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«Soy única -pensó reclinándose sobre el confortable asiento del taxi-. Y ahora me están viendo. Por fin me ven, como lo que soy. Una experta fuera de lo común. No alguien que entrega todos los otoños su examen para que lo desprecien con ardor de estómago. Puedo. Sé. Y hago.

»Él me vio. Se asustó. Lo sentí; quitó la mano de golpe y miró hacia otro lado. Ahora me están viendo, pero no como yo los veo a ellos. No como yo la veo a ella. Su carpeta es muy gruesa. Su carpeta es la más gruesa que tengo. La he seguido mucho tiempo, y la conozco.

»Ahora me están viendo, y no pueden hacer nada.»

– Mira esto.

Yngvar le enseñó el Dagbladet, abierto por la página cinco. Seguía pálido, pero había dejado de dar la impresión de estar gravemente enfermo.

– Wencke Bencke -dijo Inger Johanne, daba vueltas por la habitación con Ragnhild contra el hombro-. ¿Y qué?

– Mira la marca. En la solapa de la chaqueta.

Ella le pasó tiernamente a la niña, cogió el periódico y dio un par de pasos hacia la lámpara de pie.

– Todo encaja -dijo él arrullando a la niña-. Encajan demasiadas cosas de tu perfil. Wencke Bencke realmente tiene el crimen como especialidad. ¡Una escritora de novela policiaca de renombre internacional! Superior sobre el terreno a la mayoría de los asesinos en serie. Malhumorada y amarga, si nos fiamos de los retratos que se han compuesto de ella, a pesar de que nunca concede entrevistas en Noruega. Hasta ahora, vamos. Algo tiene que haber cambiado. Lleva mucho tiempo siendo una ermitaña. Justo como dijiste. Como describía tu perfil. -Ragnhild entreabrió los ojos. Yngvar le pasó la mano por la frente y dijo-: Mira el broche que lleva.

La fotografía del Dagbladet no era especialmente buena. Wencke Bencke estaba a punto de decir algo; tenía la boca abierta y los ojos muy redondos bajo las gafas, que se caían sobre la punta de su pequeña nariz respingona. Pero los contornos de la fotografía eran claros. El broche sobre la solapa izquierda de la chaqueta se veía bien.

– Sabía quién era yo -dijo Yngvar al aire-. Era yo quien le interesaba.

– Esto es peor de lo que crees -dijo Inger Johanne.

– Peor…

– Sí.

– ¿Qué quieres decir?

Ella se dirigió al dormitorio sin responder la pregunta. La oyó buscar en los cajones de la gran cómoda. El portazo de la puerta de un armario. Los pasos continuaron; hacia el armario trastero, pensó él.

– Mira esto.

Había encontrado lo que estaba buscando. Cogió a Ragnhild de sus brazos y la tumbó de espaldas en el suelo, bajo un móvil con adornos colgando. La niña se regocijó y alargó los bracitos hacia las figuras coloridas. Inger Johanne le pasó la carpeta de anillas que había traído. Era blanca, con una gran marca circular sobre la tapa.

– El logotipo del FBI -dijo él frunciendo el ceño-. Lo conozco, claro. Tengo una placa en el despacho. A eso me refiero, por eso…

Señaló la foto del Dagbladet.

– Sí -dijo ella-. Pero te digo que es peor de lo que piensas. -Se sentó junto a él, sobre la punta del sofá-. Los estadounidenses aman sus símbolos -dijo enderezándose las gafas con el dedo índice-. La bandera. Pledge of Allegiance. Los monumentos. Nada es casualidad. Esto azul…

Señaló el fondo oscuro del emblema.

– ¿Esto azul?

– …junto con la balanza en la parte alta del escudo, simboliza la justicia. El círculo contiene trece estrellas, que representan los trece estados que tenía Estados Unidos al principio. Estas rayas rojas y blancas de aquí son de la bandera. El rojo simboliza el valor y la fuerza. El blanco: la pureza, la luz, la verdad y la paz.

– Es obvio que les parecen más importantes el valor y la fuerza que la verdad y la paz -dijo Yngvar-. Puesto que hay más rayas rojas que blancas, quiero decir.

Inger Johanne no tenía fuerzas para sonreír.

– Así es también la Star Spangled Banner -dijo-. Las rojas son una más que las blancas. El ribete de picos en torno al emblema simboliza los grandes retos a los que se enfrenta el FBI, y también la fuerza de la organización.

Ragnhild agitaba las piernas y pataleaba. Las figuras de madera entrechocaban. Yngvar se rascó el cuello y murmuró:

– Imponente. Pero no sé exactamente adónde quieres llegar.

– ¿Ves estas dos ramas? -Pasó la uña por las dos líneas de hojas que discurrían a ambos lados del escudo rojo y blanco del interior-. Laurel. Con una lupa podrías contar exactamente sesenta y cuatro hojas. Tantas como estados había en el país en 1908, cuando fue fundado el FBI.

– Sigo muy impresionado -dijo Yngvar-. Pero…

– Ahora mira esto.

Inger Johanne sostuvo la página del periódico con la fotografía de Wencke Bencke bajo la lámpara.

– Miro, miro…

– El broche. El laurel. ¿Lo ves?

– No es laurel.

Él entrecerró los ojos.

– No -dijo ella.

– Son… ¿Plumas?

– Sí.

– Plumas en vez de laurel. ¿Por qué?

– Son plumas de águila -dijo ella.

– Plumas de águila…

– ¿Quién usa plumas de águila? -preguntó Inger Johanne.

– Los indios.

– Los jefes indios.

– Los jefes indios -repitió él dócilmente y sin comprender nada.

Inger Johanne levantó cuidadosamente a Ragnhild y se la colocó sobre el hombro. Olía el aroma a jabón y la peste de la caca. Una mancha marrón se estaba extendiendo por el muslo del pantalón de la cría. La abrazó contra su cuerpo.

– The Chief -dijo ella-. Warren Scifford. Una panda de estudiantes se hizo estos broches. Cien ejemplares. Se montó un verdadero infierno cuando lo descubrieron. No se juega con la heráldica del FBI. Con el tiempo los broches fueron adquiriendo bastante valor. La gente los llevaba en la parte de dentro de la solapa. Como un carné de socio, como un signo de estar dentro. Ser uno de los discípulos de Warren. A él… le encantaba, claro. No quería saber nada del asunto, pero… le encantaba.

– Así que esto significa que…

– Significa que Wencke Bencke de algún modo u otro conoce a Warren. Ha oído hablar de él, lo ha escuchado o ha hablado con alguien que lo conoce.

– Que a su vez significa que…

– Que desea que la veamos -dijo Inger Johanne.

– ¿Cómo?

– Nos está invitando. Retando. Se presenta en la tele, tras doce años de silencio. Deja que le hagan fotografías. Habla. Mata a un vecino y llama a la policía. No quiere esconderse. Se escondió durante muchos años y terminó por serle insoportable. Quiere volver a la luz de los focos, no salir de ella. Y lleva esta marca con la esperanza de que la veamos. Nosotros. Con la esperanza de que la comprendamos. Está jugando con nosotros.

– ¿Con nosotros? ¿Nosotros dos?

Inger Johanne no respondió. Hizo una mueca hacia el olor, que era cada vez más fuerte, y se dirigió al baño. Él la siguió.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Yngvar en voz baja.

Ella seguía sin querer contestar. Dejó el agua correr y se inclinó para coger un trapo, con una mano sobre la tripa de Ragnhild, que estaba tumbada sobre la mesita de aseo.

– ¿No había desaparecido un libro? -preguntó ella.

– ¿Un libro?

– No te tapes la nariz, Yngvar. Esto de aquí es tu hija. -Dejó correr el agua sobre el culito de Ragnhild y continuó-: En casa de Trond Arnesen. Echaba en falta un libro. Y un reloj. El reloj volvió a aparecer. Pero ¿han encontrado el libro? Pásame la pomada.

Él se puso a rebuscar en la cesta junto al lavabo.

– Había un libro -dijo él despacio, y se detuvo, en una mano tenía un tubo de pomada de zinc y en la otra un pañal-. Es verdad. Me preocupé un poco por el reloj durante un tiempo. Me olvidé del libro. Completamente. Sobre todo cuando Trond encontró el puto reloj. Lo del libro no parecía tener ninguna importancia. Era una novela policiaca, creo, un libro que Trond decía que había estado sobre la mesilla, pero…