– No sólo usan fuego. Fabrican herramientas y hablan entre sí.
Continuó andando. No había notado ninguna reacción en Bertram, aparte de un ligero movimiento en sus cejas perpetuamente arqueadas. Sin embargo, Kevin sabía que el veterinario lo había oído.
Mientras subía con paso tambaleante al primer piso, vio que Cameron daba instrucciones a los soldados y al oficial para que vigilasen la escalera.
Al llegar al vestíbulo, los tres amigos se miraron. Melanie todavía sollozaba entrecortadamente.
– No son precisamente buenas noticias -dijo Kevin con un resuello.
– No pueden hacernos esto -gimió Melanie.
– Pues está claro que lo intentarán -repuso Kevin-. Y sin los pasaportes, tendríamos dificultades para salir del país incluso si pudiéramos escapar de aquí.
Melanie se llevó las manos a las mejillas y apretó con fuerza.
– Tengo que controlarme -dijo.
– Yo vuelvo a sentirme aturdida -reconoció Candace-.
Hemos pasado de una forma de cautiverio a otra.
Kevin suspiró.
– Por lo menos no nos han metido en el calabozo.
Salió a la terraza y vio que todos los coches se marchaban, excepto el de Cameron. Alzó la vista al cielo y notó que estaba oscureciendo. Ya brillaban las primeras estrellas.
Regresó a la casa y fue directamente al teléfono. Levantó el auricular y oyó lo que esperaba: nada.
– ¿Tiene tono? -preguntó Melanie a su espalda.
Kevin colgó el auricular y negó con la cabeza.
– Me temo que no.
– Lo suponía -dijo ella.
– Vamos a ducharnos -sugirió Candace.
– Excelente idea -dijo Melanie con fingido optimismo.
Después de que acordaran volver a reunirse en media hora, Kevin cruzó el comedor y abrió la puerta de la cocina.
Estaba tan sucio, que no se atrevía a entrar. Olió un aroma de pollo asado.
Esmeralda se había puesto de pie de un salto al oír la puerta.
– Hola, Esmeralda -saludó Kevin.
– Bienvenido, señor -dijo Esmeralda.
– No ha salido a recibirnos como de costumbre -señaló Kevin.
– Temía que el gerente siguiera allí -dijo la mujer-. El y el jefe de seguridad vinieron antes, dijeron que usted regresaría pronto y que no le permitirían abandonar la casa.
– Sí; eso me han dicho -respondió Kevin.
– Le he preparado la cena -dijo Esmeralda-. ¿Tiene ham bre?
– Mucha-respondió Kevin-, pero tenemos dos invitadas.
– Lo sé. Me lo dijo el gerente.
– ¿Podremos comer dentro de media hora?
– Desde luego.
Kevin respondió con una inclinación de cabeza. Era una suerte poder contar con Esmeralda. Se volvió para marcharse, pero la mujer lo llamó. Kevin se detuvo, sujetando la puerta.
– Están pasando muchas cosas malas en la ciudad -dijo Esmeralda-. Y no sólo a usted y a sus amigas, sino también a gente extraña. Una prima mía que trabaja en el hospital me dijo que cuatro personas de Nueva York entraron allí.
Hablaron con el paciente al que le pusieron el hígado del bonobo.
– ¿Ah sí? -preguntó Kevin. El que unas personas viajaran desde Nueva York para hablar con un paciente de trasplante era un acontecimiento inesperado.
– Entraron por su propia cuenta-prosiguió Esmeralda-, sin autorización. Dijeron que eran médicos. Llamaron a los de seguridad, y los guardias se los llevaron. Están en el calabozo.
– Vaya -dijo Kevin mientras su mente trabajaba a marchas forzadas.
La mención de Nueva York le recordó que una semana antes le había telefoneado Taylor Cabot, el director ejecutivo de GenSys, para hablarle de un paciente, Carlo Franconi, que había sido asesinado en esa ciudad. Cabot le había preguntado si era posible detectar el trasplante al hacer la autopsia.
– Mi prima conoce a algunos de los soldados que estuvieron allí -dijo Esmeralda-. Dicen que entregarán a los americanos a los ministros. Si lo hacen, los matarán. Pensé que debía saberlo.
Un escalofrío recorrió la espalda de Kevin. Sabía que Siegfried les reservaba el mismo destino a él, Melanie y Candace.
¿Pero quiénes eran esos neoyorquinos? ¿Tendrían algo que ver con la autopsia de Carlo Franconi?
– La situación es muy grave -dijo Esmeralda-. Y tengo miedo por usted. Sé que ha ido a la isla prohibida.
– ¿Y cómo lo sabe? -preguntó Kevin, atónito.
– La gente de la aldea habla. Cuando mencioné que se había marchado inesperadamente y que el gerente lo estaba buscando, Alphonse Kimba le dijo a mi marido que estaba seguro de que usted había ido a la isla.
– Le agradezco su preocupación-dijo Kevin, abstraído en sus pensamientos-. Y gracias por lo que me ha contado.
Subió a su habitación. Cuando se miró en el espejo, se sorprendió de su aspecto sucio y cansado. Se pasó la mano por la barba de dos días y notó algo aún más alarmante: ¡Se parecía a su doble!
Después de afeitarse, ducharse y ponerse ropa limpia, se sintió como nuevo. Mientras hacía todas esas cosas, no había dejado de pensar en los neoyorquinos encerrados en el calabozo. Sentía curiosidad y le habría gustado ir a hablar con ellos.
Encontró a las dos mujeres también más animadas. La ducha había retransformado a Melanie en la rebelde de siempre, y protestaba con vehemencia por la selección de prendas que le habían llevado.
– Nada combina con nada -dijo.
Se sentaron a la mesa del comedor y Esmeralda sirvió la cena. Melanie echó un vistazo alrededor y rió.
– ¿Sabéis? Tiene gracia; hace apenas unas horas vivíamos como cavernícolas, y de repente, estamos rodeados de lujos.
Es como si hubiéramos viajado en la máquina del tiempo.
– Si no tuviéramos que preocuparnos por lo que pasará mañana… -dijo Candace.
– Al menos disfrutemos de nuestra última cena -sugirió Melanie con su característico humor negro-. Además, cuanto más lo pienso, más me convenzo de que no nos entregarán a los ecuatoguineanos. Estamos casi a las puertas del tercer milenio. El mundo es demasiado pequeño.
– Pero a mí me preocupa… -comenzó Candace.
– Perdona -interrumpió Kevin-, pero Esmeralda me ha contado algo muy interesante que me gustaría compartir con vosotras.
Comenzó por la llamada que le había hecho Taylor Cabot en plena noche. Luego contó la historia de la llegada de los neoyorquinos y su posterior encarcelamiento en el calabozo de la ciudad.
– ¿Veis? Es lo que os decía. Un par de tipos listos hacen una autopsia en Nueva York y luego aparecen aquí, en Cogo. Y nosotros que pensábamos que estábamos aislados.
Creedme, el mundo se hace más pequeño día a día.
– ¿Entonces piensas que estos neoyorquinos han venido tras la pista de Franconi? -preguntó Kevin. Su intuición le decía lo mismo, pero necesitaba confirmación.
– ¿Para qué si no? -preguntó Melanie-. No me cabe la menor duda.
– ¿Tú que opinas, Candace?
– Estoy de acuerdo con Melanie. De lo contrario, sería demasiada coincidencia.
– ¡Gracias, Candace! -Agitó su copa vacía y miró a Kevin con expresión provocativa-. Lamento interrumpir esta fascinante conversación, ¿pero te queda alguna botella de aquel excelente vino, colega?
– ¡Dios, lo había olvidado! Lo siento.
Apartó la mesa de la silla y fue a la despensa, donde guardaba las partidas de vino. De repente, mientras estudiaba las etiquetas, que significaban poca cosa para él, tomó conciencia de la cantidad de vino que había en la casa. Contando las botellas de una estantería y extrapolando el resultado a toda la despensa, calculaba que había más de trescientas.
– Vaya, vaya -dijo mientras comenzaba a urdir un plan.
Cogió todas las botellas que pudo cargar y empujó la puerta de la cocina.
Esmeralda se levantó de la mesa, donde estaba cenando.
– Tengo que pedirle un favor -dijo Kevin-. ¿Le importaría llevar estas botellas y un sacacorchos a los soldados que están al pie de las escaleras?