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Pero de repente, una catástrofe inminente surgió de la nada. Abstraído en su reciente triunfo, Raymond bajó del bordillo y estuvo a punto de ser atropellado por un veloz autobús. El viento del vehículo le hizo volar el sombrero, y el agua sucia de las alcantarillas salpicó la pechera de su abrigo de cachemira.

Raymond se balanceó hacia atrás, aturdido, pues acababa de escapar por los pelos de una muerte horrible. Nueva York era una ciudad de cambios bruscos e inesperados.

– ¿Se encuentra bien, amigo? -preguntó un transeúnte entregándole a Raymond su sombrero abollado.

– Estoy bien, gracias -dijo Raymond. Se miró la pechera del abrigo y se sintió enfermo. El incidente parecía metafórico y evocó la ansiedad que había experimentado durante el desafortunado caso Franconi. El barro le recordó su relación con Vinnie Dominick.

Sintiéndose castigado, Raymond cruzó la calle con mucho cuidado. La vida estaba llena de peligros. Mientras andaba hacia la calle Sesenta y cuatro, comenzó a preocuparse por Ios otros dos casos de trasplante. Hasta que se había presentado el problema con Franconi, nunca había pensado en las nefastas consecuencias de una autopsia..

De repente, Raymond decidió comprobar el estado de los otros pacientes. No le cabía duda de que la amenaza de Taylor Cabot había sido real. Si uno de los pacientes era sometido a una autopsia en el futuro por cualquier razón, y la prensa se enteraba de los resultados, todo se iría al garete. Entonces, sin lugar a dudas, GenSys abandonaría el proyecto.

Raymond apuró el paso. Un paciente vivía en Nueva York y el otro en Dallas. Pensó que lo mejor sería telefonear a los médicos que los habían reclutado.

CAPITULO 9

5 de marzo de 1997, 17.45 horas.

Cogo, Guinea Ecuatorial

– ¡Hola! -gritó Candace-. ¿Hay alguien?

Kevin se sobresaltó ante el ruido inesperado. Los técnicos se habían marchado a casa hacía un buen rato y en el laboratorio reinaba un silencio absoluto, roto sólo por la grave vibración de las unidades de refrigeración. Kevin se había quedado trabajando en la separación de fragmentos de ADN, pero al oír la voz de Candace, le falló el pulso y el contenido de la micropipeta se derramó sobre la superficie del gel. Había echado a perder el análisis; tendría que empezar otra vez.

– ¡Aquí! -gritó Kevin, dejando la pipeta.

Entre los botes de reactivos que cubrían el banco del laboratorio, vio a Candace en el umbral de la puerta.

– ¿Vengo en mal momento? -preguntó Candace mientras se aproximaba.

– No, estaba terminando -repuso Kevin. Esperaba que su cara no delatara sus sentimientos.

Aunque se sentía frustrado por haber perdido el tiempo en el análisis, Kevin se alegraba de ver a Candace. Durante la comida, había hecho acopio de valor para invitar a Melanie y a Candace a su casa a tomar el té.

Ambas habían aceptado con alegría. Melanie había reconocido que siempre había sentido curiosidad por ver el interior de la casa.

La tarde había sido un éxito. Sin duda el ingrediente fundamental de ese éxito era la personalidad de las dos mujeres.

La conversación no había decaído en ningún momento.

Otro factor contribuyente había sido el vino que decidieron beber en lugar de té.

Como miembro de la elite de la Zona, Kevin recibía una dotación regular de vino francés que rara vez bebía. En consecuencia, tenía una bodega impresionante.

El principal tema de conversación había sido Estados Unidos, el pasatiempo favorito de los norteamericanos expatriados temporalmente. Los tres habían ensalzado y discutido las virtudes de sus lugares de origen. Melanie amaba Nueva York y afirmaba que era una ciudad sin par, Candace dijo que la calidad de vida en Pittsburgh estaba muy por encima de la media del país y Kevin alabó los estímulos intelectuales que podían encontrarse en Boston.

Habían evitado adrede discutir el arrebato emocional de Kevin en la comida. En su momento, tanto Candace como Melanie le habían preguntado qué había querido decir cuando había comentado que le aterrorizaba sobrepasar los límites. Pero al ver que Kevin estaba muy alterado y se resistía a dar explicaciones, no insistieron. Las mujeres decidieron intuitivamente que era mejor cambiar de tema, al menos por el momento.

– He venido a ver si puedo llevarte a conocer al señor Horace Winchester -dijo Candace-. Le he hablado de ti y le gustaría darte las gracias personalmente.

– No sé si es buena idea -repuso Kevin, sintiendo que la tensión crecía en su interior.

– Al contrario -replicó Candace-. Después de lo que comentaste durante la comida, creo que deberías ver el lado bueno de lo que haces. Lamento que lo que dije te hiciera sentir tan mal.

El comentario de Candace era la primera referencia a la pataleta de Kevin desde que ésta había ocurrido. El pulso de Kevin se aceleró.

– No fue culpa tuya. Ya estaba nervioso antes de oír tus comentarios.

– Entonces ven a conocer a Horace -insistió Candace-. Se está recuperando estupendamente. De hecho, está tan bien que no necesita una enfermera de cuidados intensivos como yo.

– No sabría qué decirle -murmuró Kevin.

– Oh, no importa lo que digas -repuso Candace-. El hombre está muy agradecido. Hace apenas unos días estaba tan enfermo que pensó que iba a morir. Ahora siente que le han dado una nueva oportunidad. ¡Venga! Te hará sentir mejor.

Kevin se esforzó por encontrar una razón para no ir, pero en ese momento lo salvó otra voz. Era Melanie.

– Eh, mis dos compañeros de bebida favoritos -dijo Melanie mientras entraba en el laboratorio.

Había visto a Candace y a Kevin a través de la puerta abierta cuando se dirigía a su propio laboratorio, al fondo del pasillo. Vestía un mono azul con la inscripción Centro de Animales bordada en el bolsillo del pecho.

– ¿Ninguno de los dos tiene resaca? -preguntó Melanie-.

Yo todavía estoy un poco achispada. ¡Dios, nos bebimos dos botellas de vino! ¿Podéis creerlo?

Ni Candace ni Kevin respondieron. Melanie miró primero a uno y luego al otro. Intuyó que algo iba mal.

– ¿Qué es esto?, ¿un velatorio? -preguntó.

Candace sonrió. Le gustaba la actitud directa e irreverente de Melanie.

– No lo creo -respondió Candace-. Kevin y yo estábamos en un atolladero. Yo procuraba convencerlo de que fuera conmigo al hospital a conocer a Winchester. Ya se ha levantado de la cama y se siente de maravilla. Le he hablado de vosotros y le gustaría conoceros a ambos.

– Tengo entendido que es propietario de una cadena de hoteles dijo Melanie con un guiño-. Quizá consigamos que nos regale algunos vales de bebida gratis.

– Con lo agradecido que está y lo rico que es, creo que podrías sacarle mucho más -respondió Candace-. El problema es que Kevin se niega a ir.

– ¿Cómo es eso, colega? -preguntó Melanie.

– Pensé que sería bueno para él ver el lado positivo de lo que ha hecho -señaló Candace.

Buscó la mirada de Melanie, que captó de inmediato las motivaciones de la enfermera.

– Sí -dijo Melanie-. Vayamos a buscar un estímulo positivo de un paciente humano y vivo. Eso justificará nuestros esfuerzos y nos dará ánimos.

– Yo creo que me hará sentir peor -repuso Kevin.

Desde que había regresado al laboratorio, había procurado concentrarse en la investigación para evitar afrontar sus temores. La estratagema había funcionado un rato, hasta que la curiosidad había podido más y lo había inducido a buscar la isla Francesca en el ordenador. Jugar con los datos había tenido un efecto tan desastroso como ver el humo.

Melanie se llevó las manos a las caderas.

– ¿Por qué? -preguntó-. No lo entiendo.

– Es difícil de explicar -respondió Kevin con aire evasivo.

– Ponme a prueba -lo desafió Melanie.