– En una pequeña balsa -respondió Alphonse-. Tiro de ella en el agua con una cuerda y luego la empujo otra vez hacia la otra orilla.
– ¿Los bonobos se muestran agresivos con la comida o la comparten? -inquirió Melanie.
– Muy agresivos -repuso Alphonse-. Luchan como locos, sobre todo por la fruta. También vi a uno matar a un mono.
¿Por qué? -preguntó Kevin.
– Supongo que para comérselo -respondió Alphonse-.
Cuando vio que se había terminado la comida, se lo llevó.
– Eso parece más propio de un chimpancé -dijo Melanie a Kevin.
Kevin asintió con un gesto.
– ¿En qué lugar de la isla se recogen los ejemplares? -preguntó.
– Todas las operaciones de recogida se han hecho a este lado del río -respondió Alphonse.
– ¿Ninguna más allá del macizo? -preguntó Kevin.
– No; nunca.
– ¿Cómo van a la isla para recoger ejemplares? ¿Todo el mundo usa la balsa?
Alphonse se echó a reír a carcajadas, tanto que tuvo que secarse los ojos con el dorso de la mano.
– La balsa es demasiado pequeña -respondió-. Nos comerían los cocodrilos. Usamos el puente.
– ¿Y por qué no usa el puente para llevar la comida? -preguntó Melanie.
– Porque el doctor Edwards tiene que hacerlo crecer -dijo Alphonse.
– ¿Crecer? -preguntó Melanie.
– Si.
Los tres invitados intercambiaron miradas de asombro.
Estaban perplejos.
– ¿Ha visto fuego en la isla? -preguntó Kevin cambiando de tema.
– No. Pero he visto humo.
– ¿Y qué pensó cuando lo vio?
– ¿Yo? Yo no pensé nada.
– ¿Alguna vez ha visto a un bonobo hacer esto? -preguntó Candace. Abrió y cerró los dedos, luego separó el brazo del cuerpo, imitando al bonobo en el quirófano.
– Sí -respondió Alphonse-. Muchos hacen eso cuando terminan de repartirse la comida.
– ¿Y qué me dice de los ruidos? -preguntó Melanie-. ¿Hacen mucho ruido?
– Mucho.
– ¿Como los bonobos de Zaire? -intervino Kevin.
– Más. Pero en Zaire yo no veía a los bonobos tan a menudo como aquí y nunca les di de comer. Allí se alimentan solos, con lo que encuentran en la selva.
– ¿Qué clase de ruido hacen? -preguntó Candace-. ¿Puede darnos un ejemplo?
Alphonse rió con timidez.
Miró alrededor para asegurarse de que su mujer no lo escuchaba y vocalizó en voz baja:
– Eeee, ba da, lu lu, ta ta. -Rió otra vez. Era obvio que se sentía avergonzado.
– ¿Chillan como los chimpancés? -preguntó Melanie.
– Algunos -dijo Alphonse.
Los invitados se miraron. Por el momento no se les ocurrían más preguntas. Kevin se levantó y las mujeres lo imitaron. Dieron las gracias a Alphonse por su hospitalidad y le devolvieron las bebidas intactas. Si Alphonse se sintió ofendido, no lo demostró. Su sonrisa permaneció inalterable.
– Hay algo más -dijo Alphonse poco antes de que sus invitados se marcharan-. A los bonobos de la isla les gusta hacerse los payasos. Siempre que voy a llevarles la comida, se ponen de pie.
– ¿Todo el tiempo? -preguntó Kevin.
– Casi todo.
El grupo cruzó la aldea en dirección al coche. No hablaron hasta que Kevin puso en marcha el motor.
– ¿Y bien? ¿Qué opináis? -preguntó Kevin-. ¿Deberíamos continuar? Ya se ha puesto el sol.
– Yo voto por seguir -dijo Melanie-. Si hemos llegado hasta aquí…
– Estoy de acuerdo -apuntó Candace-. Además, siento curiosidad por ver el puente que crece.
– Yo también -dijo Melanie sonriendo-. ¡Qué hombrecillo tan encantador!
Kevin condujo alejándose de la tienda, ahora aún más atestada que antes, aunque no estaba seguro de la dirección que debía tomar. Dentro de la aldea, el camino simplemente se expandía en el aparcamiento de la tienda, y la carretera que conducía al este no estaba señalizada. Para encontrarla, tuvo que dar vueltas alrededor del perímetro del aparcamiento.
Una vez en camino, les llamó la atención cuánto más fácil había sido viajar por la carretera asfaltada. El camino era estrecho, lleno de baches y barro. En la parte central, la hierba alcanzaba casi un metro de altura. Las ramas de los árboles se extendían de un lado al otro y golpeaban el parabrisas o en traban por las ventanillas. Tuvieron que cerrar las ventanillas para evitar lastimarse con las ramas. Kevin encendió el aire acondicionado y las luces. La vegetación circundante devolvía el reflejo de los faros, creando la impresión de que conducían por un túnel..
– ¿Cuánto tiempo tendremos que seguir por este camino de vacas? -preguntó Melanie.
– Sólo cinco o seis kilómetros -respondió él.
– Es una suerte que el coche tenga tracción en las cuatro ruedas -observó Candace, que a pesar de cogerse con fuerza del asidero lateral, no podía evitar ir dando botes. El cinturón de seguridad no servía de mucho-. No puedo imaginar nada peor que quedarnos atascados aquí.
Miró por la ventanilla la selva negra y tembló. El paisaje era siniestro. No veía nada aparte de pequeños jirones de cielo sobre sus cabezas. Y encima el ruido… Durante la breve visita a Alphonse, las criaturas nocturnas de la selva habían iniciado su estridente y monótono coro.
– ¿Qué opináis de lo que ha dicho Alphonse? -preguntó Kevin.
– El jurado sigue fuera de la sala -respondió Melanie-.
Pero sin duda alguna está deliberando.
– Yo creo que su comentario sobré el bipedismo de los bonobos cuando van a buscar la comida es desconcertante
– dijo Kevin-. Las pruebas circunstanciales se van sumando.
– La idea de que podrían estar comunicándose entre ellos me ha impresionado -dijo Candace.
– Sí, pero también es cierto que hay precedentes de gorilas y chimpancés que han aprendido a hablar por señas -señaló Melanie-. Y sabemos que los bonobos son más bípedos que cualquier otro simio. Lo que a mí me impresionó fue lo de la conducta agresiva, aunque sigo sosteniendo mi teoría de que podría deberse a un error nuestro, por no haber llevado más hembras para mantener el equilibrio.
– ¿Los chimpancés pueden emitir los sonidos que imitó Alphonse?-preguntó Candace.
– No lo creo -respondió Kevin-. Y es un punto importante. Sugiere que quizá sus laringes sean diferentes.
– ¿Los chimpancés suelen matar a los monos? -preguntó Candace.
– En ocasiones -respondió Melanie-. Pero nunca había oído que un bonobo lo hiciera.
– ¡Agarraos! -gritó Kevin de repente.
El coche chocó contra un tronco caído en el camino.
– ¿Estás bien? -preguntó Kevin a Candace mirándola por el retrovisor.
– Perfectamente -respondió ella, aunque había sido una buena sacudida. Por suerte el cinturón de seguridad la había sujetado y había evitado que se golpeara la cabeza contra el techo.
Kevin disminuyó considerablemente la velocidad por miedo a encontrar otro tronco. Quince minutos después, llegaron a un claro que marcaba el final del camino. Kevin frenó. Directamente frente a ellos, los faros delanteros iluminaron un edificio de ladrillo de ceniza con una puerta de garaje.
– ¿Ya hemos llegado? -preguntó Melanie.
– Supongo -respondió él-. Aunque este edificio es nuevo para mí.
Apagó las luces y el motor. En el claro, la iluminación del cielo bastaba. Por un momento, nadie se movió de su sitio.
– ¿Qué hacemos? -preguntó-. ¿Bajamos a mirar o no?
– Desde luego -repuso Melanie-. A eso hemos venido.
– Abrió la portezuela y bajó. Kevin la imitó.
– Yo prefiero esperar en el coche -dijo Candace.
El se acercó al edificio e intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Se encogió de hombros.
– No sé qué puede haber aquí -dijo dándose un manotazo en la frente para matar un mosquito.
– ¿Por dónde se va a la isla? -preguntó Melanie.
Kevin señaló hacia la derecha.
– Por ahí hay un sendero. La orilla está a unos cincuenta metros.