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– ¿Usted cree que tendré suerte y me lucraré? Bueno, vamos a hablar como las personas decentes: ¿usted cree que ganaré algo de pasta gansa?

Salió de allí. De momento poco le quedaba por hacer, excepto esperar resultados. En su cerebro, donde ya se confundían las fechas, los nombres de las calles, los empleos de los hombres y sobre todo las edades de las mujeres, empezaba a germinar una idea clara. Pero tenía que probarla. Cuando llegase a la conclusión a la que esperaba llegar, sabría quién había matado a la niña a la que luego cortaron el pecho. Y sabría por qué lo hicieron concretamente allí, en la playa. Y sabría otras cosas, como por ejemplo la razón de que dispararan contra él en la Avenida del Tibidabo una noche solitaria. Y de que en la torre de la Vía Augusta enviaran por los aires un cuchillo contra Carlos Bey.

Todos estos hechos, aparentemente dispersos y sin lógica, se iban agrupando en el cerebro del viejo policía. Iban tomando forma, iban insinuando nombres, aunque a Méndez le faltaba probar el hecho fundamental. Y para eso no necesitaba hacer grandes cosas: sólo dejar pasar un poco de tiempo.

Hizo una entrada triunfal en la comisaría y se encontró con Castillo, policía ya jubilado (o sea ligeramente mayor que Méndez, pero más en buen uso que él) quien venía a hacerles una visita y a hablar de las gloriosas redadas de otro tiempo, cuando se empezaba el brillantísimo servicio deteniendo por rojo al sereno de la demarcación. Castillo había estado en la Social, practicando registros domiciliarios, y llevado de su fino olfato había efectuado detenciones memorables, como la de un periodista deportivo que luego llegó a ser amigo de Méndez. La cosa había ido exactamente así:

Castillo había entrado en el domicilio del periodista, que pese a estar en la sección de deportes tenía amplias “aficiones culturales” y ya al poner los pies en el recibidor había entrevisto una habitación con una biblioteca. Eso le demostró que su olfato no le engañaba: acababa de entrar en la guarida de un rojo peligrosísimo. «Vaya, hombre… De modo que encima una biblioteca.»

Y la había repasado con ojos ávidos. Muchas novelas, mucho Pérez Galdós, algún Pereda, algún Blasco Ibáñez… Y de pronto un grueso libro: El Capital. Pero los ojos de Castillo habían pasado por encima del título sin que en ellos se insinuara la más mínima sospecha. ¿Por qué iba a recelar de un libro titulado El Capital? ¿No estaba sirviendo él, Castillo, a un régimen capitalista? Pero al cabo de unos instantes alzó los brazos. ¡Al fin! Allí estaba un libro titulado La República, de un tal Platón. Castillo se volvió hacia el periodista y le gritó: «¿De modo que La República, eh? Y encima lo tienes ahí, para hacer propaganda. Pues te has caído con todo el equipo, cabrón.»

Y se lo llevó convenientemente detenido. Ahora Castillo hablaba de los viejos tiempos, pero Méndez ni le escuchaba. Con la mirada perdida en el balcón, a través del cual llegaban los mil rumores de la calle, Méndez estaba pensando de pronto en algo que hasta entonces le había pasado casi inadvertido: tenía que proteger la vida de Carlos Bey. Porque Carlos Bey no lo sabía muy bien aún, pero estaba en inminente peligro de muerte. Incluso era posible que lo hubiesen eliminado ya. O que se dispusieran a hacerlo. Y él jamás sospecharía de dónde venía el peligro.

Méndez pensó que había lamentado de verdad la muerte de la niña en la playa. Y que lo sentiría mucho si mataban a Carlos Bey.

Incluso era posible que se pusiese calcetines negros.

23. LA ENTREVISTA

LA VOZ sonó en el teléfono de la mesa de Carlos Bey. Era una voz fingida, alterada, eso se notaba en seguida. Pero no es tan extraño que gente que llama a los periódicos disimule la voz, de modo que Bey ni siquiera se inmutó al preguntar:

– ¿Pero de qué me habla usted? El aparato, después de una tarde excepcionalmente tranquila, se había puesto a zumbar a las nueve de la noche. La voz algo gangosa, algo lejana, pero perteneciente a un hombre, había preguntado:

– ¿Carlos Bey?

– Sí, dígame.

– Tengo una noticia que le interesa. Las noticias transmitidas por teléfono suelen interesar más al que las da que al periodista que las recibe, pero Carlos Bey dijo por pura educación:

– Muchas gracias. Explíqueme, por favor.

– Es sobre el asunto de la Zona Franca. Sobre el enorme chanchullo que usted sabe.

– Mire, yo le agradezco mucho su interés, pero ese asunto de la Zona Franca de Barcelona es ya viejísimo, e incluso tiene usted personas en la Modelo que están encerradas por eso. No piense que vamos a descubrir nada.

Muchas veces, ante una respuesta parecida, los que hacían aquella clase de llamadas solían montar en cólera informativa, que es una de las cóleras más santas que existen: «Ah… ¿De modo que ni a los periodistas les interesan las noticias? ¡Pues no me extraña que el país vaya como va, amigo!…» Pero éste se limitó a suspirar y a decir con una voz que parecía llegar desde infinitamente lejos:

– No se trata del viejo chanchullo. Ése ya sé que está medio resuelto, qué me va a contar a mí… Es otro, es una cosa más fenomenal aún y que se está montando ahora. En su propio periódico han publicado ustedes que en los muelles de Barcelona está ya interviniendo la Mafia.

– Eso es cierto, pero el trabajo lo llevan otros compañeros. Si quiere le paso con uno de ellos.

– No, no… Eso, en todo caso, vendrá después, pero de momento es con usted con quien quiero hablar. El asunto es tan importante que no va a creerlo.

– De acuerdo, puede venir a la redacción cuando usted quiera. Yo aún estaré un par de horas aquí.

La voz dijo pacientemente:

– Usted no me ha comprendido, señor Bey. Si yo tratara de hablarle del señor Bruna de Quixano o de los viejos asuntos del puerto, en los que Dios sabe quién tuvo la culpa, iría tranquilamente ahí. Pero es una cosa muy actual, muy grave, y yo corro peligro. Que me vean entrar en La Vanguardia es un riesgo que de ninguna manera puedo aceptar. Necesitaría estar loco.

– Lo entiendo, no crea que no me hago cargo, pero ahora, permítame a mí una pregunta: ¿qué busca usted? Si es dinero, le aconsejo que llame a otro sitio, porque este periódico no usa esos procedimientos.

– No es dinero. ¡Qué va! Busco simplemente poder demostrar mi inocencia cuando todo esto se destape. Por razones obvias no puedo acudir a la policía, pero sí que puedo acudir a la prensa. Usted me hace un favor poniendo sus condiciones y yo se lo hago a usted poniendo las mías. De modo que en paz.

Carlos Bey vaciló un momento. Pero al fin susurró:

– Si no puede venir a la redacción, ¿dónde quiere que nos veamos? ¿Voy yo a su casa?

– Tampoco, por si está vigilada. Debemos vernos en un sitio absolutamente discreto. Y además debe venir usted solo. No quiero testigos, ni mucho menos fotógrafos.

Carlos Bey pensó que aquélla era una situación digna del Amores: un mariconazo llamándolo, soltándole todo aquel rollo y al final acabando por citarle a solas en un hotel.

Pero la voz dijo:

– Usted conoce el Cinturón del Litoral.

– Sí, claro.

– Los depósitos de la CAMPSA.

– He pasado algunas veces por delante.

– Bueno, pues a muy poca distancia de allí hay un sitio donde desguazan buques. Lo conocerá en seguida por los grandes montones de chatarra, porque hay una especie de oficina a la entrada y porque siempre hay al fondo algún barco que está siendo despedazado. Fue allí donde se produjo el desguace del Cabo San Roque, no sé si lo recuerda.

Carlos Bey lo recordaba, claro que sí. El Cabo San Roque, buque blanco del verano, buque blanco al final de la Barcelona gris, buque blanco de la libertad prometida. Una vez, mientras lo desguazaban, fue a verlo fue a dirigir una última mirada a sus entrañas y a sus recuerdos rotos. Por lo tanto dijo con un hilo de voz: