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Lo maté en sueños y luego no pude hacer nada hasta que lo despaché de verdad. Sin remedio.

Lo maté porque estaba seguro de que nadie me veía.

Lo maté porque me despertó. Me había acostado tardísimo y no podía con mi alma. «De un revés, zas, le derribé la cabeza en el suelo.» (Cervantes. Quijote I, 37).

– Un poquito más.

No podía decir que no. Y no puedo sufrir el arroz.

– Si no repite otra vez, creeré que no le gusta.

Yo no tenía ninguna confianza en aquella casa. Y quería conseguir un favor. Ya casi lo tenía en la mano. Pero aquel arroz…

– Un poco más.

– Un poquitín más.

Estaba empachado. Sentí que iba a vomitar. Entonces no tuve más remedio que hacerlo. La pobre señora se quedó con los ojos abiertos, para siempre.

¿Ustedes no han tenido nunca ganas de asesinar a un vendedor de lotería, cuando se ponen pesados, pegajosos, suplicantes? Yo lo hice en nombre de todos.

Hacía tres años que soñaba con ello: ¡estrenaba traje! Un traje clarito, como yo lo había deseado siempre. Había estado ahorrando, peso a peso, y, por fin, lo tenía. Con sus solapas nuevecitas, su pantalón bien planchado, sus valencianas sin deshilachar… Y aquel tío grande, sordo, asqueroso, quizá sin darse cuenta, dejó caer su colilla y me lo quemó: un agujero horrible, negro, con los bordes color café. Me lo eché con un tenedor. Tardó bastante en morirse.

Lo maté porque, en vez de comer, rumiaba.

No hice más que rozarla. Se revolvió hecha una fiera. ¡Total por un estregón de nada! Y, además, no valía la pena, blandengucha. Quizá por eso se indignó tanto. Yo no lo iba a consentir. Se agolpó la gente. Yo empecé a bofetadas. Si aquel pequeñito cayó bajo un camión que pasaba nada tengo que ver con eso.

Era tan feo el pobre, que cada vez que me lo encontraba, parecía un insulto. Todo tiene su límite.

Estábamos en el borde de la acera, esperando el paso. Los automóviles se seguían a toda marcha, el uno tras el otro, pegados por sus luces. No tuve más que empujar un poquito. Llevábamos doce años de casados. No valía nada.

Tenía un forúnculo muy feo. Con la cabeza gorda, llena de pus. El médico aquel -el mío estaba de vacaciones- me dijo:

– ¡Bah! Eso no es nada. Un apretón y listos. Ni siquiera lo notará.

Le dije que si no quería darme una inyección para mitigar el dolor.

– No vale la pena.

Lo malo es que al lado había un bisturí. Al segundo apretujen se lo clavé. De abajo arriba: según los cánones.

¿Usted no ha matado nunca a nadie por aburrimiento, por no saber qué hacer? Es divertido.

Estaba leyéndole el segundo acto. La escena entre Emilia y Fernando es la mejor: de eso no puede caber ninguna duda, todos los que conocen mi drama están de acuerdo. ¡Aquel imbécil se moría de sueño! No podía con su alma. A pierna suelta, se le iba la morra al pecho, como un badajo. En seguida volvía a levantar los ojos haciendo como que seguía la intriga con gran interés, para volver a transponerse, camino de quedar como un tronco. Para ayudarle lo descabecé de un puñetazo; como dicen que algún Hércules mató bueyes. De pronto me salió de adentro esa fuerza desconocida. Me asombró.

¡Que se declare en huelga ahora!

Lo maté porque me dieron veinte pesos para que lo hiciera.

Aquel actor era tan malo, tan malo que todos pensaban -de esto estoy seguro-: «que lo maten». Pero en el preciso momento en que yo lo deseaba cayó algo desde el telar y lo desnucó. Desde entonces ando con el remordimiento a cuestas de ser el responsable de su muerte.

Roncaba. Al que ronca, si es de la familia, se le perdona. Pero el roncador aquel ni siquiera sabía yo la cara que tenía. Su ronquido atravesaba las paredes. Me quejé al casero. Se rió. Fui a ver al autor de tan descomunales ruidos. Casi me echó:

– Yo no tengo la culpa. Yo no ronco. Y si ronco, ¡qué le vamos a hacer!, tengo derecho. Cómprese algodón hidrófilo…

Ya no podía dormir: si roncaba, por el ruido; si no esperándolo. Pegando golpes en la pared callaba un momento… pero en seguida volvía a empezar. No tienen ustedes idea de lo que es ser centinela de un ruido. Una catarata. Un volumen tremendo de aire, una fiera acorralada, el estertor de cien moribundos, me rasgaba las entrañas emponzoñándome el oído, y no podía dormir nunca, nunca. Y no me daba la gana de cambiar de casa. ¿Dónde iba yo a pagar tan poco? El tiro se lo pegué con la escopeta de mi sobrino.

No puedo tocar el terciopelo. Tengo alergia al terciopelo. Ahora mismo se me eriza la piel al nombrarlo. No sé por qué salió aquello en la conversación. Aquel hombre tan redicho no creía más que en la satisfacción de sus gustos. No sé de dónde sacó un trozo de aquel maldito terciopelo y empezó a restregármelo por los cachetes, por el cogote, por las narices. Fue lo último que hizo.

¡Yo tenía razón! Mi teoría era irrefutable. Y aquel viejo gaga, denegando con su sonrisilla imperturbable, como si fuese la divina garza, y estuviese revestido, por carisma, de una divina infalibilidad. Mis argumentos eran correctísimos, sin vuelta de hoja. Y aquel viejo carcamal imbécil, barba sucia, sin dientes, con sus doctorados honoris causa a cuestas, poniéndolos en duda, emperrado en sus teorías pasadas de moda, sólo vivas en su mente anquilosada, en sus libros que ya nadie lee. Viejo putrefacto. Todos los demás callaban cobardemente ante la cerrazón despectiva del maestro. No valían ya argumentos, dispuesto como lo estaba a hundir mis teorías con su sonrisilla sardónica. ¡Como si yo fuera un intruso! Como si defender algo que estaba fuera del alcance de su mente en descomposición fuese un insulto a la ciencia que él, naturalmente, representaba. Hasta que no pude más. Me sacó de quicio. Le di con la campanilla en la cabeza: lo malo fue que el badajo se le clavó en una fontanela. No se ha perdido gran cosa, como no sean sus ojos de pescado, colorados, muertos.