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No había terminado de pronunciar estas palabras, cuando una barahúnda de temibles gritos rompió la quietud de la noche. Al mismo tiempo, hubo una conmoción entre los arbustos de la isla, como si estuviera a punto de producirse una estampida de elefantes.

Kevin soltó la soga. Candace y Melanie corrieron hacia el claro, aunque se detuvieron después de unos pasos. Con el pulso acelerado, se quedaron paralizadas, esperando nuevos gritos. Melanie dirigió con mano temblorosa el haz de luz hacia el lugar de la conmoción. Todo estaba tranquilo. No se movía ni una hoja.

Pasaron diez segundos tensos, que más bien parecieron diez minutos. El grupo aguzó el oído, intentando captar el mínimo sonido. Pero el silencio era absoluto. Todas las criaturas de la noche habían callado. Era como si la selva entera aguardara una catástrofe.

– ¿Qué demonios ha sido eso? -preguntó Melanie por fin.

– No estoy segura de querer saberlo -dijo Candace-. Larguémonos de aquí.

– Debe de haber sido una pareja de bonobos -aventuró Kevin. Se agachó y recogió la soga. La balsa se sacudía en el centro de la corriente, y la amarró rápidamente.

– Creo que Candace tiene razón -dijo Melanie-. Incluso si aparecieran, está demasiado oscuro para verlos. Vámonos.

– No pienso discutir con vosotras -contestó él mientras caminaba hacia las mujeres-. No sé qué hacemos aquí a estas horas. Volveremos durante el día.

Apuraron el paso por el sendero que conducía al claro.

Melanie los guiaba con la linterna, Candace iba detrás, rodeándose el torso con los brazos, y Kevin caminaba en último lugar.

– Deberíamos conseguir la llave del puente -dijo Kevin cuando pasaron junto a la estructura de cemento.

– ¿Y cómo piensas conseguirla? -preguntó Melanie.

– Habrá que tomar prestada la de Bertram -respondió Kevin.

– Pero dijiste que no quiere que nadie vaya a la isla -repuso Melanie-. No creo que te deje la llave.

– Entonces tendré que tomarla prestada sin su conocimiento.

– Ah, claro -dijo Melanie con sarcasmo.

Se internaron por el sendero similar a un túnel que conducía al coche. A medio camino de la zona de estacionamiento, Melanie dijo:

– ¡Dios! Está muy oscuro. ¿Estoy iluminando bien el camino?

– Sí -dijo Candace. Melanie aflojó el paso y por fin se detuvo-. ¿Qué pasa?

– Algo raro -respondió Melanie. Inclinó la cabeza hacia un lado y aguzó el oído.

– No me asustes -dijo Candace.

– Las ranas y los grillos no han vuelto a cantar -observó Melanie.

Un segundo después se desató un infierno. Un ruido ensordecedor y repetitivo quebró la quietud de la noche. Sobre sus cabezas cayó una lluvia de ramas y hojas. Kevin reaccionó instintivamente. Extendió los brazos y se arrojó sobre las mujeres, de modo que los tres cayeron sobre la tierra infestada de insectos. Kevin había reconocido el ruido porque en una ocasión había sido testigo involuntario de las maniobras de los soldados ecuatoguineanos. Era el fragor de ametralladoras.

CAPITULO 10

5 de marzo de 1997, 14.15 horas.

Nueva York

– Perdona -dijo Cheryl Myers desde la puerta del despacho de Laurie-. Acabamos de recibir un paquete urgente y supuse que querrías verlo de inmediato.

Laurie se puso en pie y cogió el paquete. Sentía curiosidad. Miró la etiqueta para averiguar quién lo enviaba: el remitente era la CNN.

– Gracias, Cheryl dijo. Estaba perpleja, pues no esperaba ningún paquete de la CNN.

– Veo que la doctora Mehta no está -señaló Cheryl-. Le he traído un informe que ha llegado desde el University Hospital. ¿Lo dejo sobre su mesa? -La doctora Mehta era la compañera de despacho de Laurie. Compartían oficina desde hacía seis años, cuando ambas habían entrado a trabajar en el Instituto Forense.

– Claro -respondió Laurie distraída, pendiente de su paquete. Introdujo un dedo bajo la solapa y abrió el sobre.

Dentro había una cinta de vídeo. Laurie leyó la etiqueta:

Asesinato de Carlo Franconi, 3 de marzo de 1997.

Después de la última autopsia de la mañana, Laurie había pasado un buen rato en su despacho intentando completar algunos de los veinte casos que tenía pendientes. Había estado ocupada examinando preparados histológicos, resultados de laboratorio, historias clínicas e informes policiales, de modo que durante varias horas no había pensado en el asunto Franconi.

La llegada de la cinta de vídeo hizo que volviera a recordarlo. Por desgracia, la cinta carecía de utilidad sin el cadáver. Laurie la guardó en su maletín y volvió al trabajo. Pero después de quince minutos de esfuerzos infructuosos, apagó la luz del microscopio. No podía concentrarse. No hacía más que darle vueltas en la cabeza a la intrigante desaparición del cuerpo. Todo había ocurrido como si se tratara de un truco de magia. El cuerpo estaba a salvo en el compartimiento ciento once, donde lo habían visto tres empleados, y un momento después, puf, había desaparecido. Tenía que haber una explicación, pero por mucho que pensara, a Laurie no se le ocurría ninguna.

Decidió bajar al sótano y pasar por la oficina del depósito.

Esperaba que hubiera al menos un asistente disponible. Pero cuando llegó comprobó que el despacho estaba vacío. Lejos de amilanarse, Laurie cogió el libro de registro, un gran volumen encuadernado en piel. Lo hojeó, buscando los nombres que Mike Passano le había señalado la noche anterior.

Los encontró sin dificultad. Cogió un bolígrafo del tazón que hacía las veces de lapicero y apuntó los números de acceso de los dos cadáveres que habían ingresado durante el turno de noche: Dorothy Kline, número 101455g y Frank Gleason, número 100385. Luego apuntó los nombres de las dos funerarias: Spoletto, en Ozone Park, Nueva York, y Dickson, en Summit, Nueva Jersey.

Laurie estaba a punto de marcharse cuando vio una agenda en un extremo del escritorio y decidió llamar a ambas funerarias. Tras identificarse, pidió hablar con los encargados.

Lo que la había inducido a telefonear era la posibilidad de que alguna de las dos recogidas fueran falsas. Pensó que las posibilidades eran bastante remotas, puesto que el asistente de la noche, Mike Passano, había dicho que las funerarias habían llamado con antelación, y sin duda alguna él estaba familiarizado con los empleados. Como Laurie esperaba, las recogidas eran auténticas y los dos encargados confirmaron que los cadáveres habían llegado a las respectivas funerarias, donde se celebraron los velatorios.

Laurie volvió a consultar el libro de registro y miró los nombres de los dos ingresos. Para terminar los copió junto con sus números de admisión. Los nombres le sonaban, pues a la mañana siguiente ella misma había asignado las autopsias a Paul Plodgett. Pero no estaba tan interesada en las llegadas como en las salidas. Los cadáveres habían ingresado con antiguos empleados del depósito, mientras que los que se habían llevado los cuerpos eran extraños.

Frustrada, Laurie tamborileó con el lápiz sobre el escritorio. Estaba convencida de que se le escapaba algo. Una vez más, miró la agenda abierta en la página donde estaba apuntada la funeraria Spoletto. Hizo una vaga asociación con el nombre. Por un momento luchó con su memoria. ¿De qué le sonaba? Entonces recordó: estaba relacionado con el caso Cerino. Paul Cerino, el predecesor de Franconi, había ordenado matar a un hombre en la funeraria Spoletto.

Laurie se metió sus notas en el bolsillo y regresó a la quinta planta. Fue directamente al despacho de Jack. La puerta estaba abierta y golpeó en la jamba. Tanto Jack como Chet alzaron la vista.

– He tenido una idea -dijo Laurie a Jack.

– ¿Sólo una? -bromeó él.

Laurie le arrojó un lápiz, que Jack esquivó con facilidad.

La doctora se dejó caer en una silla y le habló de la conexión entre la mafia y la funeraria Spoletto.