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Después Wetswood y a continuación Brentwood, donde trescientas diez mamás empujan cochecitos de diseño con niños simétricos a través de mercados agrícolas mientras babean pensando en hoteles de Bali. Siguiendo derecho hasta los Palisades, Santa Mónica Canyon y Malibú, hasta la costa resplandeciente que apesta a tubo de escape, toda ella cubierta de excrementos de gaviota, para seguir hasta la serie de cañones, profundos pliegues geológicos rojizos como vetas de mineral o como arrugas de mujer, el aire sorprendentemente limpio y con un saborcillo a sal.

Tenía las mejillas húmedas por la brisa y el oleaje de mi amor por aquellas luces. Los Ángeles. Un espejismo de ciudad que se extendía como un sudor frío por las espaldas de buscadores de oro y obreros ferroviarios, que tomaba forma cuando los distribuidores de pelis piratas, huyendo de las patentes de Edison, tomaron un tren y se la jugaron con el respaldo de la Costa Este.

Los Ángeles, tierra de promesas infinitas y de infinitos fracasos. Los Ángeles, la de las mezquinas crueldades. Los Ángeles, la de la «jerarquía inmediata», el bronceado de bote, el magreo disimulado. L. A., la de nariz operada, el menú de tés, el proceso por calumnias. Las profesiones con títulos rimbombantes. El garaje particular para dos todoterrenos. L. A, con sus mentes superabiertas y sus opiniones bien formadas. L. A., la de las despampanantes puestas de sol, el tibio aire nocturno que te deja ebrio. L. A., la de la adolescencia prolongada, la seducción a cámara lenta, la rubia irreemplazable e intemporal. L. A., donde una estrella porno se presenta a gobernador y un madelman gana las elecciones. L. A., donde a un pobre gilipollas o a un cabrón con suerte puede sucederle de todo y en cualquier momento. Donde puede pasarte de todo a ti.

Donde a mí me había pasado de todo.

Capítulo 2

Voy en el Highlander subiendo por una cuesta pronunciada, y la única iluminación procede de los faros del coche y de una farola semioculta entre ramas. El sudor que baja por mi frente me escuece en los ojos. Un olor acre, como a goma quemada, persiste en mi nariz. Conduzco rápido. La calle es absurdamente estrecha, y doy un volantazo para esquivar unos coches aparcados. Conozco esta calle. Tomo una curva cerrada con rechinar de neumáticos y aparece ante mi vista.

La casa de Genevieve.

Se cierne oscura allí delante, una cara de madera mirando desde el acantilado. Los pilotes se hunden como tentáculos en la tierra. Hiedra palpitante trepa por las tablas de la fachada.

El reloj del salpicadero marca la 1.21.

Un espasmo de miedo me recorre el pecho. Me arrimo al bordillo con demasiada brusquedad y una rueda se sube al modesto trecho de césped y rompe un aspersor. Dejo abierta la portezuela del coche, subo por la empinada acera, pavimento de hormigón bajo mis pies. El olor acre aumenta, ya es casi insoportable. A mi espalda la portezuela resuena, en competencia con los grillos.

Trastabillo al pisar el último escalón antes del porche. Oigo música, algo clásico y majestuoso. ¿Dentro de mi cabeza?

El filodendro tiembla con la brisa. Me inclino para coger la maceta de terracota con manos sudorosas; las relucientes hojas rozan mi cara. La planta se inclina fácilmente pero me resbala de las manos y cae contra el borde del plato de arcilla, resquebrajándolo cerca del borde en zigzag, como un rayo. Me limpio las manos en los vaqueros, ladeo nuevamente la maceta y allí, brillante en la suciedad, está la llave.

Con la cabeza chillando, desperté en un lío de sábanas, perdido en un pegajoso pánico adrenalínico. Un calor intenso me recorría la cicatriz, y cuando la toqué con los dedos por un momento me pareció húmeda. Tardé unos segundos en saber dónde estaba y reconocer el entorno. Mi cama. La primera noche en casa. Mi ventana se había dividido en dos rectángulos flotantes. Forcé la vista pugnando por que las dos mitades volvieran a unirse. Noté un sabor amargo en la lengua, como a piel de naranja. Las 23.23, marcaba el despertador de mi mesita de noche.

Traté de acompasar la respiración, pero la pesadilla volvía en oleadas que me desorientaban y me mantenían en vilo. Era diferente de otras veces. Una pesadilla más real y más irreal al mismo tiempo. ¿Había atrapado un lapso de tiempo? ¿Era yo yendo en coche a casa de Genevieve el 23 de septiembre? ¿Esta misma noche? ¿O era sólo Freud con el turbo puesto, fantasías en movimiento mientras los censores se tomaban un cafecito?

En el sueño, la rueda del coche había roto un aspersor. Y la maceta se me había resbalado de las manos, agrietando el plato de debajo. Las imágenes no significaban nada, pero ¿y si el aspersor y el plato estuvieran realmente rotos? Por fin algo concreto que podía confirmar con mis propios ojos.

Aparté las sábanas y me levanté medio grogui, como si estuviera andando debajo del agua. El aire estaba inexplicablemente frío y de pronto tuve la sensación de que había movimiento en el piso de abajo. Fui tambaleándome hasta la galería y me abalancé sobre la baranda para mirar el salón.

Encima de la moqueta había una barra metálica de un metro veinte. Con el mareo tardé un poco en identificarla: era la barra de seguridad que encaja en la guía de la puerta corredera de cristal que da al patio de atrás. Oí cómo el viento se colaba por allí y fui consciente otra vez del frío que subía hasta mi piel desnuda. El tráfico en la autovía sonaba débil pero no amortiguado.

Allí quieto, intenté salir de mi aterimiento, buscar alguna lógica. Probablemente había entrado por la terraza y, de puro cansancio, olvidado cerrar la corredera. A fin de cuentas, venía de cuatro meses sin tener el menor control sobre si una puerta se abría o se cerraba. Pero no acababa de verlo claro. Sí, quizá me había pasado por alto colocar la barra, pero ¿olvidarme de correr la puerta? ¿Con el frío que estaba haciendo?

Empecé a bajar la escalera. Efectivamente, la puerta estaba abierta. Se habían colado unas cuantas hojas, hollejos leonados que se meneaban en la moqueta. Contemplé el cuadrado negro de la terraza, y tras cobrar ánimo, me dirigí hacia allí. La terraza estaba desierta, lo mismo que el pequeño trecho de césped a mano derecha, antes de la pendiente cubierta de hiedra. Un ruido en un costado de la casa llamó mi atención, quizás el viento que hacía traquetear la cerca. Doblé la esquina y miré la calle. Las luces del camino particular de la casa de enfrente parpadearon una tras otra, como si algo estuviera pasando por delante, aunque ¿cómo podía estar seguro? Me alegraba de haber dejado las luces apagadas y así conservar mi visión nocturna, pero la luna, perdida tras el sicomoro de los Johnson, me resultaba de muy poca ayuda. Fui a la verja. La aldaba chirrió en medio del silencio: el sonido que había oído antes. La crucé y bajé por mi camino de losas de piedra hasta la calle, y allí giré en redondo, perplejo, en calzoncillos. Nadie por ninguna parte, ningún motor arrancando en las inmediaciones.

Desanduve el camino, volví a entrar en casa y aseguré la puerta corredera de cristal. En la moqueta, apenas visible, había restos de tierra. Una C que se repetía, tal vez la huella de un zapato.

Teléfono cortado. El móvil arriba. Yo en ropa interior, en pleno uso de mis facultades y en la mira de la policía local.

Seguí sigilosamente el rastro y entré en la cocina. Con la vista fija en la entrada, agarré el cuchillo de veinticinco centímetros y lo saqué del taco. Mis nudillos notaron un vacío, bajé la vista. Entre los mangos que sobresalían del taco, una rendija negra.

Faltaba el cuchillo de deshuesar.

Capítulo 3

La vida de una intachable miembro de la prominente comunidad francesa de la ciudad, segada por un autor de novela negra en alza que empezaba a ir a la baja. Seis meses después de que ella le hubiera dado calabazas, el novelista había irrumpido en su casa a la una y media de la madrugada, se había metido en la cocina y cogido un cuchillo de deshuesar, idéntico al del juego de cuchillos que ella le había regalado. Luego entró sigilosamente en el dormitorio donde ya no era bien recibido y la apuñaló. Lo habían descubierto con las manos -literalmente- en la masa y rojas de sangre. Cuando llegó la policía, ella ya estaba muerta y él en pleno ataque epiléptico. Se lo habían llevado al hospital, donde los médicos habían descubierto el tumor cerebral y practicado una resección de urgencia. Al despertar la mañana siguiente, el tumor estaba extirpado y con él -afirmaba el novelista- el recuerdo de todo lo ocurrido a partir del desayuno del día anterior. Amnesia de conveniencia, ese viejo recurso de novela barata; la clase de defensa que sólo podía funcionar en un sitio como Los Ángeles.