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– Oye, verás, aquí las preguntas las hacemos nosotros, no tú -le respondió Patrik tajante-. A la una menos diez de la madrugada, dos de nuestros policías vieron cómo atacabas a Lillemor Persson, una de las participantes del programa.

– Querrás decir Barbie -lo interrumpió Uffe con una risotada-. Lillemor… joder, eso sí que tiene gracia.

Patrik tuvo que contener el impulso de darle a aquel jovenzuelo una buena bofetada. Martin pareció presentirlo, de modo que tomó la palabra con la intención de darle a Patrik tiempo de serenarse.

– Fuimos testigos de cómo te empleaste con Lillemor a empujones y puñetazos. ¿Qué fue lo que desencadenó esa pelea?

– No entiendo por qué tanta murga con eso. ¡Si no fue nada! Fue un pequeño… desacuerdo. ¡Apenas la toqué! -El desenfado de Uffe empezaba a ceder ante cierta preocupación.

– ¿En qué no estabais de acuerdo? -continuó Martin.

– ¡En nada! O sea, bueno, ella había ido hablando mal de mí, y me enteré. Sólo quería que lo confesara. ¡Y que lo retirase! No puede dedicarse a ir por la vida contando mierdas sin más. Yo sólo quería que le entrase en la cabeza.

– Y cuando, unas horas más tarde, la atacaste con otros participantes, ¿era eso lo que pretendías, que le entrase en la cabeza? -intervino Patrik mirando el informe.

– Bueeeno -respondió Uffe vacilante. Su posición en la silla era ya más normal y la sempiterna sonrisa empezaba a esfumarse de su rostro-. Pero, joder, preguntadle a Barbie directamente. Os juro que pensará lo mismo. Fue una simple bronca, no es para que intervenga la poli.

Patrik y Martin cruzaron una breve mirada. Luego, Patrik miró a Uffe y dijo:

– Lillemor no podrá decirnos mucho sobre esto. La han encontrado muerta esta mañana. Asesinada.

Un denso silencio invadió la sala. Uffe palidecía por momentos. Martin y Patrik aguardaban su reacción.

– Estás… Estáis de broma, ¿no? -logró articular por fin. Pero ninguno de los policías se pronunciaba. Muy despacio, las palabras de Patrik empezaron a hacer mella en su cerebro. Ya no quedaba ni rastro de la sonrisa-. ¡Qué coño! ¿Creéis que yo…? Pero si yo… ¡Si sólo fue una bronca de nada! Yo no habría… Yo no… -Uffe sólo era capaz de balbucir, con la mirada vacilante y nerviosa.

– Vamos a necesitar hacerte una prueba de ADN -repuso Patrik al tiempo que ponía sobre la mesa el material necesario-. No tendrás nada que objetar, ¿verdad?

Uffe dudó un instante.

– No, coño -dijo al fin-. Coged lo que queráis. Yo no he hecho nada.

Patrik se inclinó y, con un bastoncillo de algodón, tomó una muestra de saliva del interior de la mejilla de Uffe. Por un segundo, pareció que el joven cambiaba de opinión, pero ya era tarde, y el bastoncillo cayó en un sobre que Patrik cerró enseguida. Uffe se quedó contemplando el sobre. Tragó saliva y miró a Patrik con los ojos desorbitados.

– No cortaréis la emisión, ¿verdad? No podéis. Quiero decir que no, que no podéis hacerlo sin más. -Su voz destilaba desesperación, y Patrik sintió crecer el desprecio que le inspiraba aquel espectáculo. ¿Cómo era posible que un programa de televisión fuese más importante que la vida de una persona?

– No nos corresponde a nosotros decidirlo -respondió Patrik secamente-. Sino a la productora. Si hubiese estado en mi mano, habríamos acabado con esa porquería en un abrir y cerrar de ojos, pero… -Abrió los brazos en señal de impotencia y vio el alivio reflejado en la cara de Uffe-. Puedes irte -le dijo con acritud. Aún tenía grabado en la memoria el cuerpo de Barbie, desnudo y sin vida, y la idea de que su muerte se convirtiese en entretenimiento televisivo le producía náuseas. ¿Qué le pasaba a la gente?

El día había empezado estupendamente. Había sido divino, divino de verdad, se atrevería a decir. Primero salió a hacer una carrera bien larga bajo el frío aire primaveral. Por lo general, no era un gran aficionado a la naturaleza, pero aquella mañana, para su sorpresa, se alegró al ver la luz del sol filtrándose por entre el follaje de las copas de los árboles. Aquella maravillosa sensación duró en su pecho hasta que llegó a casa y propició unos minutos de sexo con Viveca que, para variar, se dejó convencer fácilmente. Ésa era, por lo demás, una de las pocas nubes que ensombrecían la existencia de Erling. Desde que se casaron, ella había ido perdiendo prácticamente todo interés por esa faceta del matrimonio y era incuestionable lo absurdo que resultaba buscarse una esposa joven y de buen ver de la que luego no se podía disfrutar. No, aquello tenía que cambiar. Las actividades de aquella mañana lo reafirmaron en su convicción de que tendría que hablar muy seriamente sobre ese detalle con la buena de Viveca. Tendría que explicarle que el matrimonio consistía en un toma y daca, unos servicios por otros. Y si, en lo sucesivo, quería seguir recibiendo ropa, joyas, diversión y un hogar decorado con objetos caros y hermosos, tendría que generar y renovar su entusiasmo y mostrarse dócil en los terrenos que exigía su hombría. Aquello nunca había supuesto ningún problema antes de que se casaran, cuando ella vivía en un bonito apartamento que pagaba él y tenía que competir con su mujer, con la que llevaba casado treinta años. Entonces se mostraba complaciente a todas horas y en los lugares más extraordinarios. Erling notó que su vigor se avivaba ante el solo recuerdo. Quizá hubiese llegado la hora de recordárselo a Viveca. Después de todo, él tenía bastante que recuperar.

Erling acababa de poner el pie en el primer peldaño de la escalera, para subir a la planta de arriba, cuando lo interrumpió el timbre del teléfono. Por un instante, sopesó la posibilidad de ignorar la llamada, pero luego se dio la vuelta y se dirigió a la mesa de la sala de estar, donde se encontraba el inalámbrico. Quizá fuese algo importante.

Cinco minutos después seguía con el auricular en la mano, mudo de espanto. Las consecuencias de la noticia que acababa de recibir cruzaban su mente como un torbellino y su cerebro se esforzaba por dar con alguna posible solución. Se levantó resuelto y gritó en dirección a la primera planta:

– Viveca, me voy a la oficina. Se ha producido un incidente del que tengo que hacerme cargo enseguida.

Un murmullo procedente del piso superior le confirmó que Viveca lo había oído, de modo que Erling se puso raudo la cazadora y cogió las llaves del coche que estaban colgadas junto a la puerta de entrada. Con aquello no había contado, desde luego. ¿Qué demonios iba a hacer ahora?

Ser Mellberg en un día como aquél era una delicia. Tuvo que recordarse el motivo por el que se encontraba donde se encontraba y, con no poco esfuerzo, compuso una expresión tras la cual ocultar la satisfacción que sentía, mostrando una mezcla de implicación y resolución. Sin embargo, aquello de ser el centro de atención de los focos se le daba a la perfección. Sencillamente, realzaba su persona. Y no podía dejar de preguntarse cómo reaccionaría Rose-Marie al verlo aparecer como el hombre clave de la comisaría en todos los diarios de la mañana y de la tarde. Sacó pecho y echó hacia atrás los hombros en una pose que se le antojaba poderosa. El flash de las cámaras casi lo cegaba, pero supo mantener la postura. Aquélla era una ocasión que no podía desaprovechar.

– Disponen de un minuto más para hacer fotos, luego tendrán que calmarse un poco.

El mismo era consciente del respeto que infundía su voz y disimuló un estremecimiento de gozo. Para aquello había venido al mundo. Durante unos segundos más se oyó el chasquido de las cámaras, hasta que alzó una mano y paseó la mirada por los representantes de la prensa allí congregados.

– Como ya saben, esta mañana hemos encontrado el cadáver de la joven Lillemor Persson.

Un mar de manos se alzó en el aire, y Mellberg aceptó magnánimo la intervención del enviado del Expressen.

– ¿Se ha constatado ya que fue asesinada? -Todos aguardaban expectantes su respuesta, con el bolígrafo a unos milímetros del bloc de notas. Mellberg carraspeó discretamente.