– Por mí, jamás -le soltó mientras empujaba la puerta con la cadera.
– ¡Vaya mierda! ¡Esto es odioso! -rugió Calle arrojando el plato en el fregadero, cuando una voz que resonó a su espalda lo sobresaltó de pronto.
– Oye, si rompes algo te lo descontamos del sueldo. -Günther, el jefe de cocina del restaurante Gestgifveriet de Tanumshede lo miraba con encono.
– Si te has creído que estoy aquí por el salario, estás muy equivocado -le espetó Calle-. Para que lo sepas, en Estocolmo gasto yo más en una noche de lo que tú ganas al mes -añadió antes de, con gesto desafiante, soltar otro plato en el fregadero. El plato se quebró y Calle miró a Günther retándolo a actuar. Por un instante, pareció que el jefe de cocina iba a reprender al joven, pero echó una ojeada a las cámaras y, protestando entre dientes, se puso a remover las salsas que hervían en los fogones.
Calle sonrió con desprecio. Las cosas no cambiaban, aunque uno cambiase de lugar. Tanumshede o la plaza de Stureplan en Estocolmo, tanto daba. Money talks. Todos acudían donde estaba el dinero. El había crecido en ese ambiente y había aprendido no sólo a vivir con el orden del mundo que implicaba tal premisa, sino también a apreciarlo. ¿Por qué no? A él sólo le reportaba ventajas. Y no tenía la culpa de haber nacido en un mundo en el que mandaba el dinero. La única vez que vio que esas reglas no funcionaron fue en la isla. Su solo recuerdo lo ponía de mal humor.
Calle abrigaba grandes expectativas cuando entró en Robinson. Estaba acostumbrado a ganar y, desde luego, eliminar a una pandilla de paletos imbéciles no supondría ningún problema.
Ya se sabía qué clase de gente participaba en ese programa. Desempleados, mozos de almacén y peluqueras. Para alguien como él sería pan comido dejarlos a todos fuera de juego. Pero la realidad resultó muy distinta y sorprendente. Sin la posibilidad de sacar la cartera, sin la posibilidad de brillar como un astro, comprendió que existían otros factores que podían ser decisivos. Cuando se acabó la comida, y la mugre y las pulgas tomaron el mando, no tardó en verse reducido a un cero a la izquierda, a un don nadie. Fue una experiencia verdaderamente dolorosa. Lo descalificaron sin darle la oportunidad de pasar a la votación. De repente, se vio obligado a enfrentarse al hecho de que no le gustaba a la gente. Tampoco es que fuese el chico más popular y apreciado de todo Estocolmo, pero al menos allí la gente lo trataba con respeto y admiración. Y claro que le doraban la píldora a conciencia para poder compartir con él los momentos en que corría el champán y había montones de tías entre las que elegir. En la isla, en cambio, ese mundo se le antojaba remoto y, al final, ganó un inútil de Smáland. Un carpintero de mierda a cuyos pies todos se rindieron porque lo encontraban tan genuino, tan sincero, tan del pueblo. Menudos imbéciles. Desde luego, la experiencia de la isla era un recuerdo que deseaba olvidar tan pronto como fuese posible.
Ahora, en cambio, todo sería muy distinto. Aquí se hallaba más en su elemento. Bueno, quizá no exactamente allí, delante del fregadero, pero en este programa tendría la oportunidad de demostrar que era alguien. Aquí sí eran importantes su dialecto del selecto barrio de Östermalm, el pelo peinado hacia atrás y la ropa de marca. Aquí no se vería obligado a andar de un lado para otro medio desnudo como un salvaje ni a confiar en un personaje de poca monta. Aquí podía dominar. Con gesto díscolo, cogió otro plato sucio de la pila y empezó a enjuagarlo. Hablaría con el jefe de producción para que lo cambiaran al puesto de Tina. Aquello no se correspondía en absoluto con su imagen.
Como una respuesta ambulante a su razonamiento, Tina volvió a aparecer por la puerta.
La joven se apoyó contra la pared, se quitó los zapatos y encendió un cigarrillo.
– ¿Quieres uno? -le preguntó ofreciéndole el paquete.
– Sí, qué coño -respondió Calle apoyándose como ella.
– Se supone que aquí no podemos fumar, ¿no? -preguntó Tina expulsando el humo.
– Claro que no -respondió Calle antes de formar un anillo que rodeó la bocanada de Tina.
– ¿Cómo crees que irá lo de esta noche? -le preguntó Tina.
– ¿Te refieres a lo de la discoteca o lo que sea?
– Sí, exacto -se rió la joven-. Creo que no he estado en una «discoteca» desde que iba al instituto -aseguró mientras estiraba los dedos de los pies, que, tras un par de horas aprisionados en unos zapatos de tacón, sentía doloridos.
– Pues creo que será divertido. Aquí somos los reyes. La gente vendrá sólo para vernos. ¿Cómo no va a ser divertido?
– Ya, bueno, pensaba preguntarle a Fredrik si no puede conseguir que me dejen cantar.
Calle se echó a reír.
– ¿Qué dices? No hablarás en serio, ¿verdad? Tina lo miró dolida.
– ¿Tú crees que yo hago esto por lo entretenido que es? Tengo que apostar fuerte. Llevo varios meses recibiendo clases de canto y, después de mi participación en el programa El bar, las discográficas se mostraron muy interesadas.
– O sea, que ya tienes contrato para grabar un disco, ¿no? -le preguntó Calle con ironía antes de dar otra calada.
– No… Se jodió, vamos. Pero, según mi manager, es que no era el momento. Y tenemos que encontrar un tema con garra que me dé un perfil. Además, va a intentar que me fotografíe Bingo Rimer.
– ¿A ti? -Calle se carcajeó implacable-. Yo creo que Barbie tiene más posibilidades que tú, vamos… Tú no tienes sus… -Calle paseó la mirada por su cuerpo, antes de rematar la frase-… sus atributos.
– ¿Pero qué dices? Yo tengo tan buen tipo como esa muñeca hinchable. Sólo tengo menos tetas, pero sólo un poco. -Tina arrojó la colilla al suelo y la aplastó irritada con el tacón-. Y además, estoy ahorrando para ponérmelas nuevas -añadió mirando a Calle retadora-. Diez mil más y podré usar un sujetador de la talla 100.
– Sí, sí, buena suerte -respondió Calle, apagando él también el cigarrillo en el suelo. Y en ese preciso momento volvió Günther. Su cara adquirió un tono más rojizo que el que le había provocado el vapor de las cacerolas.
– ¿Estáis fumando aquí dentro? ¡Está prohibido, prohibidísimo, totaaaaalmente prohibido! -El jefe de cocina hizo unos cuantos molinetes con los brazos, a lo que Tina y Calle se miraron y se echaron a reír. Aquel tío era una caricatura. A regañadientes, retomaron sus tareas. Las cámaras habían captado toda la escena.
Los mejores momentos eran aquellos en que se sentaban juntos, muy juntos. Los momentos en que ella sacaba el libro. El crujir de las hojas a medida que las iba pasando despacio, el olor de su perfume, la sensación de la suave tela de su blusa en la mejilla. En esos momentos, las sombras se mantenían apartadas. Todo aquello que había en el exterior y que les causaba temor y atracción a un tiempo dejaba de ser importante. Su voz, que ascendía y descendía en dóciles ondas. A veces, si estaban cansados, uno de los dos, o incluso ambos, se dormía en sus rodillas. Lo último que recordaban antes de que el sueño se apoderase de ellos era el relato, el rumor del papel y los dedos de ella acariciándoles el cabello.
Se trataba de un relato que habían oído cientos de veces. Se lo sabían de memoria y, pese a todo, cada vez que lo escuchaban, les sonaba nuevo. En ocasiones observaba a su hermana mientras escuchaba con la boca entreabierta y los ojos fijos en las páginas del libro. El cabello le caía como una cascada por la espalda, sobre el camisón. El solía cepillarle la melena todas las noches. Era su misión.
Cuando ella les leía, se disipaba el deseo de cruzar la puerta cerrada y salir al mundo del otro lado. En esos momentos no existía más que un mundo lleno de color y de aventuras, plagado de dragones, príncipes y princesas. No una puerta cerrada. No dos puertas cerradas.