– Aquí no hay ninguna carta -dijo Sigmund Berli con irritación-. Ha cogido la soga porque tenía miedo de que lo pilláramos con los pantalones bajados. No es que sea como para presumir, quizá.
– Justamente eso -dijo Yngvar, y por fin se acercó al cadáver, que había dejado de rotar-. Eso de que es posible que Rudolf Fjord haya comprado sexo al amante de Trond Arnesen nos lo vamos a callar. Tenemos que poner límites a la destrucción de la vida de la gente y…
Miró a la cara de Rudolf Fjord. La ancha y masculina barbilla parecía ahora más grande que antes; tenía los ojos inyectados en sangre. Parecía un pez de aguas profundas encallado.
– ¿Poner límites? -quiso saber Sigmund
– Y a la destrucción de su memoria -completó Yngvar-. Así que eso nos lo callaremos. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -asintió Sigmund-. Está bien. La policía de Oslo está en camino. Diez minutos, me han dicho.
Tardaron ocho.
Cuando Kari Mundal cogió el teléfono cuatro horas más tarde, irritada porque alguien llamara a las diez y media de la noche de un viernes, pasó sólo un minuto antes de que se hundiera lentamente en una silla que estaba junto al pequeño estante de caoba del hall. Escuchó el mensaje del secretario del partido y apenas fue capaz de contestar adecuadamente las pocas preguntas que le formuló. Cuando la conversación por fin terminó, se quedó sentada. La silla era incómoda, y estaba apoltronada medio a oscuras y con frío. A pesar de todo, no conseguía levantarse.
Había llamado a Rudolf el día antes. No había sido capaz de no hacerlo. Después de pasar la noche del miércoles al jueves sin dormir, con las ventajas y las desventajas de dar la voz de alarma dándole tumbos por la cabeza, había tomado una decisión.
Que fue fatal, ahora se daba cuenta.
Sin haber decidido si iba a seguir adelante con el caso, lo había llamado. Sin haber evaluado si el partido, y por tanto Kjell Mundal, sería capaz de soportar un escándalo así, le había contado lo que sabía.
Estaba enfadada, pensó, y sólo oía su propia respiración, rápida y superficial. Estaba tan decepcionada y furiosa. No pensaba muy bien. Sólo quería que no creyera que el peligro había pasado. Quería que supiera que Vibeke no se había llevado su secreto a la tumba. Estaba tan furiosa. Tan terriblemente decepcionada.
– ¿Qué pasa, cariño?
Kjell Mundal había entrado desde el salón. La luz irrumpió por las puertas dobles y casi la deslumbró. El hombre era una silueta oscura con una pipa en una mano y un periódico en la otra.
– Rudolf ha muerto -dijo.
– ¿Rudolf?
– Sí.
El hombre se acercó. Todavía sólo oía su propia respiración, su propio pulso. Encendió la luz. Se puso a llorar.
– ¿Qué es lo que estás diciendo? -dijo él agarrándole la mano.
– Rudolf se ha quitado la vida -susurró ella-. No saben exactamente cuándo. Ayer, quizá. No saben. No lo sé.
– ¿Quitado la vida? ¿Quitado la vida? -Kjell Mundal gritaba-. Pero ¿por qué demonios ese idiota iba a quitarse la vida?
No habían encontrado ninguna carta, eso había dicho el secretario del partido. Ni en el piso de Rudolf ni tampoco en el ordenador. Obviamente iban a seguir buscando, pero por ahora no habían encontrado nada.
– Nadie sabe nada -dijo Kari Mundal soltándole la mano-. Nadie sabe nada del asunto por ahora.
«Espero que no escribieras una carta, Rudolf. Espero que tu madre, pobre persona, nunca sepa por qué tenías tanto miedo como para no querer seguir viviendo», pensó.
– Necesito una copa -dijo Kjell Mundal maldiciendo entre dientes-. Y tú también.
Ella lo siguió sin decir nada más.
Fue una noche ajetreada, con conversaciones telefónicas y muchas visitas. Nadie se dio cuenta de que la vivaz mujer, por primera vez en su larga vida, estaba completamente callada. Todos hablaban, algunos desesperaban. Unos pocos lloraban. La gente iba y venía, hasta altas horas de la mañana. Kari Mundal hizo café y té, sirvió copas bien cargadas y a medianoche hizo unos bocadillos. Pero no dijo ni una palabra.
De madrugada, cuando Kjell finalmente se hubo dormido, se levantó y bajó a la primera planta. En el bolso, en un bolsillo amplio de su monedero, había una copia de una factura defectuosa. La sacó y se acercó a la chimenea. Allí encendió una cerilla. Hasta que el fuego no le lamió los dedos, no soltó el papel.
Dos días más tarde se inventó una excusa para mirar las viejas cuentas una vez más. Encontró enseguida lo que buscaba. La factura original fue rota en pedacitos y tirada por el váter de la tercera planta; un inodoro a la antigua, con la cisterna bajo el techo y el tirador de porcelana colgado de una cadena dorada.
Nunca encontraron una carta de despedida. Durante un tiempo, un par de policías de Oslo pensaron que sabían por qué Rudolf Fjord se había colgado en su propio salón, poco tiempo después de ser elegido entre júbilos líder de uno de los partidos más grandes de Noruega. Nunca dijeron nada. Después de unos años el episodio desapareció para ellos, estaba olvidado.
Una mujer mayor en Snarøya, al oeste de Oslo, era la única que conocía el verdadero motivo del suicidio.
Ella nunca lo olvidó.
Capítulo 15
– Año bisiesto -gritó Kristiane-. ¡Bang, bang!
– En esta casa no tenemos armas de juguete -dijo Inger Johanne quitándole la cuchara con la que estaba señalando.
– Francamente no veo cómo puedes llamar a eso arma de juguete -dijo Yngvar con irritación.
– ¡Bang, bang! ¿Qué es un año bisiesto?
– Es un año en el que hay un día como éste -dijo Yngvar sentándose en cuclillas-. 29 de febrero. Estos días sólo los hay cada cuatro años. ¿Quizá son tímidos?
– Tímidos -repitió Kristiane-. Año bisiesto. Daño bisiesto. Bang.
Después se echó el pelo detrás de las orejas, exactamente igual que lo acababa de hacer su madre.
– Pero ¿cuál es la explicación científica? -exigió muy seria-. Quiero comprender, no que me tomen el pelo.
Los adultos intercambiaron miradas: Inger Johanne, asustada; Yngvar, orgulloso.
– Es que… la Tierra tarda un poco más de 365 días en…
Se pasó la mano por la coronilla y miró a Inger Johanne para pedir ayuda.
– ¿En dar una vuelta a sí misma?
– En eso tarda un día, Yngvar.
– ¿En dar la vuelta alrededor del Sol?
Inger Johanne se limitó a sonreír y estrujó un trapo.
– En dar una vuelta completa a la Luna -le dijo él con decisión a Kristiane-. Así que a eso se le llama un año, que es un poco más largo que… Luego hay que reunir las horas que sobran, y se hace un día con ellas, así de vez en cuando. Cada cuatro años. Y luego había algo de Gregorio y de Julio, pero no lo recuerdo.
– Lo has hecho muy bien -dijo Kristiane-. Julio es un chimpancé, Yngvar. Voy a jugar al año bisiesto con Leonard. Hoy viene papá a buscarme. Tú no eres mi papá.
– No, pero te quiero muchísimo.
La niña salió corriendo con Jack pisándole los talones. Los pequeños pies se precipitaron escaleras abajo y la puerta se cerró de golpe. Yngvar respiró y se levantó entumecido.
– Me pregunto cuántas veces vamos a tener que repasar la lección esa de que yo no soy su padre -dijo-. Y además tenemos que arreglar lo del acuerdo de convivencia. Este invierno ha sido un caos. ¿No le tocaba irse con Isak el viernes?
– ¿Qué te pasa? -preguntó Inger Johanne, y le acarició la cabeza-. ¿Es sólo por lo de Rudolf Fjord, o es por…?
– ¿Sólo? ¿Sólo? -Apartó la cabeza, un poco bruscamente-. Joder, no es «sólo» si tu trabajo empuja a la gente a morir.
– Tú no has empujado a nadie a la muerte, Yngvar. Lo sabes muy bien.
Yngvar se sentó en la banqueta de bar más cercana. Sobre un plato sucio había un tallo de apio medio comido. Lo cogió y se lo metió en la boca.