La mujer se apartó un poco, subió un peldaño más como si quisiera que las sombras la cubriesen mejor.
– Antes iba a decirte algo -musitó-, pero no me he atrevido. En fin, es muy sencillo: si buscas una dulce inexperta, tampoco lo soy. Me he acostado con algunos hombres.
– ¿Con quiénes?
– Con dos compañeros de las manifestaciones, gente que se jugaba la cara por mí.
– Yo no te he preguntado nada de eso, Marta.
– Pero yo quiero decírtelo.
– Bueno, yo supongo que la lucha clandestina, o casi clandestina, crea sentimientos muy intensos… y también compañerismos de toda clase. Que tuvieses dos amigos íntimos entre los luchadores me parece natural. Lo extraño hubiese sido lo contrario. Ya te habrías parecido a mi mujer, que no tiene amigos en ninguna parte.
– No es sólo eso. Hace pocos días me acosté con un hombre. Fuimos a un sitio de pago, un sitio donde van las parejas de la burguesía: la Casita Blanca.
Domingo Albert cerró un momento los ojos, queriendo disimular la lucecita amarga que estaba pasando por ellos. Y susurró:
– Carlos Bey, claro.
– No.
– ¿Pues quién?
– Uno que no conoces. Podría decirte que fue un cualquiera, pero que también estaba lleno de ansias de vivir. Creo que fue eso lo que me contagió: el deseo de no seguir siendo mi propio recuerdo.
– ¿Disfrutaste?
– ¿Por qué me lo preguntas? ¿Piensas que una mujer es menos culpable cuando no disfruta?
– No sé… Perdona, ha sido una tontería. No me contestes.
– ¿Y por qué no? Me he propuesto ser absolutamente sincera conmigo. Y en este sentido he de decirte que no disfruté.
– ¿Volverías a hacerlo?
– No.
– Gracias, Marta.
– ¿Por qué? ¿Por mi confesión? ¿Vale la pena la confesión de un mueble?
– Porque has dicho que no volverías a hacerlo. Marta Estradé movió la cabeza violentamente.
– Todos los hombres sois en el fondo unos cochinos burgueses -dijo-. Lo vuestro, vuestro.
Pero le había asido las manos con fuerza, con mucha fuerza. Y estaba llorando otra vez.
El hombre a quien Marta Estradé se había referido sin nombrarlo estaba en aquel momento mirando la Diagonal desde una de las ventanas de La Oca, un restaurante-granja-bar de negocios para clientes que quisieran arrancar urgentemente algún bisté y alguna peseta. A la hora en que Dani Ponce se había situado allí, sin embargo, los negociantes desesperados habían sido sustituidos por audaces parejas que querían arrancarse mutuamente un polvo, aunque sin ponerse de acuerdo sobre las condiciones del mismo. Algunas mujeres que hacían la ruta por la parte alta de Urgel y la calle de Buenos Aires se detenían a intervalos allí, ante las ventanas, y esperaban in situ una clientela formada generalmente por ejecutivos en crisis, y algunas veces por expresidiarios que habían alquilado un traje. La Plaza de Francesc Maciá iba quedando en sombras, surcada solamente por coches de gente que no pagaba, por coches de agentes de cobros y por coches de abogados que trabajaban para ambos a la vez. La ciudad seguía estando viva e iba hacia el progreso, ya no podía dudarlo nadie.
Los ojos de Daniel Ponce escrutaron la Diagonal más allá de las dos o tres mujeres paradas, más allá de los dos o tres imposibles clientes en paro que las contemplaban. Eduardo Contreras había terminado la primera parte de su paseo de todas las noches y regresaba desde la Plaza de Maciá a la calle de Muntaner. Aquel maldito era un reloj. Pero sin embargo algo había cambiado en él, algo que anulaba del todo los primitivos planes de Ponce: Eduardo Contreras no había vuelto al cine. Es decir, repetir la tentativa del parking, que una vez había salido mal por pura casualidad, era imposible. Acabar con Eduardo según el primer plan previsto requería inexcusablemente la presencia de la noche. Apuñalarlo durante el día en un parking donde sonaba un grito y acudía un inspector de Hacienda, era demasiada temeridad.
Dani Ponce terminó su coñac cuando el hombre al que vigilaba se hubo perdido entre las sombras. Sentía desde tiempo atrás que el nerviosismo subía por su columna vertebral y se le aposentaba, en la nuca… Él conocía bien aquella sensación: era la de la frustración, la del fracaso, la de la impotencia de su vida desde que Óscar Bassegoda dejó de ocuparse de él. La había tenido muchas veces. Un peso en la nuca que incluso llegaba a nublarle la vista. Pagó, se puso en pie y fue hacia el teléfono. Blanca le había pedido que la llamara siempre desde lugares públicos, ya que cabía la posibilidad de que el número de Ponce estuviese intervenido. No por él mismo, sino porque en aquel edificio había más de cuarenta despachos distintos, alguno relacionado con la política, y la probabilidad de que un par de números estuviesen «pinchados» era muy alta. La probabilidad de que, por error, estuviese también «pinchado» el de Ponce era en cambio muy baja, pero valía la pena tenerla en cuenta.
Por lo tanto marcó las siglas dé Blanca y esperó. Sabía que a aquella hora le contestaría directamente ella.
En efecto, oyó su voz un poco pastosa, un poco lenta.
– ¿Dani?…
– Hola, Blanca.
– ¿Qué hay?
– Bueno, pues lo que se dice haber no hay nada. Sigo vigilando, sigo buscando una oportunidad. Ahora mismo estaba controlando su paseo de todas las noches.
– Con eso no arreglamos nada, Dani.
– Sabes que hago lo que puedo.
– Y sé también que eres un profesional. Por lo menos creía que lo eras.
– Blanca, por favor… No nos pongamos nerviosos en una cosa así. Justamente porque soy un profesional quiero hacer las cosas bien, sin que haya un fallo. Estoy buscando una nueva oportunidad y la encontraré, no te quepa la menor duda.
– ¿Una oportunidad? La tenías en el parking aquella noche. Muy decidido tú, oye. Muy profesional, vamos. Me haces salir, me haces organizar una coartada de mil pares de hostias y luego, si te he visto no me acuerdo.
– Nada de ponerte nerviosa Blanca… No te crispes. No tuve la culpa de que aquella noche llegara cansado, o lo que fuese, y en vez de hacer maniobra para aparcar se metiese directamente de morro. Esas cosas pasan incluso en el plan mejor trazado. Porque el plan era bueno, óyeme, Blanca. Era bueno… Y lo hubiese llevado a cabo otra noche, pero el puñetero no va al cine. Después de las cuatro coñas que hace durante el día, deja el coche y en paz. Así no hay forma.
– ¿Qué obligación tiene de ir al cine?
– Antes iba con bastante regularidad.
– Pues ahora no le gustará ninguna película de las que hay en cartel. ¿Qué quieres que te diga? ¿Vamos a esperar a que repongan alguna del Pato Donald a ver si le hace gracia?
– Blanca, no estamos hablando en broma.
– Muy bien. A ver si te crees tú que hablo en broma. Lo que faltaba.
– Escucha… Quedamos en que te informaría hoy, y lo estoy haciendo. Algún resquicio habrá para hacer el trabajo, no te quepa la menor duda. Pero, por favor, repito que no te pongas nerviosa.
Hubo un silencio largo, quizá demasiado largo, al otro lado del hilo. Y Dani Ponce captó de pronto aquel sonido para él tan identificable, a pesar de que lo había oído muy pocas veces: el llanto de Blanca Bassegoda. Era un llanto lejano, débil, pero que sin embargo parecía sonar en el propio cerebro de Dani. Este decidió aguardar, arrojando unas monedas más a la máquina, porque sabía que el llanto y el sexo son los mejores calmantes que existen. Lo que pasa es que sólo el primero merece una cierta aprobación familiar.
En efecto, al cabo de unos instantes la voz de Blanca Bassegoda parecía un poco más calmada. Susurró:
– Perdona que me haya puesto así. Ya sé que las cosas tienen que hacerse como tú las haces, Dani… Pero es que todo se está poniendo imposible otra vez.