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Lars pasó del masaje a las caricias y de los hombros al cuello. Hanna emitió un leve gemido, aún con los ojos cerrados.

– Lars, ¿se acabará alguna vez? -le susurró mientras sus manos seguían acariciándole los hombros, la espalda, bajo la camiseta. Lars tenía la boca pegada a su oreja y Hanna sentía el calor de su aliento.

– No lo sé, Hanna. No lo sé.

– Pero… tenemos que hablar de ello. Algún día tendremos que hablar de ello. -Hanna oía el tono suplicante y desesperado que siempre acompañaba a su voz cuando salía a relucir ese tema.

– No, no tenemos por qué -respondió Lars, que ya empezaba a mordisquearle la oreja. Hanna intentó resistirse, pero, como de costumbre, el deseo empezaba a prender en su interior.

– Pero, y entonces, ¿qué vamos a hacer? -La desesperación se mezclaba con el deseo y, de repente, se volvió hacia él.

Con la cara muy pegada a la de ella, le dijo:

– Vivir nuestra vida juntos. Día tras día, hora tras hora. Hacer nuestro trabajo. Sonreír, y todo lo que se espera que hagamos. Y amarnos.

– Pero… -Lars interrumpió sus protestas con un beso. La rendición subsiguiente le resultaba tan familiar… Sus intentos de abordar el tema tenían siempre el mismo final. Hanna sentía las manos de Lars por todo el cuerpo. Dejaban un rastro ardiente tras de sí y, poco a poco, sintió que las lágrimas empezaban a brotar. Todos los años de frustración, de vergüenza, de pasión, tenían cabida en aquellas lágrimas. Lars las lamía con avidez y dejaba con su lengua un rastro húmedo en sus mejillas. Hanna intentó zafarse, pero su amor, su hambre, lo inundaba todo y no le permitía huir. Finalmente, Hanna cedió. Barrió de su cerebro cualquier idea, todo el pasado. Le devolvió sus besos y se aferró a él apretándose contra su cuerpo. Se quitaron la ropa con apremio, con urgencia, y se tumbaron en el suelo de la cocina. Lejos, muy lejos, Hanna se oía gritar a sí misma.

Después, como de costumbre, se sintió vacía. Y perdida.

– ¡Pues sí que parecía mustio Patrik ayer cuando llegó a casa! -observó Anna estudiando la reacción de Erica, que intentaba concentrarse en el volante. Erica exhaló un suspiro.

– Sí, puede decirse que no está en buena forma. Esta mañana, cuando lo llevé a la comisaría, intenté hablar con él, pero no estaba muy parlanchín. Ya he visto antes esa expresión. Le está dando vueltas a algún asunto relacionado con el trabajo, una idea que no le da tregua. Y lo único que se puede hacer es darle tiempo. Tarde o temprano hablará.

– ¡Hombres! -exclamó Anna, y una sombra apagó su semblante. Erica la intuyó con el rabillo del ojo y sintió que se le encogía el estómago. Vivía con el temor constante de que Anna volviese a caer en la apatía, de que perdiese la chispa vital que había prendido en ella. Pero, en esta ocasión, su hermana logró desechar el recuerdo del infierno que había vivido, un recuerdo que se obstinaba en abrirse camino en su pensamiento.

– ¿Es algo relacionado con el accidente de tráfico? -le preguntó.

– Eso creo -respondió Erica mirando bien a su alrededor antes de tomar la rotonda de Torp-. O, al menos, a mí me comentó que estaban investigando una serie de anomalías. Y también me dijo que el accidente le recordaba a algo.

– ¿A qué? -preguntó Anna curiosa-. ¿A qué podría recordarle un accidente de tráfico?

– No lo sé, pero eso fue lo que dijo. Y que hoy investigaría el asunto más a conciencia, que intentaría llegar hasta el fondo.

– Me figuro que no has tenido ocasión de darle la lista, ¿verdad?

Erica rompió a reír.

– No, no he tenido el valor de enseñársela al verlo tan abatido. Intentaré dejárselo caer de la mejor forma posible durante el fin de semana.

– Bien -convino Anna, quien, sin que nadie se lo hubiese pedido, se había erigido en organizadora general y jefa del «proyecto boda»-. Lo más importante es que le hagas entender lo de su atuendo. Nosotras podemos ver algo hoy e incluso puedes elegir varias de las opciones, pero es él quien debe probarse la ropa.

– Sí, pero lo de su ropa no será problema. A mí me preocupa más la mía -confesó Erica en tono sombrío-. ¿Tú crees que en la tienda de vestidos de novia habrá una sección de tallas extra grandes?

Giró para acceder al aparcamiento de Kampenhof y se quitó el cinturón de seguridad. Anna hizo lo propio y se volvió hacia Erica.

– No te preocupes, estarás preciosa. ¡Ya verás! Y en seis semanas puedes perder un montón de peso. ¡Saldrá perfecto!

– Lo creeré cuando lo vea -se empecinaba Erica-. Prepárate para la realidad, ésta no será una empresa agradable.

Cerró el coche y se encaminó a la calle comercial, con Maja en el carrito. La tienda de vestidos de novia estaba en una de las estrechas callejuelas perpendiculares a la principal. Erica había llamado antes de salir para cerciorarse de que estaría abierta.

Anna no pronunció una sola palabra más hasta que no llegaron a la tienda. Justo cuando cruzaban el umbral le dio un apretón a Erica en el brazo, para infundirle ánimo. Después de todo, ¡iban buscando un vestido de novia!

Erica respiró hondo cuando se cerró la puerta y se vio dentro del comercio. Blanco, blanco y más blanco. Tul y encajes y perlas y lentejuelas. Una mujer menuda, muy maquillada y de unos sesenta años se les acercó solícita:

– ¡Hola, adelante! -saludó en tono cantarín con una palma-dita de entusiasmo. Teniendo en cuenta lo contenta que se había puesto al verlas, Erica pensó con cinismo que, seguramente, no acudirían allí muchas clientas.

Anna dio un paso al frente y tomó el mando.

– Estamos buscando un vestido de novia para mi hermana -explicó señalando a Erica, a lo que la señora dio otra palma-dita.

– ¡Oh, qué bien! ¿Va a casarse?

No, ¡qué va!, es que me apetecía mucho tener un vestido de novia, pensó Erica irritada. Sin embargo, se guardó el comentario y no dijo ni una palabra.

Parecía como si Anna le hubiese leído el pensamiento, pues se apresuró a explicar:

– Sí, van a casarse el sábado de Pentecostés.

– ¡Vaya! -exclamó la mujer horrorizada-. Entonces es urgente, muy urgente. Apenas queda poco más de un mes, ¡qué horror! No puede decirse que lo haya planeado con tiempo.

Una vez más, Erica se tragó un comentario airado al sentir en su brazo la mano de Anna, que intentaba calmarla. La señora les indicó que se acercasen y Erica la siguió vacilante. Aquella situación le resultaba tan… extraña… Claro que jamás había puesto un pie antes en una tienda de vestidos de novia, y eso bien podía explicar la sensación de extrañeza. Miró a su alrededor y sintió que la cabeza le daba vueltas, literalmente. ¿Cómo podría ella encontrar un vestido de novia allí, en medio de aquel mar de volantes y gasas?

Una vez más, allí estaba Anna, consciente de cómo se sentía. Le indicó a Erica que se sentara en el sillón, dejó a Maja en el suelo y, con voz firme y segura, le dijo a la mujer: -¿Podría sacarnos varios modelos para que los vea mi hermana? Sin demasiados adornos, algo sencillo y clásico, aunque con algún detalle que destaque, ¿verdad? -preguntó mirando a Erica, que no pudo por menos de echarse a reír: Anna la conocía casi mejor que ella misma.

La propietaria de la tienda empezó a sacar un vestido tras otro. Erica negaba unas veces, afirmaba otras. Finalmente, seleccionaron cinco vestidos y Erica entró en el probador con el corazón en un puño. Aquélla no era su distracción favorita. Poder contemplar su cuerpo desde tres ángulos distintos al mismo tiempo mientras la luz implacable evidenciaba todo lo que quedaba oculto bajo la ropa invernal era una experiencia espeluznante. En todos los sentidos, observó Erica al comprobar que debería haberse pasado la cuchilla aquí y allá. En fin, ya era tarde para remediarlo. Muy despacio y con cuidado, se puso el primero de los vestidos. Era un modelo tipo funda, con un escote palabra de honor y, cuando fue a subir la cremallera, ya sabía que aquello no sería nada agradable.