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Se levantó lentamente. Se rascó el bigote, se estiró. Se tiró del lóbulo de la oreja. Sonrió, y de pronto se puso serio. Las palmas de las manos chasquearon contra la mesa. Ulrik pegó un brinco, literalmente.

– Ahora no me vengas con tonterías -dijo el hombre-. Ni lo intentes siquiera. Éstos son tus clientes y yo quiero saber quiénes son, ¿vale? Nos podemos quedar aquí hasta que se descuelgue la luna, pero sería jodidamente incómodo. Para los dos. Para ti más. Así que habla ya. Cuenta.

Puso la mano sobre la nuca de Ulrik. Apretó. No demasiado fuerte. Aflojó la presión, pero dejó la mano, enorme y ardiente.

– No nos hagas perder el tiempo, vamos.

– Arne Christiansen y Arne-Petter Larsen -dijo Ulrik, jadeando.

– RF -dijo el hombre-. ¿Quién es RF?

– Rudolf Fjord -susurró Ulrik-. Pero hace mucho que no lo veo. Un par de años. Por lo menos.

La mano le acarició suavemente el cogote y luego lo soltó.

– Buen chico -dijo el hombre-. ¿Qué te había dicho yo?

Ulrik lo miraba fijamente sin decir nada; la sangre le golpeaba contra las sienes y estaba sudando.

– ¿Qué es lo que te he contado? -repitió el hombre con amabilidad-. No me embrolles ahora.

– Que todo está relacionado -susurró Ulrik rápidamente.

– Que todo está relacionado -asintió el hombre-. Recuérdalo. Para otra vez.

– Ése habría conseguido que la madre Teresa confesara un asesinato triple -dijo Sigmund Berli con escepticismo y golpeando con el dedo sobre el informe que había escrito el policía tras el interrogatorio de Ulrik Gjemselund-. O que Nelson Mandela confesara haber cometido genocidio. O que Jesús…

– Ya te he entendido, Sigmund. Te he entendido enseguida, en realidad.

Estaban paseando. Yngvar había insistido en darse una vuelta por el parque de Frogner. Sigmund fue protestando todo el camino. Iban mal de tiempo. Caía aguanieve. Hacía un frío de muerte. Sigmund no llevaba muy buenos zapatos y tenía a su mujer enfadada por todas las horas extra. No conseguía entender por qué tenían que perder veinte minutos en un parque lleno de estatuas feas y de impetuosos perros sueltos.

– Necesito aire -había dicho Yngvar-. Tengo que pensar, ¿vale? Y no me lo pones nada fácil lloriqueando como un chiquillo de cinco años. Cállate, ya. Disfruta del ejercicio. Lo necesitamos, los dos.

Inger Johanne se equivocaba, pensó Yngvar incrementando la velocidad. Sentía una extraña vulnerabilidad bajo el tórax. Nunca había dudado de las capacidades de Inger Johanne. Las admiraba. Las necesitaba. La necesitaba a ella, y estaba desapareciendo. Sus instintos la engañaban. Tenía el intelecto mermado por las noches en vela y un bebé codicioso. La teoría no encajaba. Si lo que quería el asesino era alboroto, si lo que deseaba era jaleo y atención, no habría elegido a Vegard Krogh. Vibeke Heinerback; está bien. Todo el mundo la conocía. Pero ¿Vegard Krogh? ¿Un artista depravado, un bufón seudointelectual que casi nadie sabía siquiera quién era? Inger Johanne se equivocaba y no tenían nada a lo que agarrarse. No tenía ni idea de dónde estaban. De adónde iban.

– ¿Por qué no llamamos simplemente al tipo para declarar? -le daba la lata Sigmund, malhumorado. Tenía las piernas cortas y correteaba detrás de su compañero-. ¿Por qué tenemos que andar visitando a la gente en sus casas todo el rato? ¡Joder, Yngvar, estamos malgastando el dinero de los impuestos con todo este desperdicio de tiempo!

– El dinero de los impuestos se gasta en cosas peores que en intentar encontrar alguna salida al atolladero en el que estamos metidos -dijo Yngvar-. Déjalo ya. Casi hemos llegado.

– No me creo nada de lo que diga el chico ese, Gjemselund. Rudolf Fjord no es marica, ¿sabes? No tiene pinta de eso. ¿Por qué carajo iba a pagar él por follarse a unos chicos? ¿Eh? ¡Un tío guapo y grande, y menudo tirón con las chicas! Mi mujer lee revistas de ésas, ya sabes, con fotos de los estrenos y las fiestas y esas cosas, y ese tío no es marica.

Yngvar se detuvo. Tomó aire profundamente. El frío le rasgó la garganta.

– Sigmund -dijo tranquilamente-. A veces tengo la impresión de que eres bobo perdido. Como sé que no es verdad, ahora tengo que pedirte…

– Sí, dime.

Yngvar se calentó las orejas con las dos manos. Respiró de nuevo profundamente y de pronto berreó:

– ¡Que te calles!

Luego se puso otra vez a caminar.

Pasaron en silencio los portales ricamente decorados de la calle Kirkeveien. Dos autobuses de turistas estaban aparcados en diagonal al otro lado de la verja. Yngvar se colocó mejor la bufanda. Un grupo de africanos vestidos al modo tradicional, con amplias prendas de muchos colores, se estaba subiendo a uno de los autobuses. Que hubiera turistas que viajaban a Noruega, apenas se podía entender, pensó Sigmund. Pero en febrero, con ventisca en todas las direcciones y nieve sucia hasta las rodillas, era completamente incomprensible.

– Por lo menos tendrás que admitir que esos vestidos son ridículos -murmuró Sigmund.

– Con parche de cuero en el culo, torera y hebillas de plata en los zapatos, tú tampoco tienes muy buena pinta -dijo Yngvar-. Pero eso no te impide llevar el traje tradicional, por lo que he visto. Seguro que es alguna cosa oficial. ¿Qué hora es?

– Casi las seis -se quejó Sigmund-. Tengo un frío que me muero. Además no es una tore…, torera. Es una chaqueta de lana.

Quince minutos más tarde Yngvar pasaba el dedo por una lista de nombres sobre una placa de acero en una puerta gris.

– Rudolf Fjord -murmuró, y apretó el botón.

Nadie contestó. Sigmund entrechocó los pies y murmuró por lo bajo. Una mujer joven venía andando, con una bolsa al hombro. Sacó un manojo de llaves y le sonrió deslumbrantemente a Yngvar.

– Hola -dijo como si lo conociera.

– Hola -dijo Yngvar.

– ¿Entráis?

Mantenía la puerta abierta e Yngvar la cogió. La mujer tenía el pelo rojo. Cuando subió corriendo las escaleras, silbando como una chiquilla, dejó un aroma de aire fresco y perfume ligero.

– Buen fin de semana -dijo, oyeron una puerta que se abría y se volvía a cerrar.

– Así que ya estamos aquí -dijo Sigmund mirando hacia los pisos altos.

– El cuarto -dijo Yngvar, y se dirigió al antiguo ascensor con reja de hierro forjado-. No estoy seguro de que esto aguante el peso de los dos.

– «Máximo 250 kilos» -leyó Sigmund en la placa esmaltada-. Corremos el riesgo, ¿no?

Funcionó. Por los pelos. El ascensor gimió y jadeó y se detuvo a medio escalón del cuarto piso. A Yngvar le costó abrir la puerta. La reja se había atascado en la guía del suelo.

– Creo que para bajar voy a ir por las escaleras -dijo Yngvar, que por fin consiguió salir.

El portal era hermoso, por muy viejo que fuera el ascensor. La escalera era amplia y alfombrada. Las ventanas que daban al patio trasero tenían franjas en cristal rojo y azul que lanzaban manchas de color sobre las paredes. En la cuarta planta había dos puertas de entrada. Entre las dos había un cuadro enmarcado, un paisaje amarillo amarronado del sur de Europa.

Yngvar no tuvo ni siquiera tiempo de llamar al timbre de Rudolf Fjord antes de que la puerta del otro lado del descansillo se abriera de pronto.

– Hola -dijo una mujer de unos setenta años.

Era guapa. Al estilo niña bien, pensó Sigmund. Delgada y bastante pequeña. Pelo arreglado. Falda y jersey, y un par de finas zapatillas de cuero. Se retorcía las manos y daba la sensación de estar muy incómoda.

– Desde luego no tengo la menor intención de meterme donde no me llaman -dijo, hasta entonces Yngvar no se había dado cuenta de que, a pesar de su aparición de anciana casi servicial, tenía los ojos vivarachos. Hacía rato que ya había pesado y medido a los dos hombres.