En dicha esquela, tramitada en la redacción de La Colmena, no habían aparecido huellas dactilares, pero el análisis de la tinta, según desveló Horacio, había revelado que ésta no era industrial ni de uso común, sino que había sido elaborada de forma artesanal, obedeciendo a las proporciones de alguna antigua fórmula.
– Los del laboratorio -especificó el archivero- lograron aislar sustancias tan variopintas como agallas de pescado, palo de campeche, goma arábiga, azúcar, caparrosa roja, cochinilla y, ¡asómbrese!, restos de orina humana. Y un dato trascendentaclass="underline" esa clase de tinta coincidía con la de la carta que el conde de Spallanza envió a Esmirna.
– ¿La que yo misma encontré en su escritorio?
Horacio afirmó. Martina estuvo reflexionando durante un largo rato.
– ¿Cómo se elabora ese tipo de tinta?
– Hirviendo los distintos elementos y machacando el resto de ingredientes sólidos, el índigo porfirizado o el sulfato de hierro, en un almirez.
– ¿Qué es la cochinilla?
– Una especie de mariquita, procedente de México y Colombia. Se cría sobre los nopales. De modo tradicional, se ha empleado para teñir de grana sedas o lanas.
– ¿Y la orina? ¿Qué explicación tiene?
– Según algunos manuales de época, la orina premenstrual de una mujer serviría para fijar y abrillantar la mezcla.
– ¿Me está tomando el pelo?
– Nada de eso, subinspectora. Esas fórmulas, en el siglo dieciocho o diecinueve, eran tan frecuentes como la tinta de Tarry o la tinta indestructible del doctor Haldat.
– ¿Cómo ha averiguado todo eso?
– El inspector Villa olvidó recoger en su cajón el informe del laboratorio y no me resistí a fotocopiarlo. Lo he guardado en el archivo, junto a esa botella de quitapenas que usted se obstina en ir vaciándome.
El archivero se quedó a cenar con Martina. En la posada compartieron una lubina de anzuelo y una botella de vino blanco.
De noche cerrada, Horacio se dispuso a dejar a la subinspectora ante un whisky de malta, con el cenicero lleno de colillas.
– Cuídese, Martina.
– No corro ningún peligro.
– Me refiero a su salud.
– Buceo todas las mañanas, y algunas tardes voy a correr.
– ¿Quiere que le diga algo a Satrústegui, de su parte?
– No se atrevería a reproducirlo.
– ¿Hasta cuándo se quedará aquí?
– No lo sé. Puede que todo el mes.
– Si me necesita, llámeme. O silbe.
Martina sonrió.
– Lo haré.
50
Playa Quemada, 22 de enero de 1986, miércoles
Esa noche, alrededor de la una de la madrugada, sonó el teléfono de su cuarto. Martina estaba tan sumergida en sus notas del caso Esmirna, cruzando los datos proporcionados por Horacio, que dio un respingo. Encapuchó la Egmont-Swastika y descolgó el auricular.
– Hola, Mar.
Era Amandi. A través de la ventana, que daba sobre la ensenada de Playa Quemada, se veían las estrellas. Hacía una noche tan clara que se habría podido pasear a la luz de la luna.
– ¿Cómo me has localizado?
La risa de Maurizio repicó en el auricular.
– Me acordé de cierta noche, de cierta posada… ¿Cómo está mi heroína?
– Teniendo en cuenta que corro el riesgo de que me expulsen del Cuerpo, bastante bien.
– Vamos, Mar. Todo se reducirá a una simple sanción. Pronto volverás a enfundarte esa pistola que te queda tan sexy y solucionarás el caso. A propósito… ¿Se ha producido algún avance en la investigación?
Ella accedió a informarle sobre las novedades aportadas por Horacio Muñoz. Maurizio escuchó con atención, sin interrumpirla.
– ¿Un hombre entró a la tienda de Esmirna antes que yo? ¡Y me lo dices después de que casi me mataran en tu comisaría!
– Precisamente porque sucedió de esa manera sigues siendo sospechoso. ¿Te has recuperado de la paliza?
– Podría tener una lesión pulmonar.
– ¿Por eso estás fumando?
– ¿Cómo sabes…?
– Por tu manera de respirar. A menos que te falte oxígeno a causa de la emoción de estar hablando conmigo.
– Eres incorregible, Mar… ¿Quién diablos era ese tipo?
– Anselmo Terrén, un viejo conocido de la Guardia Civil. ¿Te dice algo ese nombre?
– Claro que no.
– Su banda se dedica al expolio de bienes artísticos. Parece ser que Terrén tenía algún tipo de compromiso con Esmirna y que iba a entregarle una serie de piezas robadas.
– ¡Entonces, fue él quien mató al anticuario!
La subinspectora encendió un cigarrillo.
– No tan deprisa, Amandi. Tú mismo viste vivo a Esmirna, y entraste a la tienda con posterioridad a Terrén.
– Ese tunante se quedaría escondido, o regresaría para liquidarlo después, una vez me hube ido. ¡Debéis interrogarle!
– No podemos hacerlo. Terrén ha desaparecido.
– ¿A qué esperáis para cogerle?
– Te recuerdo que yo…
– Tus colegas, quería decir. ¡Esa partida de inútiles!
– Puede que no seamos perfectos, pero te aseguro que la mayoría de mis compañeros respeta un código de conducta. Y son eficaces, créeme. Han detenido en Gijón al socio de Terrén. Un extranjero -añadió la subinspectora, tras una calada al pitillo que acababa de encender-. Un tal Boris Skaladanowski. ¿Te suena?
Amandi tardó tres segundos en contestar:
– No.
– ¿Estás seguro?
– Por completo. ¿Ese Skalada…?
– Skaladanowski.
– ¿Ha cantado?
– ¿Qué tenía que cantar?
– No sé, Mar. Tal vez fue él quien urdió la trama.
– ¿Cuál de ellas, la de Bolscan, la de Viena, o la trampa de la que tu padre fue víctima?
– Carezco de datos.
– También yo. Probablemente, se sabrá algo en las próximas horas.
– Eso espero -respiró Amandi, con cautela-. ¿Qué tienes que hacer mañana?
– He quedado para practicar buceo.
– ¿Con quién?
– Con una bandada de gaviotas reidoras, unos cuantos cormoranes y algunos patos marinos. Sospecho que les encanta verme desnuda.
– ¿De qué estás hablando, Mar? ¿Es que te has vuelto loca?
– ¿No estarás celoso?
– ¿Por qué lo dices? ¿Es que entre esos pájaros hay algún buitre?
– Si llega a gustarme alguno, serás el primero en saberlo.
– Evitemos esa hipótesis. He cambiado de opinión con respecto a tu oferta. Ven al sur y acompáñame en mi gira. Un día de éstos, el 26, tengo un concierto en el Teatro Falla. ¿Conoces Cádiz?
– No.
– Es una ciudad preciosa. Ilustrada, colonial. Te encantará.
– Ahora soy yo la que necesita estar sola.
La voz de Maurizio sonó a decepción:
– Si cambias de opinión, llama.
– También podría silbar.
– ¿Cómo dices?
La subinspectora se quedó mirando las estrellas a través de la ventana. Las nebulosas se alejaban en el espacio infinito. Le pareció sorprender una estrella fugaz.
– Voy a colgar. Es tarde y estoy cansada.
Al otro lado del hilo, el pianista porfió:
– Te enviaré otro telegrama para recordarte la fecha de Cádiz. Reservaré un hotel junto al malecón. Pasearemos por la playa a la luz de la luna y nos hartaremos de pescado frito.
– Adiós, Amandi.
– Aguarda, Mar. No te he dicho que cuando pienso en ti todo, absolutamente todo, me parece mezquino…
La línea se interrumpió. Todavía Martina garabateó unas notas, entre las que incluyó el contenido de la conversación y la hora de la llamada que su amigo le acababa de hacer.
Cayó en la cuenta de que Maurizio no le había dicho desde dónde telefoneaba. Se quedó un rato pensativa, dándole vueltas a la conveniencia de localizar el número. Decidió encargárselo a Horacio, apagó la luz y volvió a meterse en la cama.