– ¿Algún problema? -preguntó Kevin.
– No -respondió Jack-. El tipo ha sido muy complaciente.
Claro que Warren es muy persuasivo cuando se lo propone.
– ¿El bar Chickee tiene aparcamiento? -preguntó Warren.
– Sí -respondió Kevin.
– Conduce hacía allí -indicó Warren.
Kevin retrocedió, giró a la derecha y luego a la izquierda.
Al final de la calle, entró en un amplio aparcamiento asfaltado.
Inmediatamente delante de ellos se alzaba la oscura silueta del bar Chickee y, al otro lado, se veía la vasta expansión del estuario, cuya superficie brillaba a la luz de la luna.
Acercó el coche al bar y frenó.
– Esperad aquí -dijo Warren-. Iré a ver si la piragua sigue en su sitio.
Bajó empuñando el rifle de asalto y desapareció al otro lado del bar.
– Es muy rápido -observó Melanie.
– No sabes cuánto -dijo Jack.
– ¿Aquello que se ve al otro lado del río es Gabón? -pre guntó Laurie.
– Exactamente-respondió Melanie.
– ¿A qué distancia está? -preguntó Jack.
– A unos seis kilómetros en línea recta -respondió Kevin-.
Pero deberíamos intentar llegar a Coco Beach, que está a unos dieciséis kilómetros. Desde allí podremos ponernos en contacto con la Embajada de Estados Unidos de Libreville.
Ellos nos ayudarán.
– ¿Cuánto tardaríamos en llegar a Coco Beach? -preguntó Laurie.
– Calculo que poco más de una hora -respondió Kevin-.
Claro que depende de la velocidad de la embarcación.
Warren reapareció y se acercó al coche. Una vez más, Kevin bajó la ventanilla.
– Todo en orden -dijo Warren-. El bote está en su sitio.
Ningún problema.
– ¡Bravo! -exclamaron todos al unísono y bajaron del coche.
Kevin, Melanie y Candace cogieron las bolsas de lona.
– ¿Es la totalidad de vuestro equipaje? -bromeó Laurie.
– Así es -respondió Candace.
Warren guió al grupo hacia el oscuro bar y luego hacia la escalinata que conducía a la playa.
– Corramos hacia el muro de contención -dijo Warren haciendo señas a los demás para que lo precedieran.
Debajo del muelle estaba oscuro y tuvieron que caminar despacio. Por encima del rumor de las pequeñas olas al chocar con la costa, podían oír a los cangrejos reptando en sus madrigueras de arena.
– Tenemos un par de linternas -dijo Kevin-. ¿Las encendemos?
– No corramos riesgos innecesarios -dijo Jack en el preciso momento en que chocaba con el bote. Se aseguró de que la embarcación estuviera razonablemente estable antes de indicar a los demás que subieran y se acomodaran en la popa.
En cuanto lo hicieron, la proa se elevó, más ligera. Jack se inclinó sobre la piragua y comenzó a empujar.
– Cuidado con las vigas transversales -dijo mientras saltaba a bordo.
Todos colaboraron, cogiendo los tablones de madera y empujando el boterío adentro. En cuestión de minutos llegaron al final del muelle, bloqueado por el dique flotante.
Entonces giraron el bote en dirección al agua iluminada por la luna.
Había sólo cuatro remos, y Melanie insistió en remar con los hombres.
– No quiero encender el motor hasta que estemos a unos treinta metros de la costa -explicó Jack-. Mejor no correr riesgos.
Todos miraron atrás, hacia la aparentemente tranquila ciudad de Cogo, cuyos edificios encalados y cubiertos de bruma resplandecían a la luz plateada de la luna. La selva envolvía a la ciudad en un manto de color azul oscuro. Los muros de vegetación eran como olas a punto de romperse.
Los sonidos nocturnos de la selva quedaron atrás, y sólo oyeron el ruido de los remos en el agua o rozando los lados de la embarcación. Durante unos minutos, nadie habló. Los latidos desbocados de sus corazones y sus respiraciones agitadas recuperaron el ritmo normal. Tuvieron tiempo para pensar e incluso para mirar alrededor. Los recién llegados, en particular, estaban fascinados por el paisaje africano. Su sola extensión resultaba sobrecogedora. En Africa, hasta el cielo de la noche parecía más grande.
Pero Kevin no compartía su sosiego. La sensación de alivio por haber escapado de Cogo, y por haber ayudado a hacerlo a otros, sólo consiguió intensificar su preocupación por el destino de los bonobos quiméricos. Crearlos había sido un error, pero abandonarlos a una vida de cautividad en celdas minúsculas era un crimen.
Después de unos minutos, Jack dejó el remo en el fondo de la embarcación.
– Es hora de encender el motor -anunció cogiendo el fuera borda e inclinándolo hacia el agua.
– ¡Un momento! -dijo Kevin de repente-. Quiero pediros un favor. Sé que no tengo derecho a hacerlo, pero es importante.
Jack, que estaba inclinado sobre el motor, se incorporó.
– ¿Qué pasa, amigo?
– ¿Veis esa isla, la última del grupo? -dijo señalando la isla Francesca-. Allí están los bonobos, en jaulas, a los pies del puente que conduce a la parte continental. Nada me gustaría tanto como ir a liberarlos.
– ¿Y qué conseguiríamos con eso? -preguntó Laurie.
– Mucho si pudiéramos animarlos a cruzar el puente respondió Kevin.
– ¿No crees que vuestros amigos de Cogo volverían a capturarlos? -preguntó Jack.
– Jamás los encontrarían-aseguró Kevin, que empezaba a entusiasmarse con la idea-. Desaparecerán. Desde esta zona de Guinea Ecuatorial, y a lo largo de unos mil quinientos kilómetros hacia el interior del continente, todo es bosque tropical. No sólo comprende este país, sino grandes extensiones de Gabón, Camerún, Congo y República Centroafricana. Son miles de kilómetros cuadrados, en gran parte sin explorar.
– ¿Y se arreglarán solos? -pregunta Candace.
– Esa es la idea -dijo Kevin-. Tienen una oportunidad y yo creo que lo conseguirán. Son listos. Piensa en nuestros antepasados, que sobrevivieron a la era glacial del Pleistoceno.
Aquél fue un reto mayor que vivir en un bosque tropical.
Laurie miró a Jack.
– Me gusta la idea.
Jack miró hacia la isla y luego preguntó en qué dirección estaba Coco Beach.
– Tenemos que apartarnos de nuestro camino -reconoció Kevin-, pero no está tan lejos. Como máximo, perderemos veinte minutos.
– ¿Y si cuando los liberemos prefieren quedarse en la isla? -preguntó Warren.
– Al menos lo habré intentado -respondió Kevin-. Me siento obligado a hacer algo.
– Vale, ¿por qué no? -dijo Jack-. A mí también me gusta la idea. ¿Qué opináis los demás?
– A decir verdad, me gustaría ver a uno de esos animales -dijo Warren.
– Vamos -les anunció Candace con entusiasmo.
– Por mí, no hay problema -dijo Natalie.
– A mí me parece una idea genial -terció Melanie-. ¡Hagámoslo!
Jack tiró varias veces de la cuerda del motor, que se puso en marcha con un rugido. Luego giró el timón en dirección la isla Francesca.
CAPITULO 23
10 de marzo de 1997, 1.45 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
Siegfried había tenido el mismo sueño un centenar de veces, y en cada nueva ocasión era un poco peor. En él, se aproximaba a un elefante hembra con una cría. Se resistía a hacerlo, pero finalmente cedía al ruego de sus clientes. Eran una pareja, y la mujer quería ver la cría de cerca.
Había ordenado a unos rastreadores que cubrieran los flancos mientras el matrimonio se acercaba a la madre. Sin embargo, los rastreadores apostados al norte se habían asustado al ver a un enorme elefante macho, habían huido y, para completar el acto de cobardía, no habían advertido del peligro a Siegfried.
El ruido del gigantesco elefante entre la vegetación era como el rugido de un tren. Sus chillidos iban increscendo y, justo antes del impacto, él despertaba empapado en sudor.
Agitado, se volvió hacia un lado y se sentó en la cama.