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– Porque ver a ese hombre me recordará cosas en las que prefiero no pensar -dijo Kevin-. Como lo ocurrido con el otro paciente.

– ¿Te refieres a su doble?, ¿el bonobo? -preguntó Melanie.

Kevin asintió con la cabeza. Su cara estaba encendida, casi tanto como durante su arrebato en la cantina.

– Te estás tomando este asunto de los derechos de los animales aún más en serio que yo -dijo Candace.

– Me temo que esto va más allá de la cuestión de los derechos de los animales -replicó Kevin.

Se produjo un silencio tenso. Melanie miró a Candace, quien se encogió de hombros, sugiriendo que estaba desconcertada.

– ¡Bueno, ya es suficiente! -exclamó Melanie con súbita determinación. Puso las manos sobre los hombros de Kevin y lo obligó a sentarse en el taburete del laboratorio-. Hasta esta tarde yo creía que éramos sólo colegas. -Se inclinó y puso su cara de rasgos angulosos a pocos centímetros de la de Kevin-. Pero ahora he cambiado de opinión. Creo que empiezo a conocerte un poco mejor, cosa que debo decir que me ha gustado, y ya no creo que seas un esnob intelectual frío y distante. De hecho, me parece que somos amigos. ¿Estoy en lo cierto?

Kevin hizo un gesto de asentimiento. Se veía obligado a mirar fijamente los negros y marmoleados ojos de Melanie.

– Los amigos se cuentan sus cosas -prosiguió Melanie-. Se comunican- No ocultan sus sentimientos ni hacen que los demás se sientan incómodos. ¿Entiendes lo que digo?

– Eso creo -respondió Kevin, que nunca había pensado que su conducta podía incomodar a los demás.

– ¿Eso crees? -lo regañó Melanie-. ¿Cómo tengo que explicártelo para que estés seguro?

Kevin tragó saliva.

– Supongo que lo estoy.

Frustrada, Melanie puso los ojos en blanco.

– Eres tan evasivo, que me sacas de las casillas. Pero está bien, lo entiendo. Lo que no puedo entender es tu pataleta durante la comida, el hecho de que cuando te pregunté qué pasaba respondieras con un comentario vago acerca de "traspasar los límites" y que luego te encerraras otra vez en tu concha y te negaras a hablar del tema. Sea lo que fuere lo que te preocupa, no puedes permitir que se emponzoñe en tu interior. Sólo te hará daño y obstaculizará tus amistades.

Candace asentía con la cabeza a todo lo que decía Melanie.

Kevin miró a las dos mujeres francas y obstinadas. Por mucho que se resistiera a expresar sus temores, en aquel momento le pareció que no tenía alternativa, sobre todo con la cara de Melanie a escasos centímetros de la suya. Sin saber cómo comenzar, dijo:

– He visto humo procedente de la isla Francesca.

– ¿Qué es la isla Francesca? -preguntó Candace.

– La isla adonde van los bonobos transgénicos cuando llegan a la edad de tres años -respondió Melanie-. ¿Y qué pasa con el humo?

Kevin se puso en pie e hizo señas a las mujeres para que lo siguieran. Fue hasta su escritorio y señaló con el índice por la ventana, en dirección a la isla Francesca.

– He visto el humo tres veces -explicó-. Siempre procede del mismo sitio: a la izquierda del macizo de piedra caliza. Es sólo una pequeña columna que serpea en el cielo, pero aparece una y otra vez.

Candace aguzó la vista. Era algo miope, pero por vanidad no usaba gafas.

– ¿Es la isla más lejana? -preguntó. Le pareció divisar unas manchas pardas en el centro de la isla, que podrían ser rocas.

A la luz del atardecer, las otras islas del archipiélago parecían montículos homogéneos de musgo verde oscuro.

– La misma -respondió Kevin..

– Vaya problema -observó Melanie-. Un par de pequeños incendios. Con tantos rayos como caen en esta zona, no debería extrañarte.

– Es lo mismo que sugirió Bertram Edwards -repuso él-.

Pero no puede tratarse de rayos.

– ¿Quién es Bertram Edwards? -preguntó Candace.

– ¿Por qué no puede tratarse de rayos? -inquirió Melanie haciendo caso omiso de la pregunta de Candace-. Es probable que haya vetas de metales en las rocas.

– ¿No has oído decir que los rayos nunca caen dos veces en el mismo sitio? El fuego no fue producido por rayos. Además, el fuego persiste y nunca cambia de sitio.

– Es posible que allí vivan nativos -sugirió Candace.

– GenSys se aseguró de que no fuera así antes de escoger la isla-repuso Kevin.

– Es probable que la visiten algunos pescadores locales -aventuró Candace.

– La gente de los alrededores sabe que está prohibido -respondió Kevin-. Según las nuevas leyes ecuatoguineanas, es un delito castigado con la pena de muerte. No hay nada allí por lo que valga la pena morir.

– Entonces, ¿quién prendió las fogatas? -preguntó Candace.

– ¡Dios santo, Kevin! -exclamó súbitamente Melanie-.

Empiezo a vislumbrar lo que te ha pasado por la cabeza, pero permite que te diga que es ridículo.

– ¿Qué es ridículo? -preguntó Candace-. ¿Alguien puede darme una pista?

– Dejadme que os muestre otra cosa -dijo Kevin. Se giró hacia su ordenador y, tras pulsar unas cuantas teclas, en la pantalla apareció el gráfico de la isla. Explicó el sistema a las mujeres y a modo de demostración localizó al doble de Melanie. La pequeña luz roja parpadeó al norte del macizo, muy cerca de donde había localizado al suyo propio el día anterior.

– ¿Vosotros tenéis un doble? -preguntó Candace, atónita.

– Kevin y yo hicimos de conejillos de Indias -explicó Melanie-. Nuestros dobles fueron los primeros. Teníamos que demostrar que la técnica funcionaba.

– Bien, ahora que sabéis cómo funciona el programa de localización, permitidme que os enseñe lo que hice hace una hora y veremos si os preocupa también a vosotras. -Los dedos de Kevin aletearon sobre el teclado-. Estoy dando instrucciones al ordenador para que localice automática y secuencialmente a los setenta y tres dobles. Los números aparecerán en un rincón, seguidos por la luz parpadeante en el gráfico. Ahora mirad.

Pulsó una tecla para empezar. El programa trabajaba con rapidez y había apenas una pequeña pausa entre el número y la luz roja parpadeante.

– Tenía entendido que había casi cien animales -dijo Candace.

– Los hay -asintió Kevin-. Pero de ellos, veintidós tienen menos de tres años y están en un recinto cerrado en el Centro de Animales.

– Bueno -dijo Melanie después de observar la pantalla del ordenador durante unos minutos-. Está haciendo exactamente lo que has dicho. ¿Qué es lo que te preocupa tanto?

– Espera y verás -respondió Kevin.

De repente se encendió el número 37, pero no la corres pondiente luz roja. Después de unos segundos en la pantalla apareció un mensaje que decía: Animal no localizado. Haga clic para continuar.

Melanie miró a Kevin.

– ¿Dónde está el número treinta y siete?

Kevin suspiró.

– Lo que queda de él está en el incinerador -respondió-. El número treinta y siete era el doble de Winchester. Pero no era eso lo que quería enseñaros.

Kevin pulsó una tecla y el programa continuó la búsqueda. Luego se detuvo en el número 42.

– ¿Ese era el doble de Franconi? -preguntó Candace-.

¿Del otro trasplante de hígado?

Kevin negó con la cabeza. Pulsó varias teclas, pidiendo al ordenador la identidad del número cuarenta y dos, y apareció el nombre de Warren Prescott.

– ¿Entonces dónde está el cuarenta y dos? -preguntó Melanie.

– No lo sé con certeza, pero sé lo que temo -dijo Kevin.

Tecleó otra vez, y los números y luces rojas parpadearon alternativamente en la pantalla.

Al terminar toda la secuencia, el programa indicó que siete dobles de bonobos estaban ilocalizables, aparte del de Franconi, que había sido sacrificado.

– ¿Esto es lo mismo que viste antes? -preguntó Melanie.

Kevin asintió.

– Pero entonces no fueron siete, sino doce. Y aunque algunos de los que estaban ilocalizables hace un rato siguen así, la mayoría ha reaparecido.