Al fin se decidió y marcó un número en el teléfono, tras dejar el cigarrillo.
– ¿Doctor Clavería?… Hola, celebro encontrarle… Soy Blanca Bassegoda… Bien, ¿y usted?… En fin, del todo bien no. Hay una cosa que me preocupa, y quisiera consultarle… ¿Puede recibirme ahora?… ¿No? ¿Imposible? ¿Esta tarde, pues?… De acuerdo, descuide. A las cinco en su casa.
Colgó. Sus ojos siguieron fijos en la ventana, en la neblina baja, en la mañana de invierno, en el milagroso travestí que por fin había encontrado un alma buena, llévame al final de la carretera, amor, que te voy a hacer un extra, que hasta el coche va a temblar, pero págame antes, vida, que por aquí hay mucho cabrón suelto, págame, cariño mío, o me cago en tus muertos.
Blanca Bassegoda encendió un nuevo cigarrillo. Empezaba a llover con fuerza. El mar, a lo lejos, debía de lanzar su bramido lento sobre las playas solitarias. Las casas de Sitges, apenas debían de ser visibles desde la carretera. A aquella hora los pequeños yates anclados en Aiguadoll bailarían en la mar picada y perderían entre la lluvia sus colores de verano, la alegría de sus mástiles nacidos para el domingo, la gracia de sus popas marcadas con un nombre de mujer. A aquella hora se debían de oír también, desde el puerto, las sirenas de las ambulancias rasgando la niebla.
Todo marchaba bien. El mundo seguía girando de acuerdo con una lógica que sólo unos cuantos pueden dominar.
Blanca dejó el segundo cigarrillo. La arruga vertical en su frente. La radio. Bueno, la radio puede dar las noticias antes, no está sometida, como los periódicos, a la tiranía de las horas de cierre, a los trámites de la confección, al ruidoso girar de las bobinas en un rincón de la noche. La radio ya hablaba de los dos muertos, de su identificación, de la llegada del juez y del traslado bajo la lluvia. Blanca Bassegoda apretó los labios, pensó ahora la visita a la Morgue, ahora la policía que no sabe qué decirte, los entierros, las lágrimas ante Dani, porque a Dani todo el mundo sabe que lo habías de querer. Ahora los pésames obligados, los parientes a los que no has visto nunca, salidos de oscuros rincones a los que sería de buen gesto que volvieran cuanto antes, en espera de una muerte piadosa. Ahora llega tu segunda fase, Blanca Bassegoda, tu momento de gloria para la Comedie Française.
Se puso en pie. La llamarían de un momento a otro, seguro que sí. Y convendría que la viesen arreglada, digna, activa, sin ojeras y sin cara de sueño. La cara de sueño podía ser contra ella una prueba que no se podía permitir. Fue al cuarto de baño con paso decidido.
Y entonces lo vio. Estaba quieto junto a una de las puertas. Llevaba caspa en las solapas. Libros en los bolsillos. Una mancha de ceniza en la corbata. Una mancha de carmín en la mejilla derecha. El labio inferior partido de un puñetazo.
– Perdone, pero el beso y el sopapo me los ha dado el mismo travestí -explicó Méndez-. Después de ponerse cariñoso en plan nos casamos mañana, en plan nos fugamos a Albacete, no he querido pagarle lo que me pedía. Y entonces no veas.
Blanca Bassegoda le miró con desdén desde su altura, desde el fondo de la grandeza de la casa. Con voz opaca preguntó:
– ¿Quién le ha dejado entrar?
– Bueno, me parece que entre nosotros dos no hacen falta demasiadas presentaciones. Usted es Blanca Bassegoda, hija única del señor Óscar Bassegoda. Yo soy el policía Méndez, del que en las crónicas de sociedad no existe la menor noticia que merezca ser tenida en cuenta.
Ella apretó los labios.
– Acabo de preguntarle que quién le ha dejado entrar.
– El servicio que está a las pertinentes órdenes de usted, naturalmente.
– Eso lo voy a arreglar yo en seguida. ¿Por qué le han dejado pasar?
– Por la placa. No es mérito mío, ¿sabe? Es sólo de la placa de policía. Por algo en los medios del hampa la llaman «La Milagrosa».
Blanca se estremeció un momento, sólo un momento. Luego preguntó con voz tranquila:
– ¿Qué quiere?
– Veo que tiene usted una radio en la habitación, señora. Seguramente apagada y todo.
– La tengo. Y supongo que alguien se ha molestado en apagarla. ¿Qué pasa?
– ¿La ha oído? Blanca Bassegoda decidió decir la verdad. La experiencia, y sobre todo su padre, y sobre todo los políticos le habían enseñado que las pequeñas verdades tienen un gran valor, porque hacen creíbles las grandes mentiras. Por eso se dejó caer en una butaca mientras susurraba:
– Sí… Acabo de oírlo… Lo de mi marido y lo del pobre Dani… Siento de verdad lo de Dani. A él le quería.
– Entonces no debe sorprenderle tanto mi visita, señora.
– Ya no sé lo que me sorprende y lo que no… Pero es que aún no había empezado a reaccionar, ¿entiende? Y además siempre había pensado, no sé por qué, que esas cosas las comunicaban de otra manera.
– Tal vez pensaba que esos trabajos no los llevaban a cabo personas como yo.
– Tal vez.
– ¿Puedo sentarme, señora? Méndez está cansado, Méndez siente además dolor en la nuca a causa de la tensión, porque ha conducido hasta allí un monstruo de cuatro cilindros, cuatro, sumando entre todos ochocientos cincuenta centímetros cúbicos, un monstruo que cuando le pones directa en la Diagonal alcanza los sesenta por hora. Y luego sólo ha faltado lo del travestí, vamos al final de la carretera, chato, que nos vamos a poner moraos, y la hostia que le ha dado cuando no le ha querido pagar. Que un policía, con tantos años de servicio tenga que aguantar eso, y en especial que se le obligue a manejar medios de transporte tan sofisticados y poderosos, debería prohibirlo la ley.
Pero se sienta. Y mira el salón donde aún impera el gusto del padre. Y mira las rodillas de Blanca Bassegoda, donde aún impera el gusto de las folladoras con corsé y con música de Haëndel. Todas las mujeres deberían ser así, piensa Méndez. Todas deberían saber que follar es un arte, sobre todo cuando los hombres como él tienen que contemplarlo de lejos.
– Siento lo que ha pasado, señora.
– Yo lo siento sólo en parte, para qué le voy a mentir.
– Todo el mundo sabía que usted y Eduardo Contreras no se hablaban. En fin, las gentes que siempre andan peleándose, como él, suelen terminar así. Ahora quedan unos trámites fastidiosos y molestos, como la identificación, pero todo terminará en un soplo, ya lo verá usted.
Blanca Bassegoda se retorció los dedos nerviosamente.
– Cuando usted ha aparecido ahí, yo iba a telefonear. Pero, por favor, dígame… ¿Cómo ha sido? ¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así?
– ¿Eduardo Contreras y Daniel Ponce eran enemigos?
– Eduardo Contreras era enemigo de todo el mundo.
– Tenían cuentas pendientes? Quiero decir deudas, asuntos de mujeres, sociedades por liquidar, mentiras dejadas caer en los Bancos… En fin, todo eso.
– No lo sé. No creo. O tal vez tuvieran algo. Repito: no lo sé.
– ¿Su marido seguía enamorado de usted? La arruga vertical volvió a partir en dos la delicada frente de Blanca Bassegoda.
– No lo sé -dijo con sequedad-, en todo caso era asunto suyo, no mío.
– ¿Y Daniel Ponce? ¿Estaba Daniel Ponce enamorado de usted?
Ahora Blanca Bassegoda se sonrojó. Desapareció la arruga de su frente. Los dedos volvieron a iniciar un balanceo que no era crispación, un balanceo suave, lleno de sugerencias.
– Nos criamos juntos -respondió-, y cuando vivíamos en la torre de la Vía Augusta quizá sí que estuvo enamorado de mí. Pero todos los primos se enamoran alguna vez de sus primas, ya se sabe. No tiene importancia, como no la tenía la simpatía que nos profesábamos. No creo que a eso se le pueda llamar amor.