Fue hasta el otro lado del pasillo. El mono de papel crepitaba cuando se movía. Un rifle de aire comprimido estaba enganchado con cinta adhesiva a un caballete. El cañón se balanceaba sobre el palo de una escoba puesto en diagonal. Sobre el gatillo del rifle que apuntaba al corazón de Håvard Stefansen, estaba el dedo índice de Håvard Stefansen. Estaba azulado y tenía la uña un poco demasiado larga.
– Necesito salir de aquí -dijo Yngvar-. Lo siento. Sólo que tengo que…
– Aunque es asunto nuestro -dijo Erik Henriksen-, pensé que sería mejor que la gente de Kripos le echarais un vistazo. La verdad es que recuerda sospechosamente a…
«Un deportista -pensó Yngvar, desesperado-. Esto era lo que estábamos esperando. Yo no podía hacer nada. No podía custodiar a todos los deportistas del país. No podía dar la alarma. Habríamos hecho que cundiera el pánico. Y yo no sabía nada. Inger Johanne creía y pensaba y sentía, pero no sabíamos nada seguro. ¿Qué debería haber hecho? ¿Qué voy a hacer ahora?»
– ¿Cómo consiguió entrar el autor de los hechos? -consiguió decir Yngvar, y se decidió a aguantar-. ¿Rompió la puerta? ¿La ventana?
– Estamos en un quinto piso -señaló Henriksen, medio irritado, este tipo de Kripos no respondía exactamente a los rumores que corrían sobre él-. Pero mira esto.
A pesar de que el piso estaba en un edificio antiguo, la puerta de entrada parecía nueva, con un cerrojo moderno y sólido. Henriksen señaló con un bolígrafo.
– Un truco viejo, hasta cierto punto. Han metido madera tanto en la cerradura como aquí… -El bolígrafo pasó sobre el propio cerrojo-. Está atascado. Cerillas, probablemente.
– Vaya -murmuró Yngvar-. Una travesura trivial.
– Por ahora suponemos que la puerta estaba abierta mientras Håvard Stefansen estaba en casa despierto. Alguien ha destrozado el cerrojo. El piso es lo suficientemente grande como para que se pudiera hurgar aquí fuera mientras él comía, por ejemplo. Como es el último piso, hay menor riesgo de que te pillen. No está claro si Håvard Stefansen intentó cerrar la puerta o no antes de acostarse. Un bravucón como él, con la casa llena de armas, quizá no tuviera ningún miedo. Pero como intentara cerrar, le hubiera sido difícil.
«Se está haciendo más osado -pensó Yngvar, tenía una jaqueca atronadora y cerró los ojos-. Cada vez se atreve a más. Necesita más. Como los escaladores de cimas, que cada vez tienen que subir más alto, escalar más escarpado y vivir más peligrosamente. Ahora se está acercando. Está víctima era más fuerte que él físicamente. Lo sabía y tomó sus precauciones. Mató a Håvard Stefansen mientras dormía. Un simple ataque por la espalda. Sin carga simbólica, sin refinamiento. Eso no le importa nada, somos nosotros quienes tenemos que coger el mensaje. El mundo. No el muerto. Somos nosotros quienes tenemos que escandalizarnos ante esta imagen; el deportista que apunta a su propio corazón endurecido. Es a nosotros a quien provocar. A nosotros. ¿A mí?»
– ¿Este tipo dormía con coleta? -preguntó Yngvar, sobre todo por decir algo.
– Le quedaba bastante bien, la verdad. -El agente de policía Henriksen se encogió de hombros y añadió-: Quizás el asesino le haya puesto la goma. Para hacer que pareciera… él mismo, o algo así. Para reforzar la ilusión. Y ha tenido éxito, por decirlo así. Jod…
Contuvo las maldiciones a tiempo. Quizá por respeto hacia el muerto. Uno de sus compañeros asomó la cabeza desde las escaleras.
– Hola -susurró-. ¡Erik! La señora está aquí. La que nos avisó. Ella encontró el cadáver.
Erik Henriksen asintió con la cabeza y alzó la mano en señal de que iría en un momento.
– ¿Has visto lo suficiente? -preguntó.
– Más que suficiente -asintió Yngvar, y lo siguió afuera del piso.
En el descansillo había una mujer. Era grande. Tenía el pelo oscuro, con grandes rizos desordenados. El color de la piel podía indicar que había pasado mucho tiempo al aire libre. La edad era difícil de determinar. Llevaba vaqueros y un gran jersey verde. La luz del techo se reflejaba en sus estrechas gafas, lo que hacía difícil verle los ojos. A Yngvar le daba la impresión de que la conocía de algo.
– Ésta es Wencke Bencke -dijo el policía que acababa de presentarse-. Vive en el piso de abajo. Iba al desván a dejar unas maletas. La puerta estaba abierta, así que…
– Llamé al timbre -lo interrumpió ella-. Como no respondió nadie, me tomé la libertad de echar un vistazo. Supongo que ya saben lo que me encontré. Llamé inmediatamente a la policía.
– Wencke Bencke -dijo Erik Henriksen-. ¿La escritora de novelas policíacas?
Ella sonrió insondablemente y asintió con la cabeza.
No en dirección a Henriksen, que le había planteado la pregunta. Tampoco la sonrisa iba dirigida al policía de uniforme que daba la impresión de querer sacar un pedazo de papel en cualquier momento y pedir un autógrafo.
Era a Yngvar a quien miraba. Se dirigió a él cuando sacó la mano y dijo:
– Yngvar Stubø, ¿no? Un placer saludarte por fin.
Su apretón de manos era firme, casi duro. La mano era grande y ancha. La piel anormalmente caliente. Él la soltó rápidamente, como si se hubiera quemado.
Capítulo 16
El asesino de los famosos se había convertido en un monstruo.
De todos modos la prensa se había calmado ligeramente después de que se supiera que el asesino de Fiona Helle era paciente de una institución psiquiátrica, con un móvil que la mayoría al menos podía comprender. Durante un breve periodo de tiempo había dado la impresión de que también los periodistas contemplaban la posibilidad de que se enfrentaban a un efecto de contagio. Posiblemente no se trataba de un asesino en serie, admitían los comentadores, sino más bien de la amenazadora coincidencia de varios grotescos asesinatos singulares. Cuando Rudolf Fjord eligió quitarse su propia vida, los medios de comunicación estuvieron sorprendentemente moderados, fueron casi sobrios a la hora de cubrir la trágica noticia.
Cuando encontraron a Håvard Stefansen muerto y colocado como diana de su propia pequeña pista de tiro cubierta, Noruega volvió a salirse de sus casillas.
Los psicólogos regresaron a la arena. Los acompañaron detectives privados y altos cargos de policía extranjera, investigadores y analistas criminales. Los expertos dibujaban y explicaban, a lo largo de muchas columnas y en todos los canales. Al cabo de una jornada, el asesino en serie volvía a estar en la conciencia de todos. Era un monstruo. Un psicópata sin sensibilidad. En un par de días, el asesino de los famosos pasó a ser una figura mítica con rasgos de carácter que, por lo general, sólo se encontraban en la literatura sombría y gótica.
La familia real marchó al extranjero y Palacio no podía precisar para cuándo se esperaba su regreso. Los rumores sostenían que en el Parlamento se había doblado la plantilla de guardas, a pesar de que el jefe de seguridad, tenso y serio, se negó a comentar el caso. Se cancelaron estrenos de teatro. Se suspendieron conciertos previstos. Una boda muy comentada, entre un político y una ejecutiva, fue suspendida tres días antes de la ceremonia. Pospuesta hasta el otoño, dijo un novio parco en palabras que aseguró que el amor seguía floreciendo.
También la gente corriente, la gran mayoría cuyo nombre nunca ha salido en los periódicos ni ha visto su cara impresa en una revista a todo color, tiró las entradas del cine a la papelera y decidió no salir el fin de semana. Un ambiente de conmoción y curiosidad, miedo y emoción, placer en el sufrimiento ajeno y sincera desesperación hacía que la gente se quedara con los suyos.
Era lo más seguro.
Inger Johanne Vik e Yngvar Stubø también estaban en casa. Era ya jueves 4 de marzo y eran casi las ocho y media de la noche. Ragnhild dormía. El televisor estaba encendido. El volumen era bajo, ninguno de los dos estaba prestando atención.
En los dos últimos días apenas habían hablado. Los dos cargaban con un miedo demasiado grande como para compartirlo con el otro. Esta vez el asesino había elegido a un deportista. Sólo quedaba un caso de la conferencia de Warren Scifford sobre proportional retribution, e Inger Johanne e Yngvar se merodeaban con tensa y fingida amabilidad. La vida del chalé adosado de Tåsen transcurría ajetreada. En la cotidianidad el miedo podía camuflarse.