Mantuvo la respiración. Despacio empezó a soltar el aire entre dientes apretados.
– La misma simbología…
– Estamos buscando a una persona que tiene los crímenes por especialidad -dijo llanamente y sin tono en la voz-. Un banco de conocimientos eficiente y malogrado.
– Así que al final no ha influido sobre otros para que maten -dijo Sigmund interrogativamente-. ¿Hemos dejado atrás esa teoría?
– Lo ha hecho él mismo. Sin ninguna duda. -Inger Johanne no soltaba la mirada de Yngvar-. No confía en nadie -continuó-. Desprecia al resto de las personas. Probablemente lleve una vida que para otros sea solitaria, pero sin estar completamente aislado. En realidad las personas no le interesan. Sus acciones son en sí mismas tan grotescas, y la imitación del simbolismo tan enferma que…
Pasó la mano lentamente sobre la superficie del banco y bajó la vista.
– Dilo…
– Ni siquiera tiene por qué tener nada en especial contra Vibeke Heinerback o Vegard Krogh -dijo.
– En lo que se refiere al último -murmuró Yngvar-. El asesino tendría que ser el único…, que no tenía nada contra él, quiero decir. Pero si todo esto fuera correcto, ¿cuál sería el móvil? ¿Qué putos motivos podría tener alguien para…?
– ¡Espera! -Inger Johanne agarró la mano de Yngvar y la estrujó-. El móvil no tiene por qué estar en perjudicar a Vibeke o a Vegard -dijo ella de nuevo, emocionada y con prisa, como para forzar a aparecer a un pensamiento que se le había escapado-. Pueden haber sido elegidos por el simple motivo de que eran famosos. ¡El asesino quería que los crímenes llamaran la atención, como hizo el primero, el asesinato de Fiona Helle! Este caso tiene…
– Vegard Krogh no era famoso -la interrumpió Sigmund-. Yo, por ejemplo, no tenía ni idea de quién era hasta que lo mataron.
Inger Johanne soltó la mano de Yngvar. Se puso las gafas sobre la nariz. Alzó la copa de vino y bebió.
– Tienes razón -dijo-. Tienes toda la razón. No entiendo bien cómo…
– En algunos círculos sí era bastante conocido -dijo Yngvar-. Había salido en la tele y…
– Sigmund tiene algo de razón -dijo Inger Johanne-. El que Vegard Krogh no fuera más famoso es un punto débil de mi teoría. Por otro lado…
Se interrumpió a sí misma con expresión pensativa, como si estuviera intentando agarrar algo que era demasiado débil y difuso como para compartirlo con los demás.
– Pero el móvil -repitió Yngvar-. Si la intención inicial no era dañar a Vibeke o a Vegard, ¿qué intenciones tenía? ¿Jugar con nosotros?
– ¡Shh! ¡Shh! -Inger Johanne volvía a estar despierta y alerta-. ¿Lo habéis oído? ¿Venía de…?
– Sólo es Kristiane -dijo Yngvar levantándose-. Voy yo.
– No. Déjame a mí.
Inger Johanne procuró no hacer ruido al salir al pasillo; Ragnhild aún podía dormir una hora más antes de volver a comer. Del cuarto de Kristiane salían sonidos que Inger Johanne no entendía.
– ¿Qué estás haciendo, mi niña?
Susurró al abrir la puerta.
Kristiane estaba sentada en medio de la cama. Se había puesto los leotardos y el jersey de esquiar. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de fieltro; un sombrero tirolés verde y con una pluma que le había traído Yngvar de Munich. Sobre la cama, en torno a ella, había cinco muñecas Barbie. En la mano la niña sostenía un cuchillo y sonreía en dirección a la madre.
– Pero… ¡Kristiane! ¿Qué es lo que estás…? -Inger Johanne se sentó en la cama y le quitó con cuidado el cuchillo a su hija-. No puedes… Es peligroso…
Hasta ese momento no se había fijado en las cabezas de las muñecas. Las Barbies estaban decapitadas. Y el pelo estaba cortado y esparcido por el edredón como bolitas de adornos de Navidad viejos.
– ¿Qué es lo que estás…? -Inger Johanne tartamudeaba-. ¿Por qué has destrozado tus muñecas?
La voz le salió más enfadada de lo que había pensado. Kristiane rompió a llorar.
– Por nada, mamá. Es que me aburría.
Inger Johanne dejó el cuchillo en el suelo. Cogió a su hija, se la puso sobre el regazo, le quitó el ridículo sombrero y la apretó contra su cuerpo. La meció de lado a lado. La besó en el pelo revuelto.
– No tienes que hacer cosas así, tesoro. Que no se te ocurra hacer cosas como éstas.
– Es que me aburría muchísimo, mamá.
La ventana estaba abierta. El cuarto helado. Inger Johanne se notaba la piel de gallina por todo el cuerpo. Después lanzó los restos de las muñecas a un rincón, empujó el cuchillo más adentro bajo la cama y levantó el edredón. Se acostó junto a la niña, con la tripa pegada a la espalda de su hija. Así se quedó tumbada Inger Johanne, susurrando palabras de cariño en el oído de Kristiane, hasta que el sueño por fin venció a la niña llorosa.
A Kari Mundal no se le daban bien las cuentas. Pero era aguda de cabeza y tenía un desarrollado sentido común, y además sabía más o menos lo que estaba buscando. No porque nadie se lo hubiera dicho, sino porque en las semanas que siguieron a la muerte de Vibeke Heinerback había empleado sus largos paseos matutinos, desde las seis y diez en punto hasta que, cincuenta minutos más tarde, retornaba junto a su marido y el café recién hecho para pensar.
Vibeke Heinerback había sido, en origen, un proyecto de Kari Mundal. Era la mujer mayor quien había descubierto el talento de la muchacha, cuando Vibeke no tenía más de diecisiete años. Los últimos quince años habían aparecido y desaparecido candidatos a la sucesión en el liderazgo del partido. Ninguno había mantenido lo que había prometido. Un par de ellos habían actuado abiertamente a espaldas del viejo monarca Kjell Mundal. Fuera con ellos. Otros habían caído en el liberalismo extremo, imposible de conciliar con el enérgico esfuerzo del partido por convertirse en el nuevo partido del pueblo; con una regulación estatal estricta para ámbitos vitales de la sociedad. Como la inmigración.
Fuera también los neoliberales, y sólo quedaba Vibeke Heinerback.
Fue Kari Mundal quien la descubrió. La diecisieteañera del suburbio de Grorud masticaba chicle y llevaba el pelo decolorado en una ridícula coleta. Pero la mirada era azul y despierta, y la cabeza rápida. Además, se puso guapa cuando Kari Mundal le consiguió un nuevo peinado y le hizo deshacerse de su vestuario color rosa pastel.
Y era leal a Kjell; inquebrantablemente leal. Siempre.
No era fácil acercarse a Vibeke. A pesar de que durante una década se habían visto prácticamente a diario, en realidad Kari y Vibeke nunca llegaron a ser confidentes. No en el plano personal. Quizá fuera la diferencia de edad lo que lo complicaba tanto. Por otro lado, Vibeke Heinerback apenas abría su corazón a nadie, así lo veía Kari Mundal. Ni siquiera al guaperas de novio que se había echado. El chico no tenía virtudes, opinaba la señora Mundal, pero sabiamente mantuvo la boca cerrada.
Al menos tenían un aspecto estupendo cuando estaban juntos. Eso era mejor que nada.
Políticamente el caso era distinto. En la escasa medida en que Vibeke Heinerback revelaba algo sobre cómo veía el futuro del partido y el suyo propio, lo veía junto a Kari y Kjell Mundal. Hacía mucho que entre los tres habían trazado una estrategia a largo plazo para el partido; por detrás del programa, a espaldas del aparato directivo de la organización. Alcanzaron parte de sus objetivos cuando Vibeke fue aclamada sucesora de Kjell Mundal como líder del partido. Tras las elecciones generales del 2005, el partido iba a coger posiciones por primera vez en su historia, y el Viejo haría su reaparición política como consejero de Estado. En el 2009 la nación debería estar lista para que la primera ministra, aún joven, fuera de su partido.