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Además de la nave, que parecía una trinchera, con molduras rotas y fragmentos de yeso desparramados por el suelo de tarima, escobaron las losas del porche. Castrón utilizó una pala para entrecavar y aplanar el terreno ondulado ante el pórtico, intentando eliminar huellas. Quedarían en el lugar las marcas de los neumáticos, pero eran de un modelo común, como habría decenas en aquellas apartadas comarcas. Aunque la policía localizase con posterioridad las piezas robadas, no les sería fácil probar la relación de la banda de Terrén con el expolio.

La banda de Terrén… Así habían titulado los periódicos a finales de los años setenta, cuando la brigada de patrimonio de la Guardia Civil le sorprendió con las manos en la masa en su almacén de Pradilla del Monte, un pueblecito de El Bierzo. Terrén poseía allí una antigua granja familiar rehabilitada como almacén de antiguallas, ferralla y chapa. Los agentes encontraron detectores de metales, moldes para fabricar falsas monedas antiguas, picos, palas y piezas procedentes de yacimientos íberos y romanos: fíbulas, ídolos, bronces, bustos, cerámicas.

Anselmo Terrén nunca supo a ciencia cierta quién le había delatado, pero tuvo que enfrentarse a una acusación que implicaba varios años de cárcel. Lograría reducir la condena a cambio de proporcionar una lista con los nombres de sus clientes, entre quienes figuraban relevantes ciudadanos de España y Portugal. Médicos, abogados, anticuarios… con muchos de los cuales Terrén había tratado en persona.

La sentencia lo recluyó en el penal de La Santidad, a las afueras de Bolsean, en una de cuyas celdas dormiría durante cuatrocientas veintitrés eternas noches.

En la cárcel, Terrén trabaría amistad con Boris Skaladanowski, el Berlinés, encarcelado por motivos parecidos a los suyos.

Descendiente del pionero del cine alemán, con residencia en España, Skaladanowski era hiperactivo, políglota, ludópata. Presumía de hechuras de dandi y conquistador, viajaba y frecuentaba museos, casinos, mujeres. Con una afectada indiferencia, ganaba o perdía cifras de vértigo, y con la misma naturalidad cambiaba de amantes. Solía afirmar que no le importaba la suerte, pues la tenía comprada, y que hasta los signos del zodíaco trabajaban para él. Skaladanowski se había especializado en el tráfico internacional de objetos artísticos. Experto en románico y gótico, figuraban en su haber decenas de robos a pequeñas iglesias rurales de la franja norte del país, desde la Cerdaña a las estribaciones de los Picos de Europa.

El Berlinés saldría de la cárcel unos meses antes que él. Cuando Terrén dejó atrás los muros de La Santidad, volvieron a encontrarse y decidieron trabajar juntos. Terrén se encargaría de reclutar a los integrantes de cada nuevo golpe, y de ejecutar los expolios; Skaladanowski, por su parte, iría colocando las piezas, una vez restauradas, y atenuada la alarma de su desaparición, en un zoco de coleccionistas particulares y comisarios sin escrúpulos que abarcaba buena parte de Europa occidental, con ramificaciones en México y en Estados Unidos. Asimismo, Rusia y Oriente Próximo se estaban abriendo a ese rico mercado.

En los últimos meses, debido a la presión policial, apenas habían protagonizado un par de robos de poca monta, con escasos riesgos y mínimos beneficios.

La ermita de San Caprasio, en Muruago, prometía un botín algo mayor. Una de las tablas, una Anunciación, podía alcanzar un alto precio en el mercado negro.

Esa bella pintura viajaba ahora sana y salva en la furgoneta de Terrén, rumbo al puerto de Gijón.

GNOMUS

6

Gijón, 17 de diciembre de 1985, martes

Después de atravesar Muruago en sentido inverso, Terrén condujo sin desmayo por el corazón de los Picos de Europa, hasta que un grisáceo Cantábrico les recibió con alarma de temporal, altas olas de espuma sucia rompiendo contra los acantilados de Tina Mayor.

En Llanes descendió Castrón, el gallego, que regentaba una panadería cerca del puerto. Al despedirse de él, Terrén le alcanzó un sobre con la cantidad acordada.

Un poco más adelante, en un cruce de caminos, se bajó Niño Matesa. El valenciano era camarero de un restaurante de ruta que incluía la explotación de un club de mala muerte, con un travestí mal operado y media docena de putas de desecho de tienta. Entre semana, frenaba algún camionero, por los cocidos, y los sábados, en el puticlub, los solteros de los valles se soltaban la melena y se cocían con champán andorrano, a cuarenta duros la copa de una botella que costaba la mitad.

Poco antes del mediodía, sin detenerse salvo para llenar el tanque, Anselmo Terrén entraba en Gijón.

Boris Skaladanowski le esperaba en Cimadevilla, en una tienda de muebles indonesios que había montado con su última novia, una muchacha rumana, Erika Umanescu, pelirroja y alta (casi tanto como él), de una belleza fría que a Terrén le ponía caliente.

La tienda tenía dos entradas. Por la de atrás, un callejón de sentido único permitía labores de carga y descarga.

Terrén llamó al timbre y empezó a desembarcar el alijo. Aquejado de un fuerte lumbago, Skaladanowski no pudo ayudarle a trasladar los bultos a la trastienda, donde quedaron alineados sobre una mesa, bajo un retrato de Adolf Hitler.

El Berlinés sonrió al ver La Anunciación.

– Esa ya tiene propietario -garantizó.

Terrén expresó su curiosidad: ¿para quién era?

– Para un anticuario de Bolsean, Gedeón Esmirna -desveló el marchante-. Afable y grueso, así como tú. Deberías ponerte a dieta, Terrén.

– ¿Es de confianza, ese Esmirna?

– Otras veces he trabajado para él, siempre de encargo. Erika y yo acabamos de regresar de un viaje de placer por algunas capitales del viejo imperio austrohúngaro, donde nacieron las ideas que me han hecho fuerte. Esmirna quería quedar cuanto antes, pero le he comunicado que nos disponemos a pasar una semana de placer en las islas de… qué más da. A la vuelta contactaré con él y le llevarás esa Anunciación, junto con otra pieza por la que andaba loco. ¿Quieres verla?

Sin esperar respuesta, Skaladanowski sacó de un armario un grabado que representaba una figurilla traviesa, un duendecillo o gnomo.

– Tócalo, los jorobados dan suerte.

– ¿Qué es? -se interesó Terrén.

– Un dibujo de Viktor Hartmann.

– ¿De quién?

– El pintor que inspiró los Cuadros para una exposición, de Mussorgsky. ¿Tampoco te suena?

– No.

– Un poco de cultura no te vendría mal, Terrén.

– No tengo tiempo para mariconadas. ¿De dónde lo has sacado?

– Viene de Francia, de una colección privada.

– ¿Robado?

– Pregúntale a Erika.

La pelirroja sonrió con sus labios llenos. Llevaba una falda corta y un top que le marcaba el pecho. Terrén la miró de arriba abajo, sin aliento. Fue el Berlinés quien contestó por ella:

– Digamos que su dueño, un rico vinatero de Burdeos, no tomó las medidas adecuadas para proteger su corazón y su casa.

– ¿Por ese orden? -rio Terrén.

– Erika es una gran profesional -la alabó su pareja-. En todos los sentidos.

– ¿Cuánto vale?

La sonrisa del Berlinés no fue amistosa.

– ¿Erika?

Terrén sintió que un cosquilleo le recorría las ingles.

– La Anunciación.

– Lo que Esmirna quiera pagar.

– ¿Cuánto?

– Es coleccionista fanático. Soltará lo que le pidamos. Deja de hacer preguntas, Terrén, y vamos a brindar.

– No con tu vino. Me recuerda a meados de gato.

Skaladanowski hizo una mueca de disgusto.

– Los españoles seguís siendo unos bárbaros. He agotado las reservas de Riesling. Beberemos vino tinto, o sidra, y esta noche jugaremos a la ruleta en el casino de Santander. Soy un hombre de suerte, ya lo sabes. Y también tú lo eres, Terrén, en especial a partir del momento en que me conociste en la cárcel. No tengas la menor duda de que nuestra buena estrella no nos abandonará mientras estés de mi lado.