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– En tal caso, ¿por qué viniste aquí?

Nadie me había preguntado eso, no de forma tan directa e imperiosa como él.

– Es… complicado.

– Creo que voy a poder seguirte -me instó.

Hice una larga pausa y entonces cometí el error de mirar esos relucientes ojos oscuros que me confundían y le respondí sin pensar.

– Mi madre se ha casado.

– No me parece tan complicado -discrepó, pero de repente se mostraba simpático-. ¿Cuándo ha sucedido eso?

– El pasado mes de septiembre -mi voz transmitía tristeza, hasta yo me daba cuenta.

– Pero él no te gusta -conjeturó Edward, todavía con tono atento.

– No, Phil es un buen tipo. Demasiado joven, quizá, pero amable.

– ¿Por qué no te quedaste con ellos?

No entendía su interés, pero me seguía mirando con ojos penetrantes, como si la insulsa historia de mi vida fuera de capital importancia.

– Phil viaja mucho. Es jugador de béisbol profesional -casi sonreí.

– ¿Debería sonarme su nombre? -preguntó, y me devolvió la sonrisa.

– Probablemente no. No juega bien. Sólo compite en la liga menor. Pasa mucho tiempo fuera.

– Y tu madre te envió aquí para poder viajar con él -fue de nuevo una afirmación, no una pregunta. Alcé ligeramente la barbilla.

– No, no me envió aquí. Fue cosa mía.

Frunció el ceño.

– No lo entiendo -confesó, y pareció frustrado.

Suspiré. ¿Por qué le explicaba todo aquello? Continuaba contemplándome con una manifiesta curiosidad.

– Al principio, mamá se quedaba conmigo, pero le echaba mucho de menos. La separación la hacía desdichada, por lo que decidí que había llegado el momento de venir a vivir con Charlie -concluí con voz apagada.

– Pero ahora tú eres desgraciada -señaló.

– ¿Y? -repliqué con voz desafiante.

– No parece demasiado justo.

Se encogió de hombros, aunque su mirada todavía era intensa. Me reí sin alegría.

– ¿Es que no te lo ha dicho nadie? La vida no es justa.

– Creo haberlo oído antes -admitió secamente.

– Bueno, eso es todo -insistí, preguntándome por qué todavía me miraba con tanto interés.

Me evaluó con la mirada.

– Das el pego -dijo arrastrando las palabras-, pero apostaría a que sufres más de lo que aparentas.

Le hice una mueca, resistí el impulso de sacarle la lengua como una niña de cinco años, y desvié la vista.

– ¿Me equivoco?

Traté de ignorarlo.

– Creo que no -murmuró con suficiencia.

– ¿Y a ti qué te importa? -pregunté irritada. Desvié la mirada y contemplé al profesor deteniéndose en otras mesas.

– Muy buena pregunta -musitó en voz tan baja que me pregunté si hablaba consigo mismo; pero, después de unos segundos de silencio, comprendí que era la única respuesta que iba a obtener.

Suspiré, mirando enfurruñada la pizarra.

– ¿Te molesto? -preguntó. Parecía divertido.

Le miré sin pensar y otra vez le dije la verdad.

– No exactamente. Estoy más molesta conmigo. Es fácil ver lo que pienso. Mi madre me dice que soy un libro abierto.

Fruncí el ceño.

– Nada de eso, me cuesta leerte el pensamiento.

A pesar de todo lo que yo había dicho y él había intuido, parecía sincero.

– Ah, será que eres un buen lector de mentes -contesté.

– Por lo general, sí -exhibió unos dientes perfectos y blancos al sonreír.

El señor Banner llamó al orden a la clase en ese momento, le miré y escuché con alivio. No me podía creer que acabara de contarle mi deprimente vida a aquel chico guapo y estrafalario que tal vez me despreciara. Durante nuestra conversación había parecido absorto, pero ahora, al mirarlo de soslayo, le vi inclinarse de nuevo para poner la máxima distancia entre nosotros y agarrar el borde de la mesa, con las manos tensas.

Traté de fingir atención mientras el señor Banner mostraba con transparencias del retroproyector lo que yo había visto sin dificultad en el microscopio, pero era incapaz de controlar mis pensamientos.

Cuando al fin el timbre sonó, Edward se apresuró a salir del aula con la misma rapidez y elegancia del pasado lunes. Y, como el lunes pasado, le miré fijamente.

Mike acudió brincando a mi lado y me recogió los libros. Le imaginé meneando el rabo.

– ¡Qué rollo! -gimió-. Todas las diapositivas eran exactamente iguales. ¡Qué suerte tener a Cullen como compañero!

– No tuve ninguna dificultad -dije, picada por su suposición, pero me arrepentí inmediatamente y antes de que se molestara añadí-: Es que ya he hecho esta práctica.

– Hoy Cullen estuvo bastante amable -comentó mientras nos poníamos los impermeables. No parecía demasiado complacido.

Intenté mostrar indiferencia y dije:

– Me pregunto qué mosca le picaría el lunes.

No presté ninguna atención a la cháchara de Mike mientras nos encaminábamos hacia el gimnasio y tampoco estuve atenta en clase de Educación física. Mike formaba parte de mi equipo ese día y muy caballerosamente cubrió tanto mi posición como la suya, por lo que pude pasar el tiempo pensando en las musarañas salvo cuando me tocaba sacar a mí. Mis compañeros de equipo se agachaban rápidamente cada vez que me tocaba servir.

La lluvia se había convertido en niebla cuando anduve hacia el aparcamiento, pero me sentí mejor al entrar en la seca cabina del monovolumen. Encendí la calefacción sin que, por una vez, me importase el ruido del motor, que tanto me atontaba. Abrí la cremallera del impermeable, bajé la capucha y ahuequé mi pelo mojado para que se secara mientras volvía a casa.

Miré alrededor antes de dar marcha atrás. Fue entonces cuando me percaté de una figura blanca e inmóvil, la de Edward Cullen, que se apoyaba en la puerta delantera del Volvo a unos tres coches de distancia y me miraba fijamente. Aparté la vista y metí la marcha atrás tan deprisa que estuve a punto de chocar contra un Toyota Corola oxidado. Fue una suerte para el Toyota que pisara el freno con fuerza. Era la clase de coche que mi monovolumen podía reducir a chatarra. Respiré hondo, aún con la vista al otro lado de mi coche, y volví a meter la marcha con más cuidado y éxito. Seguía con la mirada hacia delante cuando pasé junto al Volvo, pero juraría que lo vi reírse cuando le miré de soslayo.

EL PRODIGIO

Algo había cambiado cuando abrí los ojos por la mañana.

Era la luz, algo más clara aunque siguiera teniendo el matiz gris verdoso propio de un día nublado en el bosque. Comprendí que faltaba la niebla que solía envolver mi ventana.

Me levanté de la cama de un salto para mirar fuera y gemí de pavor.

Una fina capa de nieve cubría el césped y el techo de mi coche, y blanqueaba el camino, pero eso no era lo peor. Toda la lluvia del día anterior se había congelado, recubriendo las agujas de los pinos con diseños fantásticos y hermosísimos, pero convirtiendo la calzada en una superficie resbaladiza y mortífera. Ya me costaba mucho no caerme cuando el suelo estaba seco; tal vez fuera más seguro que volviera a la cama.

Charlie se había marchado al trabajo antes de que yo bajara las escaleras. En muchos sentidos, vivir con él era como tener mi propia casa y me encontraba disfrutando de la soledad en lugar de sentirme sola.

Engullí un cuenco de cereales y bebí un poco de zumo de naranja a morro. La perspectiva de ir al instituto me emocionaba, y me asustaba saber que la causa no era el estimulante entorno educativo que me aguardaba ni la perspectiva de ver a mis nuevos amigos. Si no quería engañarme, debía admitir que deseaba acudir al instituto para ver a Edward Cullen, lo cual era una soberana tontería.

Después de que el día anterior balbuceara como una idiota y me pusiera en ridículo, debería evitarlo a toda costa. Además, desconfiaba de él por haberme mentido sobre sus ojos. Aún me atemorizaba la hostilidad que emanaba de su persona, todavía se me trababa la lengua cada vez que imaginaba su rostro perfecto. Era plenamente consciente de que jugábamos en ligas diferentes, distantes. Por todo eso, no debería estar tan ansiosa por verle.