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– Parecen saber lo que hacen.

– Ojalá sea así.

Sacó un documento grapado y lo metió en la caja para pasármelo. El guardián se acercó presuroso.

– A ver, señor, déjeme echarle un vistazo.

Chic esperó con impaciencia mientras el funcionario examinaba someramente el documento en busca del soplete escondido entre sus páginas. Justificó su actuación quitando la grapa de la esquina.

Adiós plan B. No podré fugarme volando en una grapa mágica.

Recuperado el documento, Chic me lo pasó. Era un poder notarial que otorgaba a Chic Bales amplios poderes sobre mis asuntos financieros y legales.

– Amplios poderes -leí-, ¿incluyen visión de rayos X o sólo poderes paranormales clásicos?

Chic sonrió a medias, pero percibí preocupación en las arrugas que subrayaban sus ojos.

– El bufete pide un anticipo de dos mil quinientos. Tendrás que hacer una segunda hipoteca de la casa.

– Una tercera, Chic. -Sólo de pensar en mi situación económica, las sienes empezaron a latirme.

Hubo ciertas complicaciones burocráticas hasta que el guardián sacó un sello de notario, imprescindible para validar cualquier poder notarial. Otro detalle de la cruda realidad soslayado en las páginas de mis (tan poco realistas, ¡ahora me daba cuenta!) novelas.

Firmé y le devolví el documento a Chic, quien rápidamente reparó en la nota que yo había incluido.

– ¿Qué es esto?

– Para Adeline.

– ¿La hermana de Genevieve? ¿En serio crees que quiere saber algo de ti?

Desdobló el papel sin preguntar y leyó el mensaje escrito con mi letra de adolescente: «Yo no maté a tu hermana. Dime si hay algo que pueda hacer. Siento mucho que tengas que pasar por esto». Volvió a doblarla y se la metió en un bolsillo. Su mirada lo decía todo.

– ¿Porque me acusan de un crimen ya no puedo tener reacciones humanas? -dije.

– Claro que puedes, pero nadie te va a creer. Si eres sincero ahora, te machacarán. Todo el mundo va a pensar que quieres influir en el jurado. Piensa que esto es un juego. Cuanto antes lo comprendas, mejor.

– ¿Y qué puedo hacer?

– Aparentar que eres inocente.

– ¡Es que lo soy!

– Aparéntalo.

Nos quedamos unos segundos en silencio, mirándonos a los ojos. El guardián vino hacia nosotros.

– Se acabó el tiempo.

Chic no pestañeó siquiera para mirar el reflejo del guardián en el cristal.

– Acabo de llegar.

– Salga usted por la derecha, ¿vale?

Chic chasqueó la lengua y torció la boca.

– Vale, hombre, vale. -Y a mí-: Aguanta como puedas. Cuenta conmigo para todo lo que sea preciso.

Retiró la silla y sus pisadas se alejaron resonando entre las frías paredes de hormigón.

A la mañana siguiente fui requerido por mis abogados y hube de bajar otra vez al salón Plexiglás y su apestoso ambiente amoniacal. Me esperaban allí sentados, sus perfiles blanqueados por la fuerte luz matinal, uno inclinado con los codos sobre las rodillas y ceñudo, concentrado en las decisiones a tomar; el otro repantigado en su silla, con un pulgar afianzado en la mejilla correspondiente, el índice montado sobre el labio superior. Ambos tenían la cabeza gacha, como si estuvieran rezando. Antes de que sus facciones se concretaran, tuve la sensación de estar entrando en la famosa foto de JFK y su hermano Bobby tomada cuando los barcos de Jrushchov navegaban rumbo a Cuba.

Entendía que estuvieran preocupados. Como cliente había demostrado ser muy poco maleable. Pese a sus consejos, había escogido no renunciar a mi derecho a un juicio rápido. Me habían denegado la fianza, seguramente una medida para cubrirse las espaldas por parte del salomónico juez que nos había tocado, acojonado ante la creciente repercusión mediática del caso. La perspectiva de pasarme, quizás, años encerrado en espera de juicio fue lo bastante aterradora como para comprometer mi opinión al respecto. Mis abogados y yo habíamos discutido también por otra cuestión. Yo tenía dos opciones: declararme culpable o inocente. El tema de la enajenación mental transitoria se plantearía en una segunda etapa sólo si me declaraban culpable.

Donnie Smith, el pelo aplanado tras la ducha posgimnasio, empezó por donde habíamos terminado la vez anterior.

– Alegar inocencia le granjeará la animadversión del juez, de la opinión pública, de la prensa y el tribunal. Y es todo ese conjunto el que decide su destino. No sólo las doce personas del jurado. Tiene que declararse culpable para así ganar credibilidad en la cuestión de sus problemas mentales. Dado el revuelo de los medios, Harriman se encargará del caso, y le aseguro que esa mujer nos hará papilla en la primera etapa, y usted quedará manchado. Es preciso llegar cuanto antes al tema mental, sin borrones en el expediente y sin hacerle pasar por un juicio que difícilmente podría ganar.

El corazón quería salírseme de la camisa.

– Pero yo no la maté, coño. Y no hay nadie que me crea.

No era la primera vez que tenían que aguantar tales palabras. Pero se mostraron impasibles, con una paciencia rayana en la impaciencia.

– Entonces su postura es que no recuerda que usted no la mató -dijo Donnie hablando muy despacio, como a un niño tarado.

Guardé silencio; también a mí me sonaba estúpido. Como siempre, cada minuto con ellos me afirmaba en mi temor de que yo no tenía nada que alegar, y de que, si no quería morir en prisión, tendría que confesar algo de lo que no me acordaba.

Mi frustración afloró a la superficie.

– ¿Alguien está intentando averiguar quién lo hizo, o todos están demasiado ocupados jugando a juicios, como nosotros?

Donnie y Terry se miraron incómodos.

– ¿Qué pasa? -dije-. ¿A qué viene esa cara?

– La policía de Los Ángeles nos ha comunicado un dato preocupante. Han descubierto que Genevieve lo llamó a usted la noche del asesinato, a la una y ocho, unos veinte minutos antes de su muerte.

– Eso ya me lo habían dicho.

Donnie sacó de su maletín un sobre de pruebas con el sello de la policía. Contenía un CD.

– Y le dejó un mensaje.

– ¿Es malo? -pregunté. No hubo respuesta. Nervioso, me puse de pie, caminé en círculo y volví a sentarme-. Por eso cambiaron el acceso a mi buzón de voz.

Donnie introdujo el CD en su portátil y pulsó unas teclas.

La voz familiar de aquella persona ahora muerta me sonó evocadora e inquietante: «Quería decirte que hay otra persona. Espero que te duela. Confío en que sientas este dolor. Confío en que te sientas muy solo. Adiós».

Tardé unos momentos en recuperarme de oír a Genevieve; me quedé allí sentado notando el pulso acelerado en los oídos, mientras mis abogados me miraban con serena preocupación. Su voz, el acento, aquellas sutilezas de pronunciación. Pero me turbaba también la intrusión en mi vida privada: los polis habían oído las últimas palabras de Genevieve antes que yo. El mensaje -como el resto de mi vida, paralizada por el procesamiento y accesible para mí sólo indirectamente- clavó el último remache en el ataúd de mis derechos y mi privacidad.

Por supuesto, no recordaba haber oído el mensaje de Genevieve aquella noche. La amargura de su tono no cuadraba con la idea que yo conservaba de cómo habíamos dejado las cosas entre nosotros, pero Genevieve tenía períodos depresivos, de modo que tampoco me sorprendió. De ninguna manera pude imaginar que el mensaje me impulsaría a hacerle daño. Eso sí, pensé casi con pánico, a un jurado influido por las fotos de Genevieve en la escena del crimen, el mensaje le vendría como anillo al dedo.

– Esto refuerza todavía más el móvil -dijo Donnie con tono ecuánime-. Necesitamos una versión sencilla para venderle al jurado. La única salida es alegar enajenación mental transitoria. Una respuesta limpia, patente, refrendada por los hechos. «La culpa fue del tumor.»