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– La víctima estuvo aquí -sostuvo Martina-. La dejaron en el suelo, con las manos y los pies atados, y probablemente con una mordaza para que no pudieran oírse sus gritos de auxilio. Después, arriba, en la tienda, lo decapitaron.

– Está hablando en plural -observó la jueza.

– No es fácil reducir a un hombre y arrastrarlo por esos escalones. La dramatización del cuadro criminal, tal como lo encontramos, también era tarea excesiva para un solo asesino. Fueron al menos dos. Es algo que tuve claro desde un principio.

– Puede ser -admitió Macarena-. Pero ¿quiénes?

– Los mismos que ocultaron el arma del crimen en esa cloaca.

El sargento y la jueza intercambiaron una mirada de pasmo. Martina había metido un pie en el nevero y revolvía entre las antiguallas allí acumuladas. Encontró un atizador de chimenea, con el extremo doblado en un gancho, se agachó y lo introdujo en el aliviadero. Se oyó cómo la herramienta removía la tierra, y enseguida un ruido metálico. La subinspectora movió el atizador arriba y abajo, hasta enganchar algo. Se tumbó en el suelo y fue tirando con suavidad: una ensangrentada hoja trapezoidal, de hierro, apareció en el agujero.

– ¡Es un hacha! -exclamó Macarena-. ¡Fíjense en la sangre! ¿Cómo ha intuido que estaba ahí dentro?

– Por la rata que vio el inspector -repuso Martina-. Debió de herirse al salvar el obstáculo. Con esa hacha mataron a Esmirna. Encárguese de entregarla al comisario, sargento.

– ¡Subinspectora!

El grito había resonado en la bodega. Martina elevó los ojos hacia el pasadizo.

– Es Horacio. Le pedí que viniera.

– Salgamos de aquí -propuso la jueza-. Este lugar me provoca claustrofobia.

– Espere un momento -dijo Martina-. ¿No percibe un olor raro?

– El aire está viciado.

– Y perfumado.

Para sorpresa de la jueza, Martina se puso a olisquear las paredes de la cueva, hasta detenerse de nuevo junto al nevero lleno de trastos viejos.

– Es muy sutil, pero creo que huele a caucho, a resina o a alguna clase de pegamento.

– Yo no noto nada -dijo la magistrada-. Salgamos ya.

El archivero las estaba esperando en la boca de la trampilla. Llevaba en las manos una bolsa de una tienda de discos. Había comprado todos los que había podido encontrar del grupo Inferno, con títulos tan sugerentes como Bienvenido, Belcebú o El club de los machos cabríos.

– A la subinspectora le ha dado por el rock -explicó Horacio a la jueza, mostrándoles sus adquisiciones.

– Conozco ese grupo -afirmó Macarena, con una ancha sonrisa-. De hecho, intento no perderme sus shows.

A los policías les resultó imposible imaginársela en un antro abarrotado de camisetas negras y ajustados pantalones de cuero. El archivero preguntó:

– ¿Es verdad que arrojan vísceras a sus fans?

– Sólo a las primeras filas. Son fantásticos, en serio. ¿Cómo es que se interesa por el rock duro, subinspectora?

– En la playa me dediqué a atar cabos -repuso Martina-. Manuel Mendes tenía un póster de Inferno en su habitación. El logotipo del conjunto es un diablillo. El broche que lucía la mujer pelirroja que contrató la esquela de Esmirna tenía esa forma.

La jueza parecía por completo desconcertada.

– ¿Qué tiene que ver Mendes con esa pelirroja?

Martina encendió un cigarrillo. El humo expelido se confundió con el aliento de los demás, que formaba una nube de vaho en el gélido ambiente del establecimiento.

– Pronto lo averiguaremos.

LIMOGES (El Mercado)

56

Bolsean, 23 de enero de 1986, jueves

Después de la nueva inspección a Antigüedades Esmirna, Martina había cenado con Horacio una pizza ligera y se había acostado muy tarde.

Tumbada en el salón de su casa, cerca del fuego, había consumido medio paquete de cigarrillos mientras, de manera obsesiva, con una concentración tan intensa que olvidó el cansancio y la hora, estuvo revisando sus notas del caso, a las que añadió las observaciones correspondientes al descubrimiento de la bodega secreta del anticuario.

Leyó y releyó, tomando veloces apuntes, los volúmenes que Horacio le había hecho llegar con información selectiva sobre Modest Mussorgsky. Debían de ser las cuatro de la madrugada cuando el sueño la venció; incapaz de subir al dormitorio, se quedó dormida en el sofá, tras abrigarse con unos cuantos cojines.

Había soñado que un hombre desnudo la convocaba desde un lugar subterráneo, lleno de agua. Era como un cenote, negro y helado, en el interior de una cueva. El hombre intentaba escapar de ese líquido y oscuro infierno, pero cuando alcanzaba a encaramarse a las paredes de roca volvía a caer y se veía obligado a bucear en el pútrido estanque. En una de esas caídas, la cabeza se desprendió de sus hombros y flotó hasta que el agua le entró por la boca y comenzó a hundirse. El lago se volvió esmeralda, como las límpidas aguas de Diente de León. Y después, al tiempo que una luz radiante, dorada, se filtraba desde el cielo, se tornó rojo, de un hiriente color escarlata.

A las diez, después de una reparadora ducha y de un café tan caliente que le quemó los labios, despejándola de los malos sueños, la subinspectora estaba ya en los aledaños del Mercado de Pescados, en el barrio portuario, donde se establecía un rastro de ropas usadas y objetos antiguos.

La múltiple voz de la muchedumbre le hizo pensar en una de las cartas de Mussorgsky que la noche anterior, mientras estudiaba su vida, le había llamado la atención, por lo que la había transcrito en su cuaderno.

Se detuvo en plena calle para leerla. Decía así: «Las multitudes, como los individuos, ofrecen siempre rasgos sutiles, difíciles de penetrar y todavía no bien comprendidos. Advertirlos, aprender a leerlos al mirarlos, tanto por la observación como por la hipótesis, estudiarlos a fondo y nutrir con ellos a la humanidad, como si fuesen alimentos reconstituyentes, ¡he ahí el deber y la embriaguez suprema!»

La subinspectora experimentó una caritativa piedad hacia aquel loco y genial desdichado. La biografía de Mussorgsky era como para hacer saltar las lágrimas de cualquiera que no tuviese el corazón de piedra, pero, al menos, su obra había vencido el olvido. Algo que Maurizio Amandi, otro iluminado, también infeliz y genial, estaba todavía muy lejos de alcanzar.

La subinspectora encontró pronto el puesto que estaba buscando. Entre otros muchos objetos de escritura, ofrecía a la venta una colección de estilográficas antiguas. Martina reconoció una Parker Duofold de los años treinta y un artilugio de ebonita tallada, una Conley Stewart parecida a otra que le había mostrado Gedeón Esmirna.

Un chico joven, de aspecto pulcro, abrigado con una trenca y bufanda, atendía la caseta. Martina estuvo un rato hablando con él de las distintas piezas, hasta que sacó de un bolsillo de su americana la Egmont-Swastika y se la mostró.

– No hace mucho me regalaron este ejemplar. ¿Podría decirme cuál es su valor?

El vendedor abrió el capuchón y observó con atención el plumín.

– Puedo ofrecerle tres mil pesetas.

Martina se ofendió.

– ¡Vale mucho más!

– Si fuera auténtica, ya lo creo. Pero se trata de una imitación. El plumín es de iridio, y las piedras, falsas. Espero que no la hayan estafado a usted.

– ¿Qué está diciendo?

– Es mi opinión, señora. Pero si quiere contrastarla, le recomendaría que hablase con mi padre. No hay nadie que sepa más que él de plumas estilográficas.

– ¿Cómo se llama su padre?

– Julián Escuder.

– ¿Dónde puedo encontrarle?

– En nuestra tienda, La Reina de las Estilográficas.

– Deme la dirección.

El establecimiento quedaba cerca de allí, en la calle del Pez, no lejos de la de los Apóstoles.