– De modo que le envía Satrústegui -asintió, sin levantarse de su escritorio, mientras Martina y Horacio permanecían respetuosamente en pie-. Coincidí con él en Barcelona, hace ya muchos años. ¿Cómo está?
– Le envía cordiales saludos -repuso Martina, impertérrita; a su lado, el archivero rezaba para que al comisario gaditano no se le ocurriera descolgar el teléfono y hacer una comprobación.
Tinoco reparó en sus dedos vendados.
– ¿Qué le ha pasado en esa mano, subinspectora?
– Sufrí una agresión en el tren. Un hombre intentó acabar conmigo, pero fue él quien cayó a las vías. He advertido a la Guardia Civil, para que proceda a su búsqueda. Creemos que se trata de uno de los criminales.
– ¿De Feduchy? -preguntó Tinoco, interesado.
– Tal vez. En el último mes y medio, cuatro anticuarios han muerto en extrañas circunstancias. Uno en Viena, otro en el Caribe y dos en España.
– Lo sé -afirmó Tinoco-. Satrústegui me puso al corriente.
– Pensamos que los tres primeros asesinatos están relacionados entre sí -estableció Martina-. Es probable que la muerte de Feduchy no sea sino otro eslabón de la cadena. Necesitaría analizar la escena del crimen.
– Ningún problema. Le pediré al inspector Castillo que la acompañe al Callejón de los Piratas, donde apareció el cuerpo. Tengo entendido que también el anticuario de Bolsean fue asesinado con un arma blanca.
– En efecto.
– Satrústegui me dijo que andan ustedes tras la pista de una banda de expoliadores, en la certeza de que fueron ellos los autores de al menos el penúltimo de los crímenes, el correspondiente a su circunscripción. ¿Opina que los asesinos se han desplazado hasta aquí, a mil kilómetros de distancia, para cobrarse una nueva víctima?
El tono de Tinoco no ocultaba una cierta guasa. La subinspectora estimó que le convenía mostrarse prudente.
– Preferiría indagar en la escena del crimen y cambiar impresiones después.
– Como quiera.
Mientras Horacio se quedaba en comisaría, consultando a otros agentes por un hotel donde alojarse, Martina salió a la plaza de España con el inspector Castillo. Su acento era más cerrado que el de su superior; de Jaén, quizá. Bajo la curtida piel de Castillo asomaban dos generaciones de aceituneros. Tras algunas frases meramente formales, le soltó con gracejo, sin dejar de caminar:
– No sabía que en Bolsean hubiera colegas tan guapas.
Martina se echó a reír.
– ¿No se ha fijado en mis contusiones?
– Sólo sé que tengo delante a una mujer bandera.
Y Castillo se quedó tan ancho, sonriendo al viento que le alborotaba el flequillo y arremolinaba la arena de la plaza. Amenazadores nubarrones preñados de lluvia sobrevolaban las azoteas. La luz era gris. Y el mar, que se vislumbraba a trechos, según avanzaban por el paseo de Canalejas, entre buganvillas y flamboyanes rameados por las ráfagas, había adquirido el plomizo color de la panza de un tiburón.
– ¿No cogemos un coche? -sugirió Martina.
– Aquí las distancias son cortas -repuso Castillo-. ¡Pero hay que ver qué mañanita nos ha traído!
A la vista del vendaval, el inspector decidió cortar por las calles del casco antiguo. Algunas eran tan estrechas que necesariamente las antiguas carrozas de la Ilustración rozarían con las bombardas empotradas en las esquinas, sobre los adoquines de piedra, de la misma manera que los pasos de Semana Santa se las desearían para embocar sus peanas, con los Cristos y las Vírgenes bamboleándose a lomos de los costaleros.
La estatua de Emilio Castelar los saludó sin palomas en la plaza de Candelaria, con tascas en las esquinas y tanta vegetación que los balcones reflejaban una selva de hojas y flores. Martina admiró el armónico trazado de las fachadas dieciochescas, tan decadentes y modernas al mismo tiempo, las rejas, el juego de las ventanas y los fierros, del cristal y la cal.
– Me parece que me va a encantar esta ciudad.
El inspector se animó:
– Tendría que volver en verano, con las playas a reventar. Si quiere, puedo enseñarle lo más nombrado, e invitarla a cenar una caballita. -Martina no contestó, limitándose a sonreír-. ¿Cuántos días piensa quedarse? -siguió insistiendo Castillo.
– Depende.
– ¿De qué?
– De lo que don Luis Feduchy nos pueda contar.
– Ése está ya para pocos hablares.
– Ya veremos. Hay cadáveres que dictan sentencia.
Su tienda de antigüedades, El Arca de Noé, estaba en el laberíntico barrio de El Pópulo, aislado por un arco de dovelas de piedra. La amarilla cúpula de la catedral se erguía sobre el Callejón de los Piratas.
Un policía vigilaba a la puerta del establecimiento. En el interior, no muy amplio, apenas un bajo de ochenta o noventa metros cuadrados atestado de piezas y muebles de época, media docena de focos unidos por un grueso cable iluminaban el escenario con luz eléctrica.
La silueta de un cuerpo caído, con las manos juntas, como en actitud orante, y las piernas dobladas, había sido trazada con tiza sobre el suelo de baldosa. Castillo indicó a la subinspectora que el cadáver de Feduchy había sido descubierto en esa posición, con los ojos abiertos, dilatados por el terror, y una daga clavada en el pecho.
– Había mucha sangre. Tanta, que se escurría bajo los muebles.
– ¿Cuántas veces lo apuñalaron?
– El forense contó diecisiete puñaladas.
– ¿Tenía parientes?
– Un hermano.
– ¿Mujer, hijos?
– Era soltero.
– ¿Cuándo se celebrará el funeral?
– Finalizada la autopsia, supongo.
– ¿Su hermano, entonces, no ha encargado aún la esquela?
– Lo ignoro -repuso Castillo, extrañado por lo absurdo de la pregunta.
– Alguien lo habrá hecho por él.
– Disculpe, pero no la entiendo.
– En su lugar, inspector, yo haría una consulta en las redacciones de los periódicos, particularmente en los de menor tirada. Me apostaría esa caballa a que la esquela de Feduchy fue encargada con antelación, y con instrucciones para ser publicada tres días después de su muerte. Así sucedió con los otros anticuarios.
Apenas convencido, Castillo decidió, empero, curarse en salud, y encargó la gestión a uno de sus subalternos.
La subinspectora se dispuso a registrar la tienda. Sin tocar nada, midió la distancia que separaba el dibujo de tiza del escritorio, así como la orientación de las marcas de sangre emulsionada que habían quedado impresas en una estatua de yeso de tamaño natural que representaba a un dios mediterráneo de cabellos rizados y cuerpo canónico.
El escritorio carecía de cajones. Su superficie de vidrio señalaba los oscuros óvalos de dos tazas de café, que Martina imaginó habrían sido incorporadas al elenco de pruebas, y una pluma estilográfica, una Sheafer de oro de los años cincuenta, con el típico plumín de boca de pato, destapada sobre una cuartilla en blanco. Daba la impresión de que el anticuario se disponía a escribir algo en ella cuando lo sorprendió su asesino.
Detrás del escritorio se alzaba un armarito moderno, de un vanguardista diseño que chocaba con los restantes elementos de la tienda. Uno de los agentes se hallaba revisando los libros de contabilidad, por lo que Martina prefirió no molestarle. Recorrió con la vista las piezas ornamentales, las porcelanas, una vitrina que reproducía joyas de origen tartesio, y también los cuadros que colgaban de manera aleatoria desde el elevado techo hasta el zócalo de mosaico, estilo patio andaluz: marinas de la bahía, acuarelas de muchachas caminando por playas desiertas, retratos modernistas, pinturas religiosas del barroco sevillano, con los claroscuros de Velázquez y Zurbarán como inasequibles ejemplos… hasta un enorme lienzo de batallas coloniales, caballería y turbantes, cañones y jaimas, que le recordó a Pradilla.