Pegado al flanco del coche trató de ver si el cristal del conductor estaba bajado, lo que le facilitaría las cosas enormemente, porque podría introducir la mano y meter casi el cañón de la pistola en la boca de Contreras, hala, macarra, chupa. El odio de Dani Ponce iba creciendo mientras veía dibujarse en el aire la boca de Blanca, las piernas de Blanca, la promesa de Blanca. Apartó un poco la cabeza, que tenía pegada a la carrocería, para ver si había tenido suerte en el detalle del cristal bajado. Y la tuvo. Eduardo Contreras estaba con la ventanilla abierta, a pesar del invierno, porque así oiría mejor sin duda los pasos de alguien que se acercase. Pero no le había oído a él, lo cual era lógico porque Dani se movía con el silencio de un gato. Supo además que Eduardo se encontraba sentado en el puesto del conductor porque veía sobresalir un poco su codo, descansando en la portezuela. No se oía la radio, claro que no. «Bien pensado, ¿cómo la iba a conectar? Así no podría oír sí se acercaba alguien…
Dani Ponce se dispuso para el salto. Incluso con la ventanilla cerrada el golpe era seguro, porque las balas del nueve largo atraviesan ese tipo de cristales sin desviarse una milésima de milímetro, pero pudiendo tocar a su víctima la cosa se planteaba mejor aún. De modo que contuvo el aliento, calculó cómo había de ser el ademán de su brazo derecho, quitó con precisión el seguro de aleta… ¡y saltó!
Fue como un vuelo de una décima de segundo. Sus músculos obedecieron a la perfección para situarle ante, la ventanilla del Porsche. Para situarle ante el asiento vacío. Ante el falso codo relleno de borra que resbaló suavemente. Ante el abrigo de Eduardo Contreras, pero sin Eduardo Contreras dentro. Todo eso tuvo Dani delante suyo, mientras lanzaba un grito.
Pero peor fue lo que tuvo detrás. Porque detrás tuvo aquel cañón que se empotraba en su nuca.
Y el cuerpo de aquel hombre.
– Suelta tu petardo, cariño -dijo Eduardo Contreras, con voz de marica.
Todo se hizo borroso para Dani Ponce, todo se llenó de oscuridad mientras sentía un espantoso zumbido en las sienes. Durante un segundo que se hizo eterno sus rodillas temblaron al tiempo que el corazón le enviaba una orden, la orden de volverse a vida o muerte y luchar.
Pero el cerebro estaba en blanco, el cerebro no envió ninguna orden a los músculos, que siguieron vibrando. La mano derecha de Dani Ponce se abrió. La pistola cayó al suelo con un chasquido metálico.
A lo lejos se oía el rugido de los camiones que ponían marcha larga al terminar las costas de Garraf. Se oía el bramido del mar, que estaba inquieto esa noche. Y se oía el pitido de algún remoto tren de mercancías que transportaba planchas para la Seat, piezas para la Maquinista, pérdidas para la RENFE. La noche se desperezaba, se alargaba y venía a morir en aquel gran desierto, en aquel gran sollozo que era el cerebro de Dani Ponce.
Este pudo susurrar al fin:
– Todo es un error, Eduardo… Una mala interpretación. Yo sólo he venido a preparar el terreno para que la entrevista se celebre, pero en paz. Dentro de un instante llegará Blanca.
La voz chirrió a su espalda, mientras el aliento cosquilleaba en su nuca:
– ¿Y qué hacías acercándote de esa manera y con una pistola en la mano? ¿Crees que soy idiota?
– Eduardo… Todo tiene una explicación… No sueltes el arma si no quieres… Ya ves: seguirás teniendo todas las ventajas. Pero hablemos…
Fue a volverse. El cañón casi le rompió un pómulo al apretarse contra él y obligarle a volver a su posición primitiva.
La voz dijo con siniestra suavidad:
– Has caído en la trampa, Dani.
– ¿Trampa?… El cerebro de Ponce pareció resucitar con un chasquido, con una serie de lucecitas que se encendían y se apagaban y le enviaban una sola pregunta: «¿Pero es que Contreras sabía que?…»
El camión venía a poca velocidad y aceleró de pronto, con un bramido, antes de meter tercera. Aquel bramido llenó la noche.
Por lo tanto el disparo ni se oyó. No hubo respuesta para Dani. No hubo perdón. La bala le penetró por la nuca y le salió por la boca. Eduardo Contreras lo sostuvo en parte, para que no cayese sobre el Porsche y lo manchara, mientras con la otra mano guardaba el arma. Luego susurró, con la satisfacción del trabajo bien hecho:
– Listo. Y se volvió. Oía los pasos quedos a muy poca distancia. El insolente taconeo femenino se hizo al fin claramente perceptible, porque una señora es una señora en la boutique, en la cama, en el bídé y hasta en una carretera. Una señora es un artículo de reclamo, pero no un artículo de consumo, porque la que lo es de verdad siempre sabe quedar intacta.
Por fin Blanca Bassegoda apareció en aquel limitado círculo donde los dos se podían ver.
– Magnífico, Eduardo, lo has hecho todo tal como convinimos -dijo con voz pastosa.
Eduardo Contreras se limitó a arquear una ceja. No hacía falta que se lo dijeran: sabía que lo había hecho bien. Y señaló el cadáver con un gesto lleno de suavidad, de indiferencia, mientras murmuraba:
– Ahora sólo falta que nos vayamos. A éste lo ha matado Wenceslao Cortadas.
Y besó ansiosamente a Blanca Bassegoda, la besó con fuerza, casi con rabia, envolviéndole el cuello con un brazo y con la otra mano sobándole furiosamente las nalgas.
– Ahora todo es nuestro, nena. Blanca Bassegoda apartó un poco la boca mientras enviaba al aire una sonrisa de porcelana.
– Claro que todo es nuestro, Eduardo, pero no hace falta que te lleves mi culo a casa.
– Esto hemos de celebrarlo, cariño. Hemos de terminar de una vez con esta maldita comedia.
– Al contrario… -Blanca se apartó un paso, evitando rozar al muerto-. Es ahora cuando tenemos que extremar las precauciones para que nadie sospeche. Hazte cargo, Eduardo… Puede tratarse de seis meses más.
– Pero…
– Por favor, Eduardo… Fuiste tú el que lo planeó. No podemos apartarnos ahora un milímetro de tu propio plan, que además es perfecto.Él sonrió mientras abría la portezuela del Porsche, dispuesto a subir. Pero a todos los hombres que aspiran a rozar la inmortalidad sobre el culo de una mujer les gusta demostrar que se lo han ganado, que no hurgan en reconditeces, que no manosean secretos por la gracia divina, sino porque ellos lo merecían desde la primera vez que la futura señora se volvió de espaldas ante el espejo de un tocador. Eduardo Contreras dijo en voz baja:
– Claro que es perfecto. Y las cosas perfectas no pueden ser rápidas: necesitan un tiempo. Mía fue la idea (a veces me parece que hace siglos) de que nos separáramos los dos.
– Y de que nos convirtiéramos en enemigos irreconciliables -dijo Blanca con una estrecha sonrisa.
– Y de que yo te hiciera escenitas en la calle, delante de todo el mundo.
– Eso fue lo más desagradable, Eduardo. Tener que enseñar mi intimidad a gente que no lo merece.
– ¿Crees que fue agradable para mí? ¿Piensas que me divertía? Pero era necesario, Blanca. Como fue absolutamente necesario que fueses a ver a aquel abogado, a Sergi Llor, para pedirle consejo.