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Fundada en 1942, la Reina de las Estilográficas era un comercio antiguo, diminuto y sin restaurar. La subinspectora empujó la puerta: una sinfonía de cascabeles alertó al dueño, que estaba ocupado en su taller.

Julián Escuder era un hombre bajo y rechoncho, de unos sesenta y tantos años, con una espesa mata de pelo blanco. Sobre la camisa llevaba un mandil con restos de tinta, y también las falanges de sus dedos, de todos los dedos, aparecían manchadas.

– ¿En qué puedo servirla?

Martina titubeó. Mientras caminaba hacia La Reina de las Estilográficas, su cerebro había estado conjugando distintas posibilidades. No podía creer que Maurizio la hubiese engañado obsequiándole con una burda imitación. Teóricamente, la Egmont-Swastika había pertenecido a su padre, el conde de Spallanza. En su testamento, se la había legado con una mención especial, como si se tratara de un objeto precioso. Ningún coleccionista habría obrado de manera tan fraudulenta… salvo que pretendiese ocultar algo.

– Acabo de hablar con su hijo, en el rastro. Me ha recomendado que le consulte a usted si esta pluma es auténtica o no.

– Déjeme ver.

El artesano desapareció en el interior de su taller, tan minúsculo que apenas le dejaba sitio para moverse, y colocó la estilográfica bajo un potente foco.

– Falsa -sentenció, a los pocos segundos-. Pero la imitación no es mala. Según mis informaciones, de la Egmont-Swastika se hicieron reproducciones espurias a lo largo de los años setenta, la mayoría en Taiwán. Iban destinadas a coleccionistas, fundamentalmente. A aquellos que no habían conseguido la original, y que jamás la obtendrían.

Decepcionada, la subinspectora se guardó la pluma falsa.

– Lo siento -agregó Escuder-. Dispongo de otros ejemplares clásicos de la casa Egmont, por si quiere verlos.

– Sólo me interesaba este modelo.

– La Swastika, no me extraña -asintió el artesano-. Muchos coleccionistas sueñan con ella. Yo mismo estaría dispuesto a pagar cualquier cantidad, si estuviera al alcance de mi bolsillo. Pero me temo que nunca lo estará.

– ¿Cuánto puede valer?

– Carece de precio. Tenga en cuenta que sólo quedan cuatro ejemplares en todo el mundo.

– ¿Sólo cuatro?

– Que sepamos, sí. ¿Conoce la historia?

– No.

– ¿Tiene un minuto?

– Tengo todo el tiempo del mundo.

Escuder asintió, aprobatoriamente.

– Se la resumiré. John Egmont, el diseñador y fabricante norteamericano, inventor del sistema de émbolo, patente que le haría amasar una fortuna, ordenó destruir la partida completa de Swastikas.

– ¿Por qué?

– Con motivo de la ascensión de los nazis al poder, como una forma de protesta testimonial.

– ¿De verdad destruyó esas joyas?

– Y sin que le temblara el pulso.

– ¿Cómo pudo…?

– Déjeme continuar, comprobará que el relato vale la pena.

Martina se esforzó por controlar su tensión.

– Le escucho.

Escuder escogió un libro de la estantería, lo abrió por una página que incluía la foto en blanco y negro de un hombre elegante y delgado que sonreía desde el volante de un Bentley y apoyó sobre su cara la yema de uno de sus entintados dedos.

– John Egmont, un verdadero magnate de su tiempo. Residía en Estados Unidos, pero poseía una fábrica en Roma, y fue allí donde tuvo lugar la simbólica protesta. Por parte de los diseñadores del nuevo modelo, las cruces de la Swastika habían sido concebidas como ornamentos a partir de su tradición indoeuropea; la esvástica era entonces símbolo del bienestar, la solidaridad, la paz. Hitler, sin embargo, la elevó a icono de su movimiento destructor. Cuando la locura nacionalsocialista empezó a extenderse, cuando aquellas flamígeras cruces aterraron las calles de Europa, John Egmont tomó su drástica decisión: antes de que salieran al mercado, el centenar de ejemplares de su exclusiva creación, destinados a reyes y potentados, fueron enterrados en una fosa que se cubrió con cemento. Previamente, una pala excavadora destrozó aquel tesoro, machacó el oro y pulverizó los rubíes. Sólo cuatro unidades se salvaron del sacrificio. La prensa mundial se hizo eco de aquella emblemática ceremonia, que sirvió para concienciar a mucha gente del peligro nazi.

– ¿Qué sucedió con esas cuatro Swastikas?

– Se ignora. Siempre se había creído que Egmont las conservaba como recuerdo, pero tras su muerte, acaecida en 1947, nunca aparecieron. Hubo rumores de todo tipo; desde que su propietario las había vendido para hacer frente a las crecientes deudas que terminaron por arruinar su negocio hasta que fueron sustraídas de su domicilio en Nueva York, mediante un sofisticado robo.

– ¿Cuál es su opinión?

– Puede que la viuda las vendiera. De hecho, se desprendió de numerosos bienes. Incluso llegó a organizarse una subasta en Londres con objetos de muchísimo valor y elevadas pujas. Imagino que la venta de las Swastikas, por su carácter simbólico, político, incluso, se amañaría a través de otros cauces. Nada me extrañaría que hubiesen salido al mercado negro, a través de intermediarios. Desde entonces, su leyenda y su valor no han hecho sino aumentar. Son las piezas más caras y codiciadas.

– ¿Qué se sabe de su paradero?

– Nada concreto. De vez en cuando circula algún rumor. Bulos.

– ¿Puede proporcionarme una idea de su precio? -insistió Martina.

Julián Escuder sonrió con timidez.

– Yo soy un simple artesano, pero si el destino me hubiese metido en el pellejo de John Egmont, o de su viuda, jamás me habría desprendido de esas piezas por menos de un millón de dólares.

– ¿Las cuatro?

El propietario de la Reina de las Estilográficas hizo un gesto de suficiencia.

– Cada una, señorita. Y puede que me quede corto.

57

Caminando sin rumbo por el dédalo del casco viejo, la subinspectora se abstrajo de tal manera que de pronto, al contemplar una de las aceras, no supo dónde se encontraba. Le sucedía alguna vez, cuando su mente se abismaba en la solución de algún problema complejo.

Sus pasos la habían llevado en dirección al centro, hacia los anchos bulevares que a principios de siglo trazaron las líneas maestras de la ciudad burguesa.

Dos de ellos, la Gran Vía y el paseo de Goya, desembocaban en la plaza de Sagasta, cuyos plataneros se perfilaban contra las fachadas modernistas que, como la casa en la que residía Leonardo Mercié, el profesor de piano, seguían conservando un poso de buen gusto entre los edificios modernos.

El óvalo de la plaza de Sagasta estaba rodeado de puestos de venta ambulante que ofrecían toda clase de artesanías y ropas de segunda mano. Ajena al bullicio, Martina paseó entre los tenderetes. Llegó a probarse unas pulseras étnicas, cuajadas de turmalinas, que finalmente declinó adquirir.

De modo inesperado, se abatió la tragedia.

Como a la gente que la rodeaba, el súbito estruendo obligó a Martina a levantar la vista.

Algo, una cristalera o una ventana había estallado en una de las casas; desde lo alto, una vertiginosa sombra caía libremente, sin posibilidad de salvación.

Durante una fracción de segundo, Martina vio revolotear su camisa, y cómo la succión del vacío volteaba a la figura en el aire, dirigiéndola de cabeza contra el suelo.

La subinspectora se precipitó al lugar del impacto. Apartó como pudo a los curiosos y se acercó al bulto aplastado contra las losas.

Fragmentos del cerebro se habían desparramado y la sangre brotaba a borbotones del cráneo, pero la identidad de aquel rostro apresado en el espanto de la muerte no ofreció a la subinspectora ninguna duda.

Era Leonardo Mercié.

58

Martina empujó a la gente que se arracimaba a su alrededor y corrió hasta la casa del profesor.