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– Vaya, ¡enhorabuena! ¡Qué bonito, una boda en Pentecostés!

– Sí, bueno, esperemos… Aunque, para ser sincero, yo quisiera escaparme a Las Vegas y ahorrarme todo el jaleo. No tenía ni idea de que casarse fuese una empresa de tanta envergadura.

Hanna se rió de buena gana.

– Sí, me lo imagino…

– Pero tú también estás casada, por lo que he visto en tu documentación. ¿No os casasteis por la iglesia con toda la pompa?

Una sombra apagó el semblante de Hanna, que apartó la mirada y murmuró en voz tan baja que Patrik apenas la oyó:

– Lo hicimos por lo civil, pero de eso ya hablaremos en otra ocasión. Parece que ya hemos llegado, ¿no?

Ante ellos tenían, en efecto, un coche destrozado en la cuneta. Dos bomberos intentaban acceder al interior por el techo. No parecían tener prisa. Tras una ojeada al asiento delantero del coche siniestrado, Patrik comprendió la razón.

No fue casualidad que la reunión se celebrase en la casa de Erling W. Larson, en lugar de en las oficinas del ayuntamiento. Tras meses de constantes trabajos de renovación, la casa, o «la perla», como él solía llamarla, estaba por fin lista para ser admirada. Era una de las casas más antiguas y más grandes de Grebbestad, y le costó mucho convencer a los antiguos propietarios de que la pusieran en venta. Siempre esgrimían el mismo argumento y se lamentaban diciendo «que si había pertenecido a la familia», «que si había ido pasando de padres a hijos», pero los lamentos se convirtieron en un sordo murmullo que, a su vez, se fue tornando en alegre gruñir, a medida que él aumentaba el precio de su oferta. Y los imbéciles de los lugareños ni siquiera se percataron de que les había ofrecido mucho menos de lo que habría estado dispuesto a pagar. Seguramente, jamás habían puesto un pie fuera del pueblo y carecían de esa conciencia del valor de las cosas que se adquiría al vivir en Estocolmo, acostumbrados a las condiciones inmobiliarias de la capital. Una vez formalizada la compra se gastó, sin pestañear, otros dos millones en renovar la casa, y ahora le mostraba orgulloso el resultado al resto de la comisión municipal.

– Aquí trajimos de Inglaterra una escalera que encaja muy bien con los detalles de época. Claro que no fue barata, precisamente. Sólo se fabrican cinco escaleras como ésta al año, pero la calidad cuesta. Y hemos mantenido una estrecha colaboración con el museo de Bohuslán, con la idea de no destruir el espíritu de la casa. Tanto Viveca como yo somos muy meticulosos con esas cosas y procuramos renovar las viviendas con sumo cuidado de no destruir su espíritu. Por cierto, tenemos varios ejemplares del último número de la revista Residence, donde se da cuenta del resultado de nuestra reforma. El fotógrafo dijo que jamás había visto una reforma ejecutada con tanto gusto. Tomad un ejemplar de la revista y así podéis hojearlo en casa tranquilamente. Ah, quizá debería explicar que Residence es una revista en la que sólo aparecen viviendas de lujo. Vamos, que no es como la sueca, Sköna Hem, donde meten la casa de fulanito y de menganito -observó Erling con una risita que indicaba lo absurda que se le antojaba la idea de que su casa apareciese en semejante publicación-. En fin, ¿nos sentamos y nos ponemos manos a la obra? -dijo señalando la gran mesa del salón, preparada con el servicio de café.

Su mujer había ido poniéndola mientras él les enseñaba la casa y ahora aguardaba en silencio a que tomaran asiento. Erling le hizo un gesto de aprobación. Su querida Viveca valía su peso en oro, sabía cuál era su sitio y era una anfitriona excepcional. Un tanto taciturna, quizá, nada versada en el arte de la conversación, pero más valía una mujer capaz de callar que una charlatana incansable, como solía decirse.

– Bien, ¿qué ideas se os ocurren sobre el gran tema al que nos enfrentamos hoy?

Se habían sentado todos a la mesa y Viveca iba sirviéndoles el café en delicadas tazas de porcelana blanca.

– Bueno, ya sabes cuál es mi postura -respondió Uno Brorsson mientras se ponía cuatro terrones de azúcar. Erling lo observó con desprecio. No entendía a los hombres que descuidaban su físico y su salud de aquel modo. El salía a correr todas las mañanas y hasta se había hecho algún que otro lifting discretísimo, aunque esto sólo lo sabía Viveca.

– Ya, de tu postura no cabe la menor duda -aseguró Erling, con más crudeza de la que pretendía-. Pero tú has tenido la oportunidad de decir lo que pensabas y, ahora que hemos adoptado esta decisión, considero que debemos procurar sacarle el mayor partido posible. De nada sirve seguir debatiendo el asunto. El equipo de televisión llegará hoy y, bueno, ya conocéis mi punto de vista, personalmente considero que es lo mejor que le podía suceder a la comarca. No tenéis más que ver las consecuencias que las ediciones anteriores han tenido para las zonas donde se ha desarrollado el programa. Cierto que Amal saltó a la fama con la película de Moodysson, pero eso no fue nada comparado con la publicidad que obtuvo gracias al programa protagonizado por gente del pueblo. Y Fucking Töreboda dio a conocer el pueblo en todo el país. ¡Sabed que la mayor parte de la población sueca se plantará ante el televisor para ver Fucking Tanut! ¡Es una posibilidad única para promocionar la mejor cara de este rincón de Suecia!

– ¡La mejor cara! -resopló Uno-. Alcohol y sexo y un montón de imbéciles, de famosos de pacotilla que se creen estrellas de televisión por salir en el programa, ¡eso es lo que verán de Tanumshede!

– Ya, bueno, yo creo que será muy emocionante -terció entusiasmada Gunilla Kjellin, con su voz un tanto chillona, mirando a Erling con chiribitas en los ojos. A Gunilla le encantaba Erling. Incluso podría decirse que estaba enamorada de él, aunque ella jamás admitiría tal cosa. En cualquier caso, Erling no vivía ignorante de dicha circunstancia y la aprovechaba para conseguir su voto en todos los asuntos que deseaba sacar adelante.

– Ahí lo tienes, ¡ya oyes a Gunilla! Ese es el espíritu con que todos deberíamos acoger el futuro proyecto. Vamos a emprender una aventura muy emocionante y una oportunidad que deberíamos agradecer -exclamó Erling con su tono de voz más persuasivo y entusiasta. El mismo que le había valido siempre la atención y el interés tanto del personal como del Consejo. Cuando pensaba en los años de éxito candente, lo invadía la nostalgia. Pero, por suerte, lo había dejado a tiempo. Cogió el merecido pago y se despidió. Antes de que los periodistas, movidos por su sed de sangre, se lanzasen a la caza de los desgraciados de sus colegas, como sobre una presa que abatir y descuartizar. A Erling lo angustió mucho la decisión de jubilarse anticipadamente después del infarto, pero luego se dio cuenta de que había hecho lo correcto-. Venga, probad estos deliciosos dulces: de la pastelería Elg. -Los animó señalando la bandeja repleta de bollos de crema y de canela. Todos obedecieron y se sinceran, un dulce. El se abstuvo. El hecho de haber sufrido un infarto, pese a lo cuidadoso que era con la alimentación y el ejercicio había incrementado más aún su prudencia.

– ¿Qué pasará con los posibles daños? Tengo entendido que en Töreboda hubo muchos destrozos durante la grabación del programa. ¿Se hará cargo de los desperfectos la cadena de televisión?

Erling resopló impaciente en dirección al origen de la pregunta. El joven jefe municipal de economía tenía que andar siempre incordiando con minucias, en lugar de ver la imagen a gran escala, the big picture, como él solía decir. Por lo demás ¿qué demonios sabría él de economía? Apenas había cumplido los treinta y seguramente no habría visto en toda su vida la cantidad que Erling manejaba en un solo día en los tiempos dorados de La Empresa. No, esos ridículos contables no le parecían dignos de ninguna consideración. Se dirigió a Erik Bohlin, el contable en cuestión, y le dijo con retintín: