, pero no pretenderás que en un caso así te envíe una carta certificada con acuse de recibo. Tienes tiempo mas que suficiente. Vamos a ver. Piensa.

La voz de Blanca Bassegoda casi saltó al decir:

– Ya lo sé. Los Robles.

– ¿Qué pasa con ellos?

– Son personas por encima de toda sospecha. Hace un par de noches que organizan en su casa un torneo de bridge. Como es aquí cerca, yo puedo llamar a Richard para que venga en seguida, presentamos los dos antes de media hora y estar allí hasta que todo el mundo se vaya. Antes de las tres seguro que no. El pobre Robles se quedará dormido en una butaca, pero su mujer ni hablar. Vaya una.

– Pues adelante, Blanca. No pierdas un minuto.

– Dani…

– ¿Qué?

– No… Nada. Estaba insinuándose al otro lado de la línea una especie de sollozo.

Dani colgó. Leche de mujeres.

Daniel Ponce no perdió tiempo al salir de la cabina telefónica. Palpó el cuchillo de monte comprado una semana antes en una tienda del Clot, por donde no había pasado nunca ni en muchos años volvería a pasar. Luego se deslizó por la calle de Provenza y echó una primera ojeada a los coches estacionados allí. Los había para todos los gustos, y el noventa por ciento de ellos completamente indefensos. Eligió un viejo Seat 1430 que no llamaba la atención ni por su matrícula, ni por su color, ni por sus accesorios, ni por sus manchas blancas en la tapicería. Pero no se lo llevó aún. Sólo lo «marcó», porque necesitaba estar seguro de que su dueño lo pensaba dejar allí toda la noche.