Tras cortar la comunicación, sintiéndose cansado y con el ánimo por los suelos, el comisario le pidió a Adela, su secretaria, que le trajese un café muy cargado y que le permitiera tomarlo en su despacho sin interrupciones de ninguna clase.
Tenía que decidir qué iba a hacer con Ernesto Buj y con Martina de Santo. Debía impedir que aquel escándalo interno saliese a la luz, colocándoles en la diana de la opinión pública. Sin embargo, dada la personalidad de Maurizio Amandi, su carácter, su fama y la espectacularidad del caso en que se había visto envuelto, no estaba seguro de conseguir echar tierra sobre el asunto.
En otro orden de cosas, si el pulso le temblaba y se abstenía de aplicar un escarmiento a sus subordinados, la próxima vez que Buj y De Santo se enzarzaran tendría nuevas razones para arrepentirse por no haberles impuesto un castigo ejemplar.
La lógica le aconsejaba acelerar los trámites de la jubilación del inspector y trasladar a Martina a otra brigada, alejándola de la línea de acción. La primera de esas decisiones le exigiría contar, si no con el beneplácito, sí con una cierta colaboración por parte de Buj, cuya hoja de servicios, a lo largo de cuarenta años de entrega al Cuerpo, incluía un acumulado prestigio en las altas esferas. La previsión de tener que negociar con Buj le llevó a aparcar momentáneamente ese asunto, hasta que hubiera consultado con los servicios jurídicos.
Por lo pronto, y puesto que de su autoridad se esperaban actuaciones inmediatas, sancionaría a Martina.
Espigó las cláusulas disciplinarias del Reglamento, descartó una acusación grave por insubordinación u ocultamiento de pruebas y se dispuso a aplicar a la subinspectora una sanción menor que implicara suspensión de empleo y sueldo durante un mes.
Redactó su resolución en un folio y se lo entregó a Adela para que lo pasara a máquina en papel timbrado. Después de leer los apretados párrafos, escritos con la letra picuda del comisario, Adela sonreiría taimadamente; hacía tiempo que también ella mantenía diferencias con la subinspectora, y le iba a proporcionar cierto placer teclear lo que podía ser, si no su acta de defunción profesional, sí un dilatado responso.
Satrústegui sorbió el café negro, abrió el balcón y, para despejarse, se asomó a la fría mañana. La parte posterior del edificio de Jefatura daba al coso de la plaza de toros, con sus ladrillos rojos, sus carteles de matadores y las enormes puertas por las que, en las fechas de corrida, entraban los furgones con los toros de lidia.
El comisario pensó que algunos condenados días no deberían alcanzar el indulto de su amanecer. Se abrochó la chaqueta, debido a la extrema humedad, y fumó un cigarrillo apoyado en el mástil de la bandera que había jurado servir, sintiendo que su mundo se resquebrajaba en fragmentos de odio y rutina, en divorcios y fracasos, pero sobre todo en la implacable premura de tiempo exigida, a modo de tardía justicia, por las voces de los muertos, de las víctimas que, como aquel desdichado anticuario, descendían a la tumba empujadas por un tropel de fantasmas.
Alguno de esos espíritus, como no podía ser de otra forma, acabaría teniendo nombre y apellidos. Satrústegui albergaba la impresión, no por completo ingrata, de que las claves de aquel enrevesado caso de la calle de los Apóstoles se encontraban delante de ellos, reunidas en un caos de encrucijadas y pistas. No acertaban a encontrar la salida al laberinto, eso era todo.
Como todo apuntaba, en principio, a que el asesinato de Gedeón Esmirna sólo podía haber sido cometido por uno de estos tres autores: Manuel Mendes, Maurizio Amandi o aquel hombre sin identificar que, según el testigo presencial, y confidente de la policía, Amadeo Rubio, el Gamba, había visitado la tienda de antigüedades con antelación a la llegada del músico.
A esa hora, precisamente, el inspector Villa se hallaba encerrado en su despacho de la primera planta con Amadeo Rubio. El sargento Alcázar y él se habían armado de paciencia para mostrar al Gamba fotos de delincuentes, por si el chivato era capaz de reconocer al primer hombre que en la noche del crimen fue recibido por Gedeón Esmirna.
Satrústegui cerró el balcón, se acomodó en su butaca, concluyó su café, que se había enfriado, y siguió cavilando en el caso.
Necesariamente, según había concluido el doctor Marugán, el autor del crimen tenía que ser un individuo de considerable fuerza y envergadura. Mendes y Amandi eran altos -metro ochenta el aprendiz, diez centímetros arriba el músico-; a ambos se les veía delgados, ágiles y en buena forma física. Cualquiera de los dos podía haber empleado el hacha o una catana. Pero ¿adónde habría ido a parar el arma homicida?
Satrústegui repasó mentalmente las pruebas de que disponían y hundió la vista en el informe de Marugán. Hasta el momento, los servicios forenses no habían conseguido localizar el historial clínico de Gedeón Esmirna. El análisis de las muestras de sangre tomadas en el escenario del asesinato sólo aportaba, reiteradamente, un tipo, B positivo, coincidente, a partir de las muestras tomadas al cadáver, y del enorme charco de sangre que se había vertido sobre una de las alfombras de la tienda, con el de Gedeón Esmirna.
Huellas dactilares de Manuel Mendes habían aparecido en diferentes secciones del establecimiento, pero ¿podía haber algo tan previsible como eso? Más probatorias, acaso, resultarían las de Maurizio Amandi, rescatadas del escritorio de Esmirna, donde debía de haber transcurrido su conversación con el anticuario, y de varios de los grabados de Hartmann, cuya adquisición sopesaría el músico, estudiándolos delante de su propietario.
Un nuevo interrogatorio practicado a Manuel Mendes, que permanecía recluido en los calabozos de Jefatura, no había aportado novedades sustanciales con respecto a su primera declaración.
A pesar de que el inspector Villa le había apretado las tuercas, el aprendiz había vuelto a relatar, punto por punto, la secuencia de sus movimientos y reacciones, ya descrita en la noche anterior. Mendes fue incapaz de aportar testimonios que refrendaran sus pasos. Sin embargo, a modo de compensación, hilvanó algunos comentarios episódicos que permitieron a los policías aproximarse un tanto a la forma de ser de Gedeón Esmirna.
Dándole la razón a Buj, al anticuario le gustaban los chicos. Mendes aportó varios nombres de supuestos amantes suyos. Un par de esos chaperas, relacionados con prácticas sadomasoquistas, empleaban a veces cazadoras o símbolos filonazis. El inspector Villa se había puesto a la faena de localizarles.
Tal vez, quiso animarse el comisario, de esa nueva pista surgiera alguna luz.
46
Bolsean, 13 de enero de 1986, lunes
Maurizio Amandi permaneció tres largos días ingresado en el Hospital Clínico. Una de sus costillas flotantes se había hundido como consecuencia de la paliza de Buj. A pesar de los calmantes, cualquier movimiento en la cama le causaba dolor.
La subinspectora acudió varias veces a interesarse por él. Mientras su compañera, la agente Ruiz, hacía guardia en el pasillo, Martina se quedaba a los pies del lecho, apoyada en el brazo del gastado sofá, charlando sobre cosas sin trascendencia, o simplemente dejándole dormitar. Le había llevado algunos libros, pero él ni siquiera los había cogido; ahí seguían, apilados en la mesilla, junto al frasco de Valium y el reloj de pulsera que iba marcando las lentas horas de convalecencia clínica.
Deprimido, sin ganas de nada, el músico apenas le contestaba. No era fácil determinar si su sonrisa triste agradecía la compañía de la subinspectora, o si, en el fondo, hubiera preferido estar solo.