– ¿Y qué hacer? ¿Y qué hacer? Él cambió bruscamente el tema de la conversación.
– ¿Cuánto has andado hoy?
– Tres cuartos de hora, pero aún no consigo acostumbrarme bien sin el bastón.
– Ya te acostumbrarás, mujer, ya te acostumbrarás. Puso el dedo índice en los labios de la enferma y quiso al mismo tiempo sonreír.
– Endiablada paciencia la que has tenido durante tanto tiempo, ¿verdad? Pero ya todo ha acabado. -Señaló la ventana-. Hoy, cuando amanezca, comprenderás que todo ha acabado. No habrá más angustias, ni más sufrimientos, ni más noches de espera. Hoy amanecerá y tú y yo saldremos a la calle. Y andarás. Y te darás cuenta de que puedes vivir, de que puedes mirar a los otros y comprenderte a ti misma. Hoy -señaló la ventana otra vez- andarás conmigo. Amanecerá y te darás cuenta de muchísimas cosas; ya las comprendías antes, pero has tenido que estar mucho tiempo como dormida.
Le estrechó las manos y tocó sus mejillas. Hubiese querido sostenerle otra vez la cabeza y apretar su nuca. Pero ahora había muchos ojos clavados en él. Y muchos rostros amarillos enhiestos sobre las paredes blancas. La miró otra vez y dijo sencillamente:
– Andaremos mucho. Ya lo verás. Fue poco a poco hacia la puerta de salida. Le parecía ahora, bruscamente, que la noche ya no era tan larga, tan espantosamente larga. Y que ni las paredes, ni las cortinas ni los pechos respiraban con tanta angustia y con tanta lentitud. Que no se encogían ya en los huecos las pequeñas almas. O no le insinuaban su aliento; que no jadeaban los pechos con aquella angustia, con aquella lentitud.
Pero nuevamente en la calle sintió el alfilerazo en su cerebro. Y cuando pensó que debía acudir ahora a su portal estrecho, a su vida estrecha, el alfiler se retorció en su cerebro todavía más. Aunque quizá, después de todo, poca cosa habría ya que hacer. No en vano, detrás del portal estrecho, estaba todo preparado para la muerte. Y quizá al entrar, al acercarse a su dormitorio, vería ya a una mujer con la faz serena de la eternidad.
Pero el alfiler le pinchó todavía más. Esta era la noche decisiva, la noche infinita de su calma y de su crimen. Hoy, al andar, estas dos ideas se alzaban mayestáticas ante él. Y andaban con él, y le empujaban, y bebían como sus ojos la cansada luz de las ventanas prietas. Estaban en su cerebro y vivían con él. Y de la idea infinita de su calma nacía alumbrado el pensamiento infinito de su crimen.
Quiso mirar su reloj, pero era igual, habría tiempo para todo. Ni siquiera le resultaba necesario agudizar su ingenio con hipótesis del futuro. Todo, durante esta noche, sería simple, natural y lógico. Ni tan sólo sería ingenioso, pero -lo más importante- sería lógico. Su esposa, ya acostada, no notaría que estaba abierta la espita del gas. No lo notaba nunca; ya había sufrido distracciones lamentables dos veces en tres años. Y ahora todos recordarían esas distracciones, y verían el rostro exánime de ella, y le darían a él palmadas compasivas en la espalda. Su espalda se cargaría más con el peso infinito de su calma. Y miraría él también el rostro exánime, y pensaría en la idea de su crimen y en la idea de su calma.
Definitivamente miró su reloj: era la una de la madrugada. Bruscamente, al comprobarlo, algo le pinchó el cerebro otra vez con un pinchazo frío. ¡Qué miserable era todo esto, qué miserable era estar aquí! ¡Y qué miserable todo el curso de su vida, todo el trazo longitudinal y ceniciento de su vida! Ahora, esta noche, miles de recuerdos tomaron forma concreta ante él. Y entronizaron en él su reino, su postrer reino ceniciento. Mientras andaba, recordó otras noches, y otras horas, y otros pensamientos. Y recordó muchas noches de amor y muchos días de angustia. O también muchas noches de angustia. Bruscamente se dio cuenta de que en su cerebro no había más que estos dos recuerdos y estas dos ideas: el amor, la angustia. Y recordó, efectivamente, las horas de su quietud tras la hoja de madera de su portal estrecho. Su vida de médico experto, y sin embargo de médico que vive tras un portal muy estrecho. Y sus horas largas de amor, y sus horas largas de silencio. Por último, su habitar de hoy: la vida, que tiene derecho a aparecer tan grande, moría sin remedio aquí, poco a poco, como una expiración consciente.
¡Qué estúpido, qué infinitamente estúpido había sido este duelo interno de todos los días y todas las noches, sin querer convencerse de que las últimas consecuencias lógicas habían llegado a su fin! Sin querer darse cuenta de que la vida auténtica había concluido; y de que ya en adelante sólo tendría que mirar su placa de médico, contemplarse en el brillo de su dorada placa de médico y esperar sin inquietudes en la estrechez de su portal.
Pero no era esto sólo; otra vez los recuerdos volvían y entronizaban en él su reino ceniciento. Y le llevaban a mil sitios, a mil salas blancas con sus gimientes espectros. O al décimo exacto de veintidós lechos. Y pensaba en los ojos muy grandes, en la nuca joven y el cabello joven. Pensaba en los meses tan largos, inmensamente largos, advirtiendo el dolor de un nuevo genitar en el mundo de su cráneo. Y sentía ahora, con una angustiosa sinceridad, que nunca podría mirar simplemente su Placa de médico, ni contemplarse en ella, ni aguardar sin inquietudes bajo el dintel de su portal estrecho. Pero por fin había llegado su noche infinita, la noche inerte donde sólo pensaría él. Y él pensaba ahora en el rayo de luz de esta noche y andaba poco a poco entre el dédalo de calles, entre las luces enroscadas, los portales bajos, las ventanas prietas que le miraban andar.
Sin embargo pensó luego que él no deseaba un crimen. Su cobardía había llegado también a su última consecuencia lógica; y se dio cuenta ahora de que no lo había deseado nunca ni había pensado jamás que fuese necesario. Pero era cobarde y se había situado en una posición pasiva, dejándolo todo a las fuerzas del azar. Su crimen era una mera posibilidad susceptible de no realizarse. Y ojalá hubiera fracasado -pensaba en este momento-. Porque no era necesario, porque el abandono de su portal estrecho era mil veces lo mejor. Ahora se le hizo esto palpable: huir. Y con todas sus consecuencias, semejante palabra le obsesionaba esta noche. Marchar. Dejarlo todo como había estado siempre, dejar a su esposa mirando la oscuridad en un lecho y dejar esa oscuridad, la quietud de cada noche, el silencio, dejar allí los trozos de sus pensamientos, de sus ideas, olvidar los pedazos rotos de sus estúpidas querencias. Y andar. Ir a una sala blanca con veintidós lechos; detenerse. Y en seguida otra vez andar. Esta noche advirtió semejante deseo con una vívida intensidad y como un fuego celular que hubiese de ser eterno.
Pero ya estaba al final de su meta, ya estaba otra vez junto al portal estrecho. Lo abrió silenciosamente. Aquí, en estas habitaciones, no parecía flotar ninguna pequeña alma. Y nada parecía respirar; ni siquiera existir algo que tuviese un pequeño latido, una simple y diminuta vibración. En estas habitaciones tan propias sólo se inhalaba la angustia del silencio. Pero entró. Y fue entonces cuando se vio horriblemente hundido en el abismo interno de su pequeñez. Cuando volvieron los pedazos rotos de sus querencias y los trozos informes de sus pensamientos. Sólo su corazón diminuto latía allí, y sólo, entre aquel silencio, flotaba desde siempre la pequeñez de su alma.
Nada. Nada en las escaleras altas, ni en los corredores largos y antiguos, ni en las cerradas habitaciones de techos inmensamente altos. Ni un sonido, ni tan sólo el dibujarse de una sombra. Comprobó que, desde luego, no olía a gas. Fue hasta la espita y vio que continuaba abierta, tal como él la dejara antes. Pero algo debía estar averiado; seguro que habían cortado el suministro más o menos desde que él marchó. Encendió un fósforo y de la cocina no brotó ninguna llama.
Hizo esfuerzos para sonreír. Pese a que había deseado esto, el hecho fortuito le hacía sentirse más pequeño. Vio consumirse poco a poco el fósforo. Y de repente una llama intensa vino a herir sus ojos, vino a arañarlos con su brusca aparición. Los fogones encendidos arrojaban unas llamitas azules y rosadas. El suministro había sido reanudado., ya había gas.