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– Pero si no me ha visto, ¿cómo sabía que era yo? -dijo el tío de la vocecita.

– Porque le he preguntado a un camarero de quién era el café con leche que estaba en una mesa, sin nadie delante. Otra vez a ver si te llevas la consumición padentro, macaco.

Y añadió, mientras sujetaba al tío por el cogote:

– Venga la mierda.

– No… No llevo nada, señor Méndez.

– Cabrón, joputa.

– Le juro que no llevo nada… Regístreme.

– La has tirado por el water, ¿no?

– Pruébelo.

– ¿La has tirado por el water sí o no?

– Es posible.

– Maricón de playa.

– Bueno, ¿pero a qué viene tanta cosa, señor Méndez?

– Macarra de monjas.

– Joder, que no hay para tanto… Yo soy un camello de cuatro chavos. Las dos tonterías que llevaba las he tirado y ya está. ¿Qué pasa?

– Pasa que yo las podía haber vendido en beneficio de los niños de San Juan de Dios.

– La madre que lo parió, señor Méndez. Lo digo con todos los respetos, señor Méndez. Pero usted lo que quería era pillarme con pruebas para que me metieran en el talego.

– Al talego te llevo yo no por camello, sino por soplapollas. A ver si crees que necesito pillarte con unos gramos de mierda para saber lo que hay que hacer contigo. Hala, vamos a la comisaría y hablamos como buenos amigos. Repasando los archivos ya verás lo que te encuentro.

– Joder, me va a cargar la muerte de Durruti.

– Pues podría ser. Empujó al detenido, sacándolo del lugar donde no había nadie para llevarlo en conducción ordinaria al sitio donde había gente. Pero en seguida lo soltó mientras susurraba:

– Hala, fuera. Y otro día elige para los contactos otro sitio que no sea tan honrado como éste.

– ¿Pero qué pasa, señor Méndez? ¿Por qué me suelta ahora?

– Cagontumadre… Te suelto porque me sale de las pelotas. O porque eres un desgraciado. O porque sé que llevas tres años parado. O a lo mejor porque me acabo de acordar de que tú no mataste a Durruti, maricón, que eres un maricón. Hala, a la calle a hacer chapas. Acaba de llegar la Navy y hay mucho negro suelto que quiere saber cómo es un culo blanco. Te vas a forrar, jodido. Venga, a la calle. Que te den.

El hombrecillo salió disparado. No perdió ni un segundo. Y ya casi en la puerta susurró en la cara del hombre bien vestido que acababa de entrar y que aún no le había visto:

– ¡Ojo! ¡El Méndez!

– ¿Quién?

– Méndez, hostia! Aquel bien vestido y que se lavaba todos los días tenía demasiada altura para haber oído hablar alguna vez del planeta en que se movía Méndez. Por eso vaciló. Por eso se movió demasiado tarde. Cuando quiso llegar otra vez a la puerta, ya tenía encima a aquel viejo vestido como si viniese de un funeral. Méndez no tenía fuerza para sujetarle ni iba a usar allí su pistola, que además llevaba descargada casi siempre. Algunas veces, después de cenar en según qué restaurantes, le había bastado echar el aliento a la cara del enemigo para que éste quedase K.O., pero ahora hasta el aliento le olía bien. Por lo tanto tuvo que suplir todas esas desventajas con la mala leche. Sujetó por la corbata y por los testículos al tío bien vestido mientras le soltaba la frase de rituaclass="underline"

– Te voy a afeitar el capullo. Luego le retorció los testículos y lo derribó sobre una mesa. La gente se había puesto en pie: algunos chillaban y otros aplaudían. Aquello no se había visto nunca en el Zurich, aunque algunos camareros tenían vaticinado que acabaría sucediendo. Uno de ellos gritó: ¡Señor Méndez, que ésta es una casa seria! ¡Déjelo de una puñetera vez y no vuelva por aquí!

Méndez no le oyó. Sabía que ahora tenía en sus manos a un distribuidor de mediana categoría y sabía también que ese distribuidor podía llevarle más arriba, aunque arriba, lo que se dice arriba, nunca llegaba nadie. Mientras lo mantenía tumbado boca arriba con la mano izquierda, levantó con la derecha un vaso y se lo estampó por el borde contra la nariz y la boca. Un simple vaso de cristal grueso puede ser un arma de las que le dejan sin cara a uno. La sangre saltó en todas direcciones, salpicando el velador. El tío bien vestido lanzó una especie de estertor agónico mientras los ojos se le llenaban de lágrimas, porque además el golpe le había hundido el tabique nasal. Los espectadores gritaron de nuevo. Un par de ellos seguían aplaudiendo rabiosamente. Desde la terraza exterior subió un turista que empezó a animar a Méndez:

– ¡Dale! ¡Dale! ¡jóooooooooooodelo! Méndez no necesitaba que le animasen. Rompió los bordes del vaso contra la mesa y se quedó en la mano derecha con una serie de cuchillos de cristal que podían desgarrar cualquier garganta humana. El hombre que estaba doblado sobre el velador aulló:

– ¡Por favor! ¡Noooooooo!… Méndez gruñó:

– Ahora llama a un ahogado, joputa.

– ¡Suelte eso! ¡Suélteloooooo!…

– Muy bien. Pero todo depende de ti. Vuélvete de espaldas y pon las manos atrás. Si haces una sola cosa que no me guste, te clavo los cristales en la nuca.

El tío se dio tanta prisa en obedecer que por poco tumba el velador. Méndez masculló. Ondia, a ver si ahora me he dejado las esposas.

Por fin las encontró, hizo un hábil movimiento -porque práctica en eso sí que tenía- y las encajó sin contemplaciones en las muñecas del detenido, que lanzó un grito de dolor. Luego lo puso en pie sujetándolo por el pelo.

– Que alguien llame al 091 -ordenó-. Voy a llevarme a este buitre. Lástima que con las manos en esa posición no se va a poder hacer una paja.

Salió empujándolo. Los clientes de la terraza, sobre la Plaza de Cataluña, no le prestaron apenas atención, aunque algunos mostraron especial interés en taparse las caras con los periódicos o con cualquier cosa que tuviesen a mano. Domingo Albert quedó solo con sus pensamientos en el café de otra época, en la gran sala que de pronto parecía muerta, bajo la luz irreal que ya había alumbrado a varias generaciones de fantasmas. Hundió la cabeza mientras sentía muy dentro de sí toda la soledad que Barcelona puede dar a sus hijos. Los dedos le temblaron en los bordes de la mesa mientras sentía en ellos, como nunca lo había sentido, el fluir del tiempo.

Y entonces la vio entrar. Era también como un fantasma, pero tenía en la cara y en los ojos esa belleza un poco irreal que sólo tienen las mujeres solitarias, las mujeres que aún no han sido alquiladas por la vida, y por lo tanto aún están a tiempo de moldearla a su manera, esas mujeres cargadas de soledades, de secretos, de pensamientos que sólo ellas conocen, de otras luces irreales en otros cafés donde no se han visto acompañadas por nadie. Allí estaba con su bastón, tac-tac, con todos sus mundos ocultos, con su cadera vacilante, con sus ojos perdidos pero que quieren ver la vida hasta en la última sombra del último rincón de la ciudad, maldito sea tu bastón que ni siquiera puede ser blanco como el de los ciegos, que debería ser negro como los de los muertos. Maldita sea tu enfermedad que no te ha dado más que una cama, una ventana y unas viejas canciones en el fondo de tu memoria. Pero yo te devolveré la esperanza, caminaré contigo, te ayudaré a descubrir de nuevo esta ciudad tan distinta, leeré los pensamientos en tu mirada, haré que me des una lengua de puta y yo te daré unas caderas de novia. La vida que nos quema dentro nacerá un día para los dos, Marta Estradé, y tú correrás por las calles, y yo no tendré que oír nunca más el doble crujido de mi cama. Tac-tac, la vacilación de Marta Estradé, su expresión de asombro al verle, tac-tac,, el bastón que se acerca.

– ¿Pero qué haces aquí? Ella se dejó caer en una silla, al otro lado del velador, dominando el dolor de sus piernas.