– ¿A estas horas?
– Aquí se almuerza pronto. El patrón salió a pescar anoche. Seguramente, habrá pescado fresco. Y vino blanco, por supuesto.
Macarena Galván sacó una agenda y comprobó sus citas.
– A las cinco tengo una orden de registro.
– Llegará a tiempo. Quédese, insisto.
– Suena tentador.
– En ese caso, caiga en la tentación.
53
Mientras Martina se duchaba en su cuarto, la jueza estuvo recorriendo la aldea de Playa Quemada. Con sus casas de piedra y teja árabe, sus balcones de viga y sus mil maneras, el pueblecito irradiaba tranquilidad.
A salvo del oleaje, barcas de colores se recostaban en el muelle de guijarros. Un viejo pescador, abrigado con un jersey de cuello alto, remendaba sus artes de pesca.
Macarena Galván y Martina de Santo volvieron a encontrarse en la cantina y tomaron asiento frente a frente en dos desvencijadas sillas de anea. Sobre la mesa, protegida por un hule con frutas pintadas, humeaba una fuente de pescado tan generosa que no habrían acabado con ella ni con ayuda de otros dos comensales.
Martina sirvió el vino blanco. La botella no tenía marca.
– Estoy en ayunas -dijo la jueza.
– Es como mejor sienta.
La subinspectora le sirvió una lubina tan fresca como habría sido imposible encontrarla en el Mercado de Pescados de Bolsean. No había palas entre los cubiertos. Utilizaron unos cuchillos de sierra, más apropiados para la carne.
– Delicioso -murmuró Macarena.
– Dominga ha debido de esforzarse -comentó Martina; desde la barra, la gruesa patrona le sonrió con sus dientes de plata-. En esta época del año, no viene casi nadie.
– De manera que éste es su refugio.
– Uno de ellos, sí.
– Es usted una mujer extraña.
– No más que cualquier otra.
La jueza masticó durante un rato, saboreando la textura del pescado, su crujiente piel, y bebió un trago.
– No entiendo de vinos, pero está buenísimo.
– Lo traemos de Valladolid -dijo la cantinera.
La jueza le sonrió con diplomacia, pero como si no le hubiera hecho excesiva gracia que escuchara lo que hablaban. Bajó un poco la voz:
– Tengo una propuesta para usted, Martina.
La subinspectora dejó el tenedor sobre el plato de loza.
– Sea cual sea, le agradezco que haya pensado en mí.
– ¿En quién, si no?
– Si lo que necesita es ayuda policial, tiene a su disposición a cualquiera de mis compañeros.
– ¡Sus colegas, claro! ¿Cree que no he hablado con ellos, hasta la extenuación? Han transcurrido ya varios días desde que se cometió el crimen. El rastro se enfría y seguimos igual que al principio, o peor.
– Pero han detenido a un tipo, ese Skaladanowski.
– ¿Desde cuándo cree en lo que afirma la prensa?
Martina no iba a enredarse en un debate sobre la opinión pública. Estimando que entre la jueza y ella se había establecido un cierto grado de confianza, fue al grano:
– ¿Se han practicado nuevas detenciones?
Macarena se sirvió otro vaso de vino. El de Martina estaba mediado, pero volvió a colmarlo.
– Me trajeron desde Gijón a ese individuo, el Berlinés, un pájaro de cuenta. Boris Skaladanowski. Admitió haber planeado el robo de la ermita de San Caprasio, y enviado como correo a Bolsean a uno de sus socios, Anselmo Terrén, asimismo fichado por la policía. El propio Skaladanowski le arregló desde Gijón una cita con Gedeón Esmirna, destinatario de parte del lote. Terrén tenía que hacerle entrega de las piezas y recoger el dinero. De inmediato debería regresar a Gijón, pero no lo hizo.
– Tal vez huyó con el botín.
– Skaladanowski no lo cree. Se muestra plenamente convencido de que su socio jamás le habría traicionado. Pudo haberlo hecho en ocasiones anteriores, con otras entregas de mayor envergadura, pero se mantuvo fiel a ese nazi.
Martina iba a cortar un trozo de pescado; volvió a dejar los cubiertos apoyados en el filo del plato.
– ¿El Berlinés es un ultra?
– Y de los más recalcitrantes. No uno de esos salvajes de cabezas rapadas que van por los bares aterrorizando a los estudiantes con cadenas y traíllas de dóbermans, sino de los que se esconden detrás.
– La esquela de Gedeón Esmirna estaba firmada por una esvástica.
– Lo recordé y se la mostré a Skaladanowski. No pareció entender de qué iba aquello.
– ¿Le preguntó por la ubicua pelirroja?
– No hizo falta. Ella vino con él.
Los labios de Martina armaron una expresión de sorpresa.
– ¿La chica del Berlinés es pelirroja?
– Natural, diría yo. -La jueza consultó unas anotaciones en su agenda y agregó, sin abandonar un tono un tanto frívolo-: Erika Umanescu. Una preciosidad rumana de origen eslavo, hermosa y fatal, con más conchas que un galápago.
– ¿La interrogó?
– Por separado, y también junto a su pareja. Es resbaladiza como una anguila, y no logré obtener nada consistente. En la noche que asesinaron a Gedeón Esmirna, la pareja compuesta por Erika Umanescu y Boris Skaladanowski, quienes, sin estar casados, viven juntos desde hace algún tiempo, estuvo cenando en una sidrería de Cimadevilla. La policía de Gijón ha verificado la coartada. Ellos no pudieron matar a Esmirna.
– ¿Insistieron en no saber nada de Terrén?
– Ni una palabra. Su cómplice no les ha llamado, ignoran dónde está. He ordenado su búsqueda. A estas horas, la Guardia Civil está registrando una finca suya en Pradilla del Monte, en la comarca de El Bierzo, y la Policía Nacional se ha encargado de reventar un piso de su propiedad que hemos localizado en Avilés. Pero unos y otros ya me han adelantado que no hay señales de su paradero. Cabe la posibilidad de que haya abandonado el país.
– ¿Tiene familia?
– Terrén es soltero. No hay padres ni hermanos. Nadie le echará en falta.
– Su pista se pierde en el establecimiento de Esmirna.
– Así es. Donde, por cierto, se ha descubierto una bodega secreta.
Esa revelación hizo renacer el instinto policial de Martina.
– Estoy convencida de que la clave sigue estando en la escena del crimen. Debo volver.
– Yo misma iba a proponérselo.
– No puedo hacerlo. Olvida que estoy sancionada.
Un gesto de Macarena Galván pretendió disipar esa contrariedad.
– Le decía antes que hablé largo y tendido con su jefe. Formalmente, el comisario no le va a levantar el castigo, pues equivaldría a dejar al inspector Buj con el trasero al aire. Pero, según el acuerdo que alcanzamos anoche, mientras me peleaba con una suela de zapato en aquel horrible restaurante, Satrústegui le autorizará, de manera provisional, a investigar para el Juzgado.
La jueza la miró con intensidad.
– En otras palabras, subinspectora: trabajará para mí.
Martina no acabó de convencerse de la bondad del procedimiento.
– Es algo insólito. No existen precedentes.
– Sentaremos uno -decidió la magistrada-. Y quizá -añadió, ruborizándose levemente-, no sea él último que establezcamos juntas.
54
Tal como había pronosticado Martina, el coche de la señora jueza se embarrancó en el arenal.
Al término de la comida, una vez consumida, por parte de ambas, la segunda botella de vino blanco y un inclasificable licor que Dominga, la posadera, les ofreció a los postres a modo de digestivo, su señoría mostraba síntomas de embriaguez.
En el momento en que, tras recorrer las dunas dando más de un tropezón, Macarena Galván entró a su coche y pudo, no sin varios intentos, hasta que atinó con la llave de contacto, encender el motor, el alcohol le jugó la mala pasada de equivocarse de marcha. El Fiat se encabritó como un potro corcovado y sepultó las ruedas delanteras entre una ola de arena. Habría hecho falta una grúa para sacarlo de semejante trampa.
Recordando que la jueza tenía un registro a la cinco de la tarde, la subinspectora la convenció para que dejasen su coche allí mismo, a la espera de que pudieran requerir ayuda, y de que regresaran a la ciudad en su propio vehículo.