Выбрать главу

– Claro que soy un anticuado -susurró Albert-. Pero algún día, cuando todas las técnicas hayan sido superadas, se volverá a la medicina bíblica de la imposición de manos, que es al fin y al cabo la medicina de la confianza. En todo caso, cuando se tiene delante un cáncer terminal, es la única medicina que aún sirve para algo.

Acabó de vestirse, se peinó en el cuarto de baño, se pasó por la cara un poco de agua de colonia. Recuperó el reloj del padre y se dio cuenta de que era temprano: no había sonado aún la medianoche. Los hombres rutinarios como él ya estaban en la cama, ligados a la esclavitud de la mañana que se acerca y en la que tendrás que estar en pie, soldado, pero los bares aún estaban abiertos, los cines funcionando, los periodistas ante las máquinas, los travestís de la Rambla de Cataluña esperando su primer coche, su primer francés de urgencia, su primera náusea. La ciudad vivía. Maldito imbécil que miras las paredes, tú ni siquiera sabes lo que es eso.

Salió a la calle. Clara no había vuelto a abrir los ojos. Muchos años antes, siglos antes, cuando el discípulo de Felipe II vivía en El Pardo, ella saltaba de la cama y le acompañaba hasta la puerta cada vez que Domingo Albert tenía que hacer una visita. Hubo un tiempo en que incluso le esperó despierta.

Más tarde se limitó a abrir un momento los ojos y a decirle adiós. Ahora ni siquiera volvía la cabeza. ¿Para qué?

Las últimas consecuencias lógicas. La última pared de la última habitación de la última casa. Domingo Albert deambuló al azar, puesto que no tenía que ir al piso de ningún señor Deu. El señor Deu no existía, y probablemente Clara ya lo había imaginado, pero le importaba poco. Ascendió por las Ramblas, desfiló ante los quioscos abiertos (el último libro sobre los secretos del socialismo español, el último método para llegar a ser padre leyendo fascículos, la última revista con el último culo descubierto por las fuerzas vivas del país) y llegó a la Plaza de Cataluña. ¡Cómo había cambiado todo, diablos! Los quioscos respiraban libertad. De noche no se apreciaba tanto la gran miseria colectiva, y al menos la ciudad vibraba. Una muchacha repartía propaganda del PCC, un hombre exhibía una pancarta para que la gente se adhiriese espiritualmente a una huelga que iba a tener lugar en Sants, en la Bordeta, en Pueblo Nuevo, no se sabía dónde. Un extranjero pedía dinero para la cena de alguien que parecía estar en Düsseldorf. Un marica estaba a punto de convencer a un guardia urbano sobre los derechos intangibles de su sexo.

El médico cruzó la parte final de la calle de Pelayo y se metió en el Zurich, viejo café de dientes en paro, de hippies a la roña, de poetas desesperados que esperaban cambiar su último cuaderno de versos por un revólver Colt. Algunos extranjeros despistados contemplaban las estrellas desde la terraza, oh, Barcelona beautiful, mientras los camareros contaban las propinas, rubia a rubia, y maldecían su destino. Arriba, en el altillo, un empresario intentaba convencer a los dos únicos obreros que le quedaban de que las cosas cambiarían cuando su industria entrara en el Mercado Común. Trabajándose un porvenir mucho más inmediato, un periodista trataba de poner cachonda a su acompañante hablándole en rigurosa primicia de la última obra de un filósofo turco.

Sí, qué cuerno. Al menos la ciudad vivía. Domingo Albert se sentó en la terraza, contempló las estrellas, -oh, Barcelona, take care-, pidió un cortado, encendió un cigarrillo, cerró los ojos, trató de captar la vida que bullía en torno suyo, sintió la mano que se deslizaba hacia su bragueta. Abrió los ojos de golpe.

– Pero, Méndez… ¿qué hace usted aquí?

– Nada, hijo. Es que se le había caído una brasita del cigarrillo y se le podía originar un incendio Dios sabe dónde. Yo sólo quería sacudírsela. Estaba en un lugar malísimo.

Y añadió cautamente: -Oiga, no me habrá tomado por un marica, ¿verdad?

– Y si le hubiera tomado, ¿qué?

– Pues que me alegraría mucho. Significaría que soy un hombre de porvenir.

Domingo Albert suspiró resignadamente.

– ¿Me está siguiendo, Méndez?

– ¿Yo? Qué más quisiera, hijo. Me cansaría mucho si tuviera que ir detrás de un hombre como usted. Yo sólo puedo seguir a los fundadores de la Asociación de Inválidos Civiles y a los simpáticos miembros de la Organización Nacional de Ciegos. Últimamente los jefes se han dado cuenta de eso, y estoy obteniendo grandes éxitos. No se me escapa ni uno.

– Entonces, ¿qué hace usted aquí?

– Nada en especial. Vengo al Zurich muchas noches, muchas. Es el núcleo de sospechosos más importante que hay en la ciudad, y además cae céntrico. Si usted me envía a buscar sospechosos al Tibidabo, ya es otra cosa.

– Más le valdría vigilar sus calles.

– No crea. En mis calles todo el mundo se conoce, y si se prepara un delito lo sé una semana antes. A veces, viendo pasar a un tío desde el balcón de la comisaría puedo decir cuánto va a tardar en matar a su suegra.

Méndez bebió un sorbo de su copa de anís Machaquito y añadió:

– Claro que celebro encontrarle aquí, doctor Albert. No le costará trabajo decirme si ha vuelto a saber algo de Wenceslao Cortadas.

– ¿Qué voy a saber? Aquel hombre es una vieja historia. Me extrañó que usted la resucitase.

Soslayando la interrogación que palpitaba en aquella frase, Méndez susurró:

– He pensado que podía estar herido, enfermo… i Qué sé yo! Ya ha de ser un hombre bastante viejo.

– ¿Y qué?

– Nada. Que necesitaría un médico.

– ¿Y cree que al cabo de tantos años podía haber venido a mí? Qué absurdo.

– Bueno… No hay cosas enteramente absurdas en este mundo. Confieso que a veces he vigilado su casa, doctor Albert. A mí los servicios de esquina se me dan muy bien. No te cansas, ves pasar tías buenas y acabas haciendo amistades. Incluso los de los bares ya te conocen, y al final te hacen rebaja.

– ¿Por qué ha vigilado mi casa, Méndez? ¿Es que desconfía de mí? ¿Debo tomar eso como una ofensa?

Méndez no contestó. Tenía la mirada perdida. Pero la suya volvía a ser la mirada de la serpiente vieja.

– ¿Qué tal aquel profesor de piano? -susurró.

– ¿Qué profesor de piano?

– Me he enterado de que se llama Marcos Gil.

– ¿Y qué?

– Su esposa va a verle con frecuencia.

– Sí. Le da clases.

– ¿A diario?

– Bueno, supongo que es a diario. No tengo tiempo de ocuparme de un detalle así. ¿Por qué?

Méndez bebió imperturbable otro largo sorbo de aquel anís que abrasaba. Su mirada seguía estando perdida.

– Tiene algún huésped ese profesor de piano? -Preguntó- ¿Alguna persona realquilada?

– ¡Hombre! ¡Qué va a tener! -Y, de pronto, en la cara de Domingo Albert se marcó una expresión de alerta-. Oiga… No habrá tenido la idea absurda de que Wenceslao Cortadas puede estar refugiado allí, ¿verdad?

– Yo tengo una montaña de ideas absurdas -susurró Méndez-, y una de ellas ha sido que Wenceslao Cortadas podía haber necesitado su ayuda, para lo cual habría tenido que ir a su casa. Por eso la vigilé. Pero no ha dado ningún resultado, ¿sabe? En fin, ahora perdóneme. Tengo que hacer un servicio.

Fue a la puerta de los lavabos y la aporreó mientras gritaba:

– ¡Manolo! ¡Cojones! ¡Venga, que ya está bien! ¡Sal con las manos en alto o envío esto abajo!

– No se atreverá, Méndez -,dijo una vocecita desde dentro además no puede.

– ¿Cómo que no puedo? ¡Hostia que no! Si me acaban de admitir en los GEO!

– Méndez, quiero que llame a mi abogado -gimió la misma vocecita.

– A tu abogado lo he detenido esta mañana. El de dentro debió de sentirse derrotado. Abrió. Era un hombrecillo de tez lívida, que salió con las manos en alto mientras balbucía:

– Creí que… que no me había visto, Méndez. -Claro que no te había

Pero cada vez que entro en un café oigo el ruido puerta-water al cerrarse. ¿Qué pasa? Que un tío se ha metido en él andando a cuatro patas, hostia. Cada vez que entro en un café y quiero detener a alguien, ya sé lo que he de hacer: aporrear la puerta-water.