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Para sus planes era esencial que el robo del coche no estuviera denunciado cuando el cadáver apareciese. El manso del Seat no echaría en falta su vehículo hasta la mañana siguiente, y para entonces ya habría aparecido el cadáver de Eduardo Contreras al lado mismo. Por lo tanto no tendría en su favor esa mínima presunción de inocencia que es la denuncia, y le costaría trabajo demostrar que ni él ni su círculo de amistades tenían la menor relación con el asesinato. Cuando la policía abandonase por agotamiento aquella pista, ya habrían pasado semanas. Y una regla de oro del crimen es que el tiempo nunca trabaja a favor de la ley.

Pero ésa era sólo una parte del plan. Las otras piezas del montaje también tenían que existir y también tenían que encajar. Dani fue al Club Helena, en la Diagonal, un bingo donde no había estado nunca y donde por lo tanto hubo de registrarse. Miró su reloj y calculó que faltaban unos cuarenta y cinco minutos para que terminase la película. No le quedaba tiempo que perder.

Sin embargo sus movimientos fueron tranquilos, perfectamente normales. No denotó el menor nerviosismo. Compró varios cartones, dos cada vez, y en uno de ellos tuvo la suerte de cantar línea. Eso no sólo le permitió ganar casi diez mil pesetas, sino principalmente cobrarlas y hacer que le viesen. Jugó un par de cartones más, pero ahora ya contando los minutos. Exactamente treinta y dos después de haber entrado se levantó, sonrió a la empleada, fue a los servicios y de allí a la calle. No pudo evitar una sensación de frío al pensar que el 1430 hubiera desaparecido quizá. Cierto que podía elegir otro, pero no en un sitio tan discreto y favorable como aquél. Buscar uno parecido le haría perder unos preciosos minutos.

Tuvo suerte, de la misma forma que la había tenido en el bingo. El Seat estaba. No había elegido la marca al azar, puesto que la llave maestra que llevaba era especial para aquella clase de cerraduras. Abrió sin dificultad, con el gesto de indiferencia que hubiese tenido el verdadero dueño, se encajó los guantes, pasó un pañuelo por los bordes de la cerradura y se situó ante el volante. Tenía la sensación de que el tiempo estaba volando, de que los minutos pasaban como si fueran segundos. Respiró hondo y musitó para sí mismo: «Cálmate, Dani, jodido, cálmate…» Luego hizo el puente con habilidad, y el motor se puso en marcha.

Condujo con mucha suavidad. No podía permitirse el lujo de provocar un accidente. Cualquier relación entre él y aquel coche tenía que quedar descartada desde el principio. En un semáforo, para calmar sus nervios, se puso un cigarrillo en sus labios y lo encendió calmosamente.

De pronto el corazón se le quedó paralizado. El cigarrillo estuvo a punto de resbalar de entre sus labios sin fuerzas.

Balbució:

– No… El motorista detenido a su lado, ante el semáforo, estaba golpeando el cristal del conductor con suavidad, pero con insistencia. Un motorista con uniforme azul, con casco blanco, con todos los escudos que la Guardia Urbana ha inventado desde que fue parida. Daniel Ponce sintió aquel sudor de hielo hasta en lo más profundo de sus ingles.

Bajó el cristal, procurando que su mano no temblara. Y procuró que tampoco temblara su voz al susurrar:

– Diga, agente.

– ¿Usted es siempre tan distraído?

– ¿He hecho algo mal? No veo que me haya saltado ningún semáforo… Mire, estoy parado igual que usted.

– No es por el semáforo. Es por las luces. Tendría que haberse dado cuenta de que las lleva apagadas y de que a estas horas es usted un peligro en la vía pública.

Daniel Ponce trató de sonreír.

– Di… diablos… Perdone… Uno, a veces, piensa en todo menos en eso. Pero me hubiese dado cuenta más adelante, seguro. Además ya ha visto que no iba de prisa.

– ¿Es suyo el coche? Dani tragó saliva, aunque procuró desesperadamente que la sonrisa siguiera flotando en sus labios.

– Sí, claro que sí -contestó con aplomo-. ¿Quiere ver la documentación?

– No, no hace falta. Encienda las luces y procure estar más atento a la conducción. Vamos, siga.

– Gracias, agente. Dani siguió, pero no demasiado aprisa. Tenía interés en que el motorista pasara delante para que no se fijara en la matrícula. Se secó con dos dedos las gotitas de sudor que había en su frente y reemprendió el camino extremando las precauciones. Cuando enfiló la entrada del parking tuvo la sensación de que ya había pasado un siglo. Le estremeció la idea de que el Porche rojo ya estuviera allí. ¿Qué diablos le iba a decir a Eduardo Contreras si ambos llegaban a verse?

Pero no. Por si no lo hubiera comprobado en otras ocasiones, Dani constató una vez más que el tiempo es la cosa más relativa que existe. Todo estaba en orden. Una ojeada a su reloj le bastó para darse cuenta de que no se había apartado prácticamente nada del horario previsto. Suspiró hondamente, puso primera, pasó ante la máquina, retiró su ticket y entró. Ni él distinguió al único empleado, que dormitaba en la taquilla, ni el empleado pudo distinguirle a él.

Guardó el ticket en el bolsillo superior de su americana. Desde luego, era la primera cosa de la que tenía que deshacerse cuando saliera de allí, porque el ticket le ligaba a una hora determinada y a un parking concreto. «La primera boca de alcantarilla», pensó mientras descendía al sótano. «Una bolita de papel que nadie encontrará jamás.»

Volvió a suspirar al darse cuenta de que todo estaba saliendo según lo previsto. En el lugar vacío del Porsche estaba escrita efectivamente la palabra «Reservado». Y las dos plazas laterales se encontraban vacías también. Apagó el cigarrillo y lo depositó asimismo en el bolsillo superior de la americana, junto al ticket, porque no quería dejar en el Seat ni una colilla suya. Luego aparcó correctamente, cerró el contacto, bajó la ventanilla derecha, dejó la puerta sólo entornada, comprobó un par de veces que se abría sin ruido, escondió el cuchillo en la manga y se tumbó en los asientos delanteros, poniendo primera para que no le molestase tanto el cambio de marchas.

Ahora, por el contrario, el tiempo pareció detenerse. Ahora no corría, ahora era como un poco de agua olvidada en el fondo de una botella sucia. Daniel Ponce sintió que le dolía la espalda, que se le dormían las piernas, que se le secaba la boca. Cuando oyó el ruido de un coche que bajaba al primer sótano, estuvo a punto de pegar un brinco.

Pero no, no se trataba del bólido de Eduardo. El que se movía con escasa pericia por aquel mundo desierto de la noche producía el típico ruido de un motor diesel. Y el conductor debía de andar algo nervioso, porque pegó tal trompazo a la pared con el spoiler trasero que por poco no se mueve todo el garaje. Dani se acordó de todos sus muertos mientras pensaba en la posibilidad de que el empleado de arriba lo hubiese oído y bajase. O que mientras aquel cabrón estaba perdiendo el tiempo allí llegase Eduardo, aparcara el Porsche, cerrara y se fuese. Mierdas, que sois unos mierdas, que lo único que habéis aprendido en la escuela de conducir es a meneárosla en primera, segunda, tercera y cuarta.

Por fin oyó el chasquido de las puertas, una risita de mujer, un gruñido de hombre, un muy femenino «Espera, coño» y un muy académico: «Amo al apatamento, que te voy a follá bien follá.»

No cabía duda. La ciudad progresaba. Y luego otra vez el silencio. El tiempo que no corre. El fondo de agua en la botella sucia. Por fin todos los sentidos de Daniel Ponce se pusieron en tensión. Por fin el rugido poderoso e inconfundible del motor, de sus miríadas de cilindros en línea, en «uve», en cascada, en cruzado mágico. Por fin el suave chirrido de los neumáticos ancho especial, bandas de seguridad, dibujos con profundidades de vagina y con suavidades de piel de niña. «Demonios -piensa Ponce-, yo nunca me he reído de los que se empinan viendo un coche, yo ya no me río de nada, porque antes había sólo dos sexos, luego llegó el tercero, el de los travestís, y ahora los jóvenes están empezando a sentir el cuarto, el de los inyectores electrónicos que te soplan aires de virtud en el esfínter.» Ponce tensa los músculos, se prepara, oye el rugido del motor prácticamente encima.