Hasta entonces el fósforo no se apagó del todo. Y él vino a pensar que esta casualidad resolvía las cosas más fácilmente de lo que imaginó. El hecho del corte de suministro justificaría del todo una espita inadvertidamente abierta. Nunca pensó que el crimen se le pudiera poner tan fácil.
Aquellas llamitas azules y rosadas estaban arañando sus ojos para impulsarle a actuar. El deseo fatal de esta noche, el pensamiento infinito se materializó allí, al alcance de su mano. Y él, ciertamente, extendió poco a poco esa mano, hasta casi rozar las llamas. Pero su último gesto, en definitiva, fue cerrar la espita del gas y apretarse los puños contra los ojos.
Se repitió que aún continuaba la tremenda oportunidad.
Nadie le había visto entrar, y si ahora, dejando la espita abierta, salía a la calle por el patio posterior, todos sus ocultos deseos quedarían actualizados.
Se dijo que estaba allí como una sombra negra, como una silueta cobarde y negra con la muerte entre sus manos. Pero continuaba inmóvil y con esas manos pegadas a los ojos.
Nada hizo; no movió la espita ya cerrada ni continuó inmóvil en la cocina. Fue poco a poco hacia su dormitorio oscuro, donde le aguardaban los restos de sus deseos y los esquemas de sus sentimientos. La puerta chirrió al abrirse, como protestando por la revelación de algún secreto. Y él entró. Entró poco a poco en su reino vacío de siempre. Allí, junto a la cabecera del lecho, de rodillas, como un niño entristecido y solo, se puso a oír la respiración igual y cadenciosa de la mujer dormida. Un hálito ardiente, un calor desconocido y vital parecía desprenderse de aquella respiración, y él lo captaba esta noche con una intensidad única, con una fruición desconocida y enervante. Así estuvo varios minutos, oyendo respirar a la mujer y apretándose en silencio a las ropas de la cama.
Después ocurrió algo que le hizo recordar los rostros amarillos de la sala blanca. Y fue que la mujer entreabrió un párpado, un párpado nada más, y su ojo azul vino a recorrer poco a poco las facciones del hombre. Él pensaba en la niña de la sala blanca y en su ojo azul vigilándole atento. Pero ahora el hálito ardiente, el calor desconocido y vital acariciaban su rostro. Y hundió su cabeza entre los senos de la mujer, que no se movió ni acarició sus cabellos.
Pasó tiempo, un largo tiempo. Luego ambos oyeron las campanadas del reloj, pero no supieron contarlas. La mujer se movió, le clavó en la cara los pezones todavía duros. Y él, poco a poco, se incorporó también y fue hasta el tocadiscos que había al otro lado de la habitación. Colocó una pieza sin mirar el título. Una música lenta, angustiosamente lenta, una música que hoy parecía corroer, ahogar, disolver o estrangular poco a poco: esa música envenenó su cerebro. Pero fue hasta la cama y dio su mano a la mujer, que se destapó y vino junto a él, a apretar su cuerpo con su cuerpo. Bailaron. O no lo hicieron: caminaron uno junto al otro, apretados, comprimidas sus facciones y juntos sus pensamientos. Y él pensaba con angustia en esta locura nocturna, y ella pensaba con asombro en este capricho nocturno. Pero hubo un momento en que ambos estuvieron al borde de la alta escalera, rodeados de oscuridad, y entonces se disociaron sus pensamientos. Ella se dijo que, por primera vez, la asustaba esta oscuridad. Y él se dijo que ésta era la gran ocasión, la obsesionante ocasión para Regar a la noche infinita de su crimen. Sólo hacía falta alargar el brazo, o dar un traspiés, o empujar casi sin fuerza. En este minuto todo se decidía; el ahora o nunca tomaba actualidad. Y él, claramente, se dijo que nunca. Que no convenía precipitarse, como se había precipitado al marchar dejando abierta la espita del gas. Imaginaba ahora lo que sería este momento sí el azar no lo hubiese decidido todo. Y por unos instantes le aterró la negrura de esta noche. Pero seguían andando apretados; y ya la música había dejado de oírse. Ya nada corroía, ni socavaba, ni mordía su cerebro. Y ahora, entre el silencio, pensó claramente que esto no podía continuar así. Que había llegado a un extremo rabioso -había llegado a las últimas consecuencias lógicas de su vida con aquella mujer- Que toda su vida estúpida estaba allí, frente a ambos, y que hablaba. Pero se encogió de hombros e hizo fuerza sobre la cintura de aquella dócil mujer.
Vio que amanecía. Una claridad turbia, llorosa, se pegaba a los cristales y teñía las ventanas. Fue hasta la cama y se desnudó poco a poco, metiéndose en ella. Pensó que descansaría hasta bien avanzada la mañana de este domingo. Ahora, al sentir junto al suyo el cuerpo cálido de ella, al sentir junto a él la línea de sus formas, una diminuta chispa de felicidad le recorrió la espalda. Y deseó por unos momentos que esta mujer fuese feliz también, puesto que además de nada era culpable. Un leve remordimiento por la vida insípida que durante años le había obligado a vivir le apretó la garganta.
– Dime -susurró-, ¿te molesta arreglarme el material del consultorio cada día? Si quieres, a partir del lunes me levantaré un poco antes y lo haré yo.
– No, claro que no me molesta, no te preocupes.
– Gracias.
– Oye…
– ¿Qué?
– Me gustaría dar alguna clase más de música. El profesor dice que voy avanzando mucho. Y como vive aquí al lado mismo…
– Pues claro… No quiero que seas una frustrada como yo. Tienes que realizarte de alguna manera.
Ahora fue ella la que se incorporó y le puso una mano en la mejilla izquierda.
– Nada me molesta. Ya sabes que quizá no sea una esposa dulce, pero soy una esposa fiel. Puedes siempre mandarme lo que quieras y lo haré. No quiero que te preocupes innecesariamente por mí, como estabas haciendo ahora. Deja las cosas como están.
Domingo Albert se encogió, mirando la turbia claridad de la ventana. En este momento mil interrogantes bailaban ante él. Pero, bueno, no convenía pensar; dejar las cosas como estaban. Eso era lo más cuerdo. Dejar que su esposa arreglara el consultorio, porque ya se había acostumbrado así; dejar que se distrajera con las clases de música y que soñara (quién sabe) con eternidades en el Liceo; resignarse a que fuera una esposa poco dulce, pero fiel. Que continuase todo igual. Y él también igual. ¿Y siempre así?
Tuvo que encogerse más. El pensamiento de que todo se había agotado, de que todo había llegado a sus últimas consecuencias lógicas, le pinchó ahora como un taladrante clavo al rojo. Pero fue un pinchazo breve; sonó el teléfono y tuvo que ponerse al habla. Oyó la voz del médico de guardia. Y entonces sus facciones adquirieron un color terroso.
– …Es esa enferma que usted dijo que estaba curada. Sí… La Estradé. Créame, desde luego ahora es una cosa grave. La muy imbécil se ha subido a la ventana para ver amanecer. ¿Qué diablos le pasaría? Bien, lo importante es que se ha caído… Una caída muy mala, sí… ¿Cómo demonios pensó usted que estaba curada? Sus huesos no resisten ni un pellizco de gorrión. En fin, no le molesto más: le he dicho esto para que a las once se pase por aquí, a ver qué medidas tomamos.
Soltó el auricular. Su rostro estaba ahora más amarillo que los espectros de la sala. Y todo a su alrededor se había hecho más blanco; él mismo era un espectro con los ojos abiertos. Quieto, pegado al cuerpo de la mujer, siguió pensando en las últimas consecuencias lógicas. Y fue entonces cuando tuvo la sensación de que iba a hacer un raro descubrimiento: tales consecuencias lógicas quizá no llegarían nunca. He aquí que algo muy grande o muy mezquino, pero suyo, brutalmente suyo iba a nacer de esta extraña ceniza, donde existía un pálpito. Ahora creyó darse cuenta de esto: no se produciría el último punto lógico de su vida en común ‘porque aún tenían algo que arrancarse mutuamente. De improviso, ante sus ojos, apareció la senda desconocida y negra de otra vida que sería consecuencia de ésta, ya tan muerta; de otra vida exuberante y oculta. Hecha de jirones perdidos de sí mismo, de latidos rotos y escondidos de sí mismo. Encogido, inmóvil, sin respirar, pensaba en la sala blanca y en los reflejos de la luz blanca. Y se preguntaba qué maldición le había impulsado a hacerse concretamente médico, a tener que penetrar siempre en la noche íntima de cada espectro. Por qué había sentido compasión y amor: ayer compasión, hoy un amor encendido y rabioso. Pero ahora -se dijo- ya no podría hacer nada. Ya no podrían andar; y al andar ir acariciando él la nuca joven y el cabello joven. Algo en su interior le llamó cobarde. Cada vez más encogido, más quieto, sintió que una angustia muy secreta le apretaba el pecho. Incorporándose, puso una mejilla sobre la mejilla de su mujer. Les alumbraba esa claridad disuelta de todo amanecer.