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Daniel Ponce volvió a morderse el labio inferior. Los coches rugían a su lado, pero él no oía nada. Solamente captaba un zumbido en la nuca. «De modo que ahora…», pensó. Ya había vivido esa situación una vez. La había vivido hasta el límite. Pero al haberla ideado él mismo, le parecía más racional y menos peligrosa que la que había ideado Blanca.

La voz femenina sonó a su lado, en la oscuridad del coche, y sin embargo pareció llegar desde infinitamente lejos:

– ¿Llevas tu arma?

– Sí. En la guantera.

– ¿Está controlada?

– Ésa no.

– Bueno, ¿pues qué dices? Él cerró un momento los ojos. Desgraciado, que eres un desgraciado, tanto darle vueltas, tanto asunto de profesionales y al final resulta que ha tenido que ponértelo a punto de caramelo una mujer que, como quien dice, nunca ha salido de casa.

– Dani, contesta… ¿qué me dices?

– Estoy pensando… La verdad es que me hubiera gustado más combinar las cosas a mi manera, pero reconozco que es una ocasión magnífica.

– Pues aprovéchala.

– Me sabe mal que tú seas algo así como el cebo, Blanca.

– Yo no soy cebo ni soy nada. Te he dicho que no voy a ir. Ah… El hecho de que mi intervención te facilite un poco las cosas no varía el contrato. El precio va a ser el mismo. No pienses que busco una rebaja.

Dani lo había pensado, pero fingió indignación.

– ¿Cómo iba a imaginar eso de ti?…

– Lo sé, pero es mejor que las cosas queden claras desde el principio. Luego tú y yo no podremos permitirnos el lujo de discutirlo.

– Lo sé muy bien, Blanca. Y ahora vamos a una serie de detalles concretos, porque quizá no todo sea tan fácil como tú piensas. En primer lugar puede haber por allí alguna pareja metiéndose mano dentro de un coche.

– El propio Eduardo procurará que no sea así. Quiero decir que se situará lo más lejos posible de todo coche estacionado allí, porque imagino que para los planes que debe llevar en la cabeza no le interesan los testigos. Por otra parte, vamos a ser razonables: si hay alguna pareja metiéndose mano, también le interesará alejarse. Ahora bien, si tú vieras que hay peligro lo que se dice mucho peligro, no te arriesgues. Ya habrá otras oportunidades.

Daniel Ponce asintió con un leve movimiento de cabeza.

– ¿Crees que irá armado? -preguntó.

– Ni hablar. Él piensa que se va a encontrar solamente conmigo. Imagínate.

– De todos modos tampoco pienso darle ninguna oportunidad. Y ahora supongamos que todo ha salido bien. ¿Cómo te lo comunico?

– Una llamada. Tres timbrazos y cuelgas. Eso es todo. Si algo falla, dejas que el timbre suene cinco veces y entonces descolgaré.

– De acuerdo, Blanca… No me resulta fácil hablar de esto, pero quiero que los detalles queden concretados hasta el máximo. Una vez yo haya… terminado, me largaré. Pienso dejar el cadáver allí y no buscarme complicaciones. La policía sospechará un ajuste de cuentas, porque Eduardo es un tipo con muchos enemigos, o sospechará de mí. De ti no, porque supongo que ya tienes prevista una coartada desde este momento. Pero no podrán probarme absolutamente nada. Lo único que he de evitar a toda costa es que me pare la Guardia Civil de Tráfico por una infracción, o que mis neumáticos se mojen y dejen una huella. Con esas dos condiciones, no me llegarán a atrapar jamás.

– Eso es fundamental, Dani. Porque si tú cayeras podría caer también yo.

Y añadió con voz tensa:

– Deberías tener también una mínima coartada. Algo.

– A esa hora es difícil… Bueno, de todos modos ya pensaré alguna cosa, por la cuenta que me trae. Te lo prometo.

Hubo un largo silencio entre los dos. Más allá de los cristales del coche no sonaba para ellos ningún ruido; no se movía nada; no estaban más que las sombras de una ciudad vacía.

Dani carraspeó:

– Blanca…

– ¿Qué?

– Yo cumpliré mi parte. Tú debes cumplir la tuya, ¿sabes? Al margen del dinero, que quede bien claro lo de la torre de la Vía Augusta.

– Es lo que más te interesa, ¿verdad?

– Tú sabes que sí.

– Vale una fortuna, realmente. Dani Ponce miró a través del parabrisas las ramas de los árboles que se movían con el viento del invierno, miró las siluetas fugitivas, las tiendas cerradas, los balcones fin de siglo. Miró también fugazmente las piernas cruzadas de Blanca, que apenas cabían en la mezquindad del coche, tus piernas vienen de otro tiempo, Blanca, tus piernas merecen otra cosa. Cerró un momento los ojos y musitó:

– No es sólo por el dinero que vale.

– ¿No? ¿Pues por qué?

– Por los recuerdos.

– De los recuerdos no se vive, Dani.

– Es extraño.

– ¿Qué?

– Tú me estás diciendo eso, y tienes razón. Claro que tienes razón. Pero al mismo tiempo piensas que no vale la pena vivir si uno no puede vivir de acuerdo con sus recuerdos. No sé… Es muy complicado. O quizá muy sencillo.

– Es muy sencillo, Dani.

– Te he dicho la verdad, ¿no es así? Blanca miró al vacío mientras se curvaba su boca.

– Pocas personas me han descrito con tan pocas palabras -Susurró-. Hace falta ser poderoso para no tener que vender la casa del padre, los marcos de plata donde estaban los retratos del padre. Y ser poderoso resultará más difícil cada vez, ¿sabes? Las masas lo devorarán todo. Conservar un nombre, unos apellidos, una casa y unos marcos de plata llegará a ser una tarea de titanes. No todos tendrán la suficiente dureza para serlo, ¿entiendes? Habrá quien prefiera acabar abrazado a su número de la Seguridad Social.

De pronto lanzó una risita nerviosa y añadió:

– Tú me conoces muy bien, Dani.

– Es que pasamos juntos los años de la Vía Augusta.

– ¿Por qué los recuerdas tanto?

– No sé… Quizá tú misma lo has dicho: los marcos de plata en los que daba la luz. Es una cosa tan sencilla y sin embargo tan llena de sentido para mí… Es la calle ancha y que estaba dominada por la torre, es el rumor de los pájaros en el jardín, con las cenas en el mirador del verano, con Barcelona extendida a los pies. Son tus piernas en la escalera del desván, las piernas más distinguidas y mejor calzadas con que me he encontrado en mi vida, unas piernas nacidas para ir hasta un trono. Y mira que he llegado a ver otras. No quieras saber.

– Deja mis piernas en paz, Dani.

– He querido decir que reflejan tu clase.

– Gracias. Conservar la clase va a ser ahora muy difícil, pero yo la conservaré.

– ¿Sabes qué pienso a veces? Que de las grandes familias ya no van a quedar las casas, ni los retratos, ni los jardines, ni los cenadores de verano. Ni siquiera los panteones van a quedar. Sólo un libro que no se venderá y un nombre esculpido en un árbol. Bueno… quiero decir que adivino que tú estás luchando contra esa corriente universal, contra la cartilla del Seguro, contra la muerte sin nombres. A eso le doy mucho mérito, no sé expresarlo con otras palabras. Y si he hablado de la gran torre de la Vía Augusta es porque al pensar en ella te comprendo a ti. También he hablado de tus piernas, ya lo sé. Pero no imaginarás que haya sido para incluirlas en el precio.

Blanca lo había imaginado. Es más, estaba segura. Pero musitó:

– ¿Cómo iba a pensar una cosa así?

– Bueno… ¡ejem!… También pienso mucho en tu padre, ¿sabes? Tu padre tenía una gran virtud: nunca creaba muerte, creaba vida.