Y alumbraba las facciones juntas, y las manos quietas, y los cuerpos quietos. Luego acarició la espalda de esta mujer, su espalda tersa, su nuca grande, sus cabellos negros. Se hizo lloriqueante la angustia en el vacío de su pecho. Y una carcajada atravesó sus sienes, bailó en el hueco de su cráneo. Pero él seguía acariciando la nuca grande y el cabello negro. Murió el ladrido de su angustia, la carcajada taladrante de sus sienes; se hizo una infinita calma. Él estaba ahora en una sala blanca y se miraba en unos ojos muy extraños, donde sus grandes manos parecían retratarse. Y hundía esas grandes manos en la morbidez de una mata de pelo, deteniéndolas allí, apretando la pequeña nuca, acariciando la tersura del cuello y la suavidad de los cabellos de Marta. Pero volvió la carcajada en la línea de sus sienes. Tenía las manos en la nuca grande, aferrando los cabellos negros. Se incorporó levemente y estuvo contemplando a la mujer.
– Bien -le dijo, cuando ella entreabrió uno de sus párpados-; me has dado un gran momento. ¡Pobre! Al fin, la verdad es que tú ya sólo podías servirme para esto.
En seguida se sintió pequeño nuevamente. Una vida así tenía que estar hecha de momentos. Quizá ya todos habían concluido.
Intentó dormir.
25. BUSCA, PERRO, BUSCA
EL TELÉFONO sonó en el despacho de Daniel Ponce cuando éste estaba a punto de iniciar la delicada ceremonia de la mesa.
La chica dijo:
– No contestes. Estaba lista para la faena, es decir cubierta por lo más solvente que está dando la actual orfebrería erótica: pantalones tejanos desgastados en las rodillas, botas camperas, blusa de Lacoste, braguitas marcadas por el último residuo de una cena en McDonalds. No llevaba sostenes, se había dejado caer hasta los tobillos los pantalones y todo lo demás, se estaba poniendo de espaldas sobre la mesa, ofreciendo la rajita del sexo y la prohibición del culín, cuidado no te equivoques de sitio, como un muchachito de los futbolines de las Ramblas o como una chica aventurera dispuesta a todo, a lo que salga, incluso a leer a Hegel, incluso a que con ella se equivoquen de punto crítico. Estaba sujetándose bien a los bordes de la mesa, no la vayamos a cambiar de sitio y acabemos haciéndolo en el despacho de al lado, que es el de un inspector de Hacienda, mientras murmuraba:
– También son ganas de llamar a estas horas. No contestes. Los ruidos que llegan a través de la ventana pese a estar cerrada, el tráfico, la Barcelona que antes avanzaba sobre cuatro ruedas y ahora empieza a avanzar en Vespino, Dani Ponce que acaricia el culín y trata de pensar en secretarias que llevaban faldas de seda, que colgaban de su cuello medallas a la virtud, que jamás se quitaban la ropa por sí mismas y que sobre todo, a juzgar por sus braguitas, no habían cenado nunca. Hay que ver cómo han cambiado las cosas, Dani Ponce, antes ibas con chicas que te entregaban su virtud y sus sueños de niñas del Ensanche; ahora sólo encuentras escaladoras del Everest que te entregan su problema generacional y su mensaje histórico. Piensa en las de antes, piensa, porque de lo contrario vas a hacer el ridículo, vas a notar que aquí no se levanta nada aunque venga un encantador de serpientes colegiado, vas a convertirte, a los ojos de esta testigo del siglo XXI, en el ejemplar típico de la burguesía decadente y cuyo tiempo ya pasó, en un espécimen demostrativo de lo que es la burguesía más desamparada. Y encima, maldita sea, el teléfono suena.
– Diga…
– Dani, soy yo, Blanca. Necesito verte en seguida. Ahora.
– ¿Para hablar?
– Pues claro. No será para nombrarte caballero de la Orden de Malta.
– Te es imposible decírmelo por teléfono?
– Por teléfono ya estamos hablando demasiado, Dani. A ver si resulta que trato con un menor de edad.
– Bien… Dime dónde.
– En tu coche. Me recoges en el cruce de Aribau con Mallorca, conforme se gira a mano derecha.
– ¿Cuándo?
– ¡Ahora! Y Blanca Bassegoda colgó. Delicada ninfa cuyo padre sólo tomaba el teléfono para dar órdenes, para vender hombres, para comprar mujeres, para subastar esperanzas. Eso se hereda, y tú deberías saber, Dani Ponce, que una Bassegoda siempre hablará así. Y encima la otra diciendo que para qué has contestado, que a ver en qué quedamos, que si estamos haciéndolo o no, que o esto funciona antes de que ella agarre una pulmonía o se lleva la mesa a casa.
– Para perder el tiempo he venido yo, vamos. Y encima aún la tienes como en un cuadro del Greco.
– Mujer, que uno no es una máquina. Ponce acercándose a la mesa, Ponce soñando en las secretarias de otro tiempo, finas, gorditas y con marido en casa. Ponce que hace lo que puede con la venus actualizada, ah, ah, ah, y ella: no lo gastes todo por la boca, que nos van a oír hasta en la Guardia Urbana.
Blanca Bassegoda debía de llevar un rato esperando cuando él llegó y tenía todos los motivos para estar crispada, pero una Bassegoda tiene la suficiente clase para no crisparse nunca. Se limitó a mirarle con cierto desencanto mientras decía:
– Vamos. Un chaflán de Mallorca-Bruch es un buen sitio, un lugar de coches que pasan, de niñas-peritaje que salen de la última academia, de oficinistas-jubilación que van a saltitos hacia la última cena. Un sitio donde nadie se fija en los seres humanos, ni siquiera en los coches, sino en los sitios libres para aparcar. Ellos han encontrado uno entre las sombras para que Blanca diga ansiosamente:
– Puede ser hoy.
– ¿Esta noche?
– Sí.
– Blanca, esto no es un juego… Hay que asegurarse bien.
– Claro que no es un juego. Precisamente por eso he observado tanto como tú. Y ya empezaba a pensar que sería imposible cuando de pronto he tenido suerte. Eduardo me ha llamado.
– ¿Para qué?
– Ha suplicado que nos veamos. Eso es: ha suplicado. No puedes imaginarte cómo está.
Daniel Ponce empezaba a comprender, pero dijo de todos modos:
– No te fíes.
– Claro que no me fío. Ni que tuviese que descubrir a ese tipo ahora. Primero me pedirá perdón, después me pedirá dinero y al final me pedirá que me muera. Como para estar a solas con él, escucha. Pero no iré yo; irás tú.
Él se mordió el labio inferior.
– Comprendo.
– Naturalmente, es un sitio solitario, un sitio ideal. De lo contrario, no te habría dicho nada.
– ¿Qué sitio?
– Tú has ido muchas veces por las costas de Garraf. ¿Conoces el cruce para el puerto deportivo de Aiguadoll, antes de entrar en Sitges?
– Claro que lo conozco. Incluso lo he utilizado en verano para salir de Sitges, cuando está muy cargada la carretera.
– Bueno, pues ahora no estará cargada ni nada de eso. Al contrario, un día laborable a las dos de la madrugada aquello es un cementerio.
– ¿A esa hora te ha citado allí?
– A esa hora.
– ¿Y no te parece sospechoso?
– ¡Claro que me parece sospechoso! ¿Piensas que iría? Eduardo debe necesitar dinero y se lo quiere jugar todo a una carta. Me ha dicho tantas mentiras y me ha jurado tantas cosas para convencerme, que otra que aún le quisiese un poco habría pensado: por una vez, vamos a probar. Pero a mí ya me tiene hasta aquí, hasta el moño. Bueno, no hace falta que te lo explique. ¿Para qué? El caso es que iba a colgarle cuando he pensado de pronto que nos lo estaba poniendo en bandeja. Tanto dar vueltas, tanto buscar una oportunidad y, lo que son las cosas, él mismo diciéndome de rodillas que ya ha elegido el sitio para su entierro. He fingido indiferencia, pero al final le he dicho que iría. Va a ser a las dos de la madrugada, cincuenta metros más o menos una vez metido en el cruce.