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De repente abrió los ojos. Acababa de cruzársele por la cabeza una idea aún más inquietante.

– ¿La isla Francesca está vigilada? -preguntó.

– No, señor. No hemos recibido órdenes al respecto.

– ¿Y el puente que conduce a la parte continental? -insistió Siegfried.

– Estaba vigilado hasta que usted ordenó que retiráramos la guardia -respondió Cameron.

– Entonces vamos hacia allí -dijo Siegfried mientras echaba a andar hacia el coche de Cameron. En ese momento, tres vehículos torcieron la esquina a toda velocidad y entraron en el aparcamiento. Eran jeeps del ejército. Se acercaron a los vehículos estacionados y se detuvieron. Los tres estaban llenos de soldados armados hasta los dientes.

Del primer vehículo descendió el coronel Mongomo.

A diferencia de sus desaliñados soldados, lucía un uniforme reluciente, con medallas incluidas. A pesar de la hora, llevaba gafas de sol similares a las de los aviadores. Saludó con solemnidad a Siegfried y dijo que estaba a sus órdenes.

– Le agradecería que se ocupara de esos soldados borrachos -dijo Siegfried con voz controlada mientras señalaba hacia el puesto de guardia-. El oficial O'Leary lo llevará junto a otro grupo que está en idénticas condiciones. Y ordene que uno de esos coches con soldados nos siga. Puede que tengan que usar sus armas.

– -

Kevin hizo una seña a Jack para que disminuyera la velocidad. Jack obedeció y la piragua respondió en el acto. Había entrado en el estrecho canal entre la isla Francesca y la zona continental. Estaba más oscuro que en el resto del trayecto porque los árboles de ambas orillas formaban una bóveda sobre el agua.

Kevin, preocupado por la soga de la balsa de los alimentos, se situó en la proa. Se lo había explicado a Jack para que se mantuviera alerta.

– Es un sitio siniestro -dijo Laurie.

– Qué estridentes son los gritos de los animales -observó Natalie.

– Lo que oís son ranas -explicó Melanie-. Ranas románticas.

– Está aquí delante -dijo Kevin.

Jack apagó el motor y se incorporó para levantarlo del agua.

La piragua pasó por encima de la soga con un ruido seco y un leve crujido.

– Usemos los remos -sugirió Kevin-. Estamos muy cerca y no podemos arriesgarnos a chocar con un tronco en la oscuridad.

La densa vegetación de la derecha parecía alejarse de la costa. Habían llegado al claro de la zona de estacionamiento.

– ¡Oh, no! -gritó Kevin desde la costa-. El puente no está extendido.

– No hay problema -dijo Melanie-. Todavía tengo la llave.

– La levantó y la llave brilló en la luz mortecina-. Sabía que algún día la necesitaríamos.

– Vaya Melanie -dijo Kevin, rebosante de alegría-, eres fabulosa. Por un momento pensé que habíamos hecho el viaje en balde.

– ¿Un puente que se despliega con una llave? -preguntó Jack-. Parece un artilugio muy moderno para un rincón remoto en medio de la selva.

– Hay un desembarcadero a la derecha -explicó Kevin-.

Atracaremos la piragua allí.

Jack, que estaba en la popa, remó hacia atrás para girar la proa hacia la isla. Unos minutos después, chocaron contra unos maderos.

– Muy bien -dijo Kevin y respiró hondo. Estaba nervioso.

Sabía que iba a hacer algo que nunca había hecho: convertirse en una especie de héroe-. Os sugiero lo siguiente: vosotros os quedáis aquí, al menos por el momento. No sé cómo reaccionarán los animales al verme. Son sorprendentemente fuertes, de modo que corremos un riesgo. Yo estoy dispuesto a afrontarlo por las razones que ya he mencionado, pero no quiero poneros en peligro. ¿Os parece razonable?

– Es razonable -respondió Jack-, pero no estoy de acuerdo. Creo que necesitarás ayuda.

– Además, no estamos indefensos -dijo Warren-. Tenemos un rifle AK-47.

– ¡Nada de disparos! -pidió Kevin-. Por favor, no quiero ser responsable de ninguna muerte. Por eso prefiero que os quedéis en el bote. Si algo va mal, marchaos.

Melanie se puso en pie.

– Yo soy casi tan responsable como tú de la existencia de estas criaturas. Te ayudaré, te guste o no.

Kevin hizo una mueca de disgusto.

– Y no te pongas de morros -dijo ella mientras saltaba al desembarcadero.

– Será una fiesta -dijo Jack, y se levantó para seguir a Melanie.

– ¡Tú te sientas! -ordenó ella-. Por el momento, es una fiesta privada.

Jack se sentó.

Kevin sacó la linterna y se reunió con Melanie en el desembarcadero.

– Nos daremos prisa -prometió.

En primer lugar se dirigieron al puente. Sin él el plan fracasaría, fuera cual fuese la reacción de los animales. Kevin introdujo la llave en la muesca, apretó el botón verde y contuvo el aliento. Casi de inmediato, oyó el rugido del motor eléctrico en la zona continental. Luego el puente telescópico se extendió en cámara lenta por encima del río oscuro, hasta apoyarse sobre el montante de cemento de la isla.

Kevin subió al puente para comprobar su estabilidad. Trató de sacudirlo, pero no consiguió moverlo. Satisfecho, se bajó y él y Melanie enfilaron hacia el bosque. La oscuridad les impedía ver las jaulas, pero sabían que estaban allí.

– ¿Tienes algún plan, o sencillamente los dejaremos salir en masa? -preguntó Melanie mientras cruzaban el claro.

Kevin había encendido la linterna para ver dónde pisaba.

– Había pensado buscar a mi doble, el bonobo número uno -respondió Kevin-. A diferencia de mí, es un líder. Si consigo que entienda nuestras intenciones, es probable que guíe a los demás. -Se encogió los hombros-. ¿Se te ocurre algo mejor?

– Por el momento, no -respondió Melanie.

Las jaulas estaban dispuestas en una larga fila y despedían un olor hediondo, ya que los animales llevaban más de veinticuatro horas encerrados en sus minúsculas celdas. Mientras se aproximaban, Kevin iluminó cada jaula con la linterna.

Los animales despertaron de inmediato. Algunos retrocedieron al fondo de la jaula, intentando protegerse del resplandor. Otros permanecieron en su sitio, con los ojos echando chispas rojas.

– ¿Cómo lo reconocerás? -preguntó Melanie.

– Ojalá lleve aún mi reloj -dijo Kevin-, aunque es muy poco probable. Supongo que lo reconoceré por la cicatriz.

– Es paradójico que él y Siegfried tengan cicatrices casi idénticas -observó ella.

– No menciones a ese tipo. ¡Santo cielo! ¡Mira!

La luz de la linterna iluminaba la cara del bonobo número uno, con su horrible cicatriz. El animal los miró con expresión desafiante.

– ¡Es él! -exclamó Melanie.

– Bada -dijo Kevin y se golpeó el pecho, como habían hecho las hembras cuando los tres habían llegado a la cueva.

El bonobo número uno inclinó la cabeza y frunció el entrecejo.

– Bada -repitió Kevin.

Lentamente, el bonobo levantó una mano y se golpeó el pecho. Luego dijo "bada" con tanta claridad como Kevin.

El y Melanie intercambiaron una mirada. Ambos estaban estupefactos. Aunque habían mantenido un remedo de conversación con Arthur, las circunstancias eran distintas, y en ningún momento habían estado seguros de que se estaban comunicando. Esto era diferente.

– At -dijo Kevin. Habían oído esa palabra con frecuencia desde su primer encuentro con el bonobo número uno e intuían que significaba "ir".

El bonobo número uno no respondió.

El repitió la palabra y miró a Melanie.

– No sé qué más decir -dijo.

– Ni yo -repuso ella-. Abramos la puerta. Puede que así responda. Es difícil que venga si está encerrado.

– Tienes razón. -Rodeó a Melanie para llegar al lado derecho de la jaula. Con aprensión, quitó el pestillo y abrió la puerta.