– Ya no podré, Blanca. Nunca podré volver atrás. Y quizá sea una lástima.
– ¿Por qué?
– Yo amaba mis calles, mi pequeño grupo de amigos… Esto es lo más fácil y lo más difícil de explicar del mundo. Amaba lo más sencillo, ¿comprendes? Si te digo que amé un pájaro te reirás de mí. Cierta vez recogí un pájaro herido, logré curarlo y conseguí que me acompañara a todas partes. Me pareció que había hecho algo importante. Qué imbécil, ¿verdad? Y logré saber exactamente qué día regresaría cada año una golondrina que anidaba en el balcón interior de la casa donde yo vivía. ¿No vas a reírte de mí? Ya ves: ésas me parecían entonces cosas que un hombre debe hacer. ¿Y el sexo? Bueno, una chica que confía en ti, que conoce tu escalera, que coincide con tus horarios, que un día te besa a escondidas de sus padres y que otro día te dice que ya tiene media docena de vasos para cuando se case y que ha visto un dormitorio a muy buen precio en una casa de muebles de las Rondas. Eso era yo hasta que fui a parar a la cárcel por defender a la brava a una de esas chicas. También me parecía que era exactamente lo que un hombre debe hacer. En mi mundo estaban las cosas tan claras y llegaban tan solas, tan por sus pasos contados, que me sentía seguro.
Los edificios de mi niñez me escoltaban, mis calles me hacían compañía. Quizá tú no lo entiendas, pero es que no sé explicarlo de otro modo.
Blanca susurró:
– ¿Y ahora no te sientes seguro?
– Tuve una vez una maestra que era una mujer de gran sabiduría -contestó él, sin mirarla-. Una maestra de las de entonces, sencilla y mal pagada, puesta en una de esas academias que están en un piso, una de esas academias en las que durante el día no entra el sol y en las que por la noche faltan bombillas. La maestra nos sugería la conformidad con lo que teníamos y una compenetración con los límites de nuestro mundo. Creo que en esa compenetración puede haber una buena dosis de felicidad y que ése es el secreto de la paz de muchos hombres. En fin… ¿pero cómo lo decía?… Sí: nos hablaba de un barquero que siempre navegaba por el río y que llegó a ser muy experto en él, de forma que nunca le había ocurrido ningún percance. Un día quiso escapar de sus límites, quiso saber lo que había río abajo, descubrió el mar, no pudo dominar el oleaje y se ahogó. La maestra era una mujer menuda, insignificante y maravillosa, que se sentía muy a gusto con su cine de los sábados y con su pájaro que la despertaba todas las mañanas. Pero yo un día, cuando ya era un chico mayor de los que están a punto de salir de la academia, le pregunté si no valía la pena correr el riesgo de ahogarse con tal de conocer el mar. Se quedó muy pensativa. Supongo que, como a muchas personas sencillas del barrio, no se le había ocurrido nunca esa otra variante de la historia.
– Tú tienes la sensación de haber descubierto ahora el mar, ¿Verdad, Richard?
– Sí, pero en todo este asunto hay una sola cosa importante: el mar me lo has enseñado tú. Yo solo no lo hubiera descubierto nunca. No hubiese tirado con la barca río abajo. Las cosas tienen importancia porque han venido de tu mano, y si tú desapareces dejarán de tenerla. Aunque a partir de ahora siga leyendo incansablemente y me convierta en uno de aquellos viejos presos políticos que no habían hecho más que usar la pistola y que en los años de cárcel descubrían los libros y era como si hubiesen nacido otra vez. Aunque me convierta en uno de ésos… Aunque vuelva al Palacio de la Música sin ti o visite solo las exposiciones de pintura que he visitado contigo. No será lo mismo. Me avergüenzo de confesártelo, Blanca, pero tú eres lo único que importa. Y a veces pienso que hace años, en una porquería de estudio de la Plaza Real, un hombre que quizá era como yo debió decir más o menos estas mismas palabras a tu tieta Nuria. No lo he conocido nunca y sin embargo es quizá el hombre al que mejor he comprendido en toda mi vida.
Miró por unos instantes la cara de Blanca y añadió:
– Es triste, ¿verdad? Tu tieta Nuria desapareció de la vida de aquel hombre.
– No fue culpa suya. Ella murió.
– Cierto… Ella murió.
– En cambio yo estoy viva -dijo Blanca Bassegoda. Y le miró fijamente. El silencio de la habitación. Sus labios que estaban cargados de una perfumada humedad.
Su bata entreabierta. Sus piernas de vedette Su rostro de colegiala. Sus pechos de puta. Fue ella la que bisbiseó con toda naturalidad:
– No me los muerdas. A veces me hacen daño. Y eso fue todo. Se acercó suavemente. Tenía la boca entreabierta y los ojos turbios. Tenía una crispación en los dedos. Tenía un suave temblor en las rodillas. Tenía entre las piernas una ansiedad que la penetraba y le subía hasta la garganta.
22. LO SIENTO POR LOS MUERTOS
MÉNDEZ seguía siendo un hombre de una extremada delicadeza moral y además sin pizca de imaginación erótica. Cuando vio de nuevo a Olvido en bañador pensó inmediatamente dos cosas: que la juez había engordado un poquito y estaba más apta que nunca para discutir con ella en la cama las leyes de Justiniano, y que si se dedicara a hacer caricias linguales con un sombrerito puesto aún estaría más estupenda. Méndez también la imaginó rápidamente apoyada de bruces sobre una mesa, leyendo el Código Civil, mientras él, situado detrás, le daba lo suyo por donde correspondía. Pero todas estas visiones de interés puramente artístico -sobre todo porque él ya no podía dar lo suyo a ninguna mujer, y menos por lugares que requerían tanto esfuerzo y tanta abnegación- se disiparon cuando saludó con sonrisa de conejo:
– Buenos días, señorita Olvido. Ella estaba tumbada en la arena, leyendo. Se volvió e hizo un saludo con la cabeza mientras miraba fijamente a aquel hombre vestido como para el traslado de los restos de un osario, con algunos indicios de caspa en las solapas y que además llevaba en la mano un divertidísimo libro titulado Reflexiones sobre el censo agrario de 1870.
– Méndez… ¿pero usted por aquí?
– Me han dicho que estaba pasando el fin de semana en Sant Salvador, y por eso he venido. No habrá alquilado otra vez aquella casa, ¿verdad?
– No, no… Tiene malos recuerdos para mí, y además no se puede alquilar una casa así para un fin de semana. Ahora estoy en un hotel.
– Imaginaba que, a estas alturas de la temporada, ya estaban cerrados.
– Qué va. Puede decirse que aún estarán abiertos todo el mes de noviembre. Viene mucho turista alemán de la tercera edad, ¿no ve?
Se puso en pie, se sacudió un poco la arena sobre la piel todavía joven y tersa y señaló la línea dorada de la playa. Pese a faltar mes y medio para fin de año, lo mismo Sant Salvador que Comarruga estaban muy concurridos aquel sábado. Los alemanes de la tercera edad evitaban el infarto haciendo marcha atlética hasta el borde del infarto, mientras esquivaban a los españoles de la primera edad que perseguían a sus perros. Algunas matronas de la burguesía aposentada hacían calceta junto a sus apartamentos, mientras hablaban de los precios y quién sabe si de orgasmos lejanísimos y seguramente gloriosos. Sus maridos jugaban a la petanca en la última frontera de la soledad olímpica. Junto a una de las casas más antiguas, los tres pintores más asiduos de Sant Salvador -Elvira André, Rosa Torralba y Joan Maeztu- seguían buscando la perfección que un día soñaron, cuando ellos y la luz aún tenían veinte años.
Méndez dijo:
– Hay que ver qué paz.
– No me venga con cuentos. A usted esto no le gusta.
– Bueno… Tampoco es eso. Leí hace tiempo que era recomendable respirar aire puro una vez al mes, aunque tengo la sensación de que me estoy pasando y de que esto puede acabar muy mal.
Olvido se puso una blusita, cubriendo sus senos casi desnudos pero manteniendo la exhibición de las piernas macizas, de los pliegues del pubis y de los bordes del bikini que eran incapaces de contener las arenas movedizas del culo, unas arenas movedizas en las que se podía ahogar -pensó Méndez- la virtud de un padre de familia o la piedad de un canónigo. Se había levantado un viento fresco, y a pesar de que en esas playas el sol calienta todo el año, los españoles de la primera edad buscaban el refugio de las casas, imitando la sabiduría de sus perros, mientras los alemanes de la tercera volvían al hotel, un-dos, un-dos, grossen merden, pensó Méndez. Olvido se abrochó la blusa, y de cintura para arriba volvió a asumir la dignidad de un juez, lo cual no afectó demasiado al viejo policía, porque según sus inalterables principios machistas la identidad de las señoras hay que buscarla de cintura para abajo. Y ay del que se complique la vida intentando hallar otras identidades.