– Jolín, Laurie -replicó Jack-. El hecho de que haya habido un atentado de la mafia en una funeraria no significa que ésta esté metida en algo sucio.
– ¿No lo crees?
Jack no necesitó responder; su opinión se leía en su cara.
Y después de pensarlo mejor, Laurie comprendió que era una idea bastante ridícula. Estaba dando palos de ciego.
– Además-dijo él ¿porqué no dejas este asunto de una vez?
– Ya te lo he dicho. Es algo personal.
– Quizá pueda canalizar tus esfuerzos hacia algo más productivo -dijo Jack señalando el microscopio-. Observa esta muestra congelada y dime qué piensas.
Laurie se levantó de la silla y se inclinó sobre el microscopio.
– ¿Qué es esto?, ¿la herida de entrada? -preguntó.
– Tan lista como siempre -comentó Jack-. Has dado en el clavo.
– Bueno, no era tan difícil. El orificio está a escasos centímetros de la piel.
– Exactamente. ¿Algo más?
– ¡Dios, no hay extravasación de sangre! -exclamó ella-.
Nada en absoluto, de modo que tiene que ser una herida post mortem. -Levantó la cabeza y miró a Jack, atónita-. Pensé que se trataba de una herida mortal.
– El poder de la ciencia moderna. Este ahogado que me endilgaste se ha convertido en un caso jodidísimo.
– Eh, tú te ofreciste voluntariamente.
– Sólo bromeaba. Me alegra que me haya tocado a mí. Está claro como el agua que las heridas de bala son post mortem,
igual que la decapitación y la amputación de las manos.
Y desde luego las heridas de hélice.
– ¿Cuál es la causa de la muerte? -preguntó Laurie.
– Otros dos impactos de bala. Uno en la parte posterior del cuello -le señaló por encima de la clavícula derecha-.
Y otro en el costado izquierdo, que destrozó la décima costilla.
Lo curioso es que las dos heridas terminaban en una masa de bolitas de perdigones en la zona superior derecha del abdomen, y eran difíciles de ver en la radiografía.
– Vaya, eso sí es una novedad-dijo Laurie-. Balas ocultas por perdigones. Lo bueno de este trabajo es que uno aprende algo nuevo cada día.
– Y aún falta lo mejor -continuó Jack.
– Esto es una auténtica pasada -intervino Chet, que había estado escuchando la conversación-. Perfecto para uno de esos seminarios de anatomía forense.
– Creo que las balas tenían el objeto de ocultar la identidad de la víctima, igual que la decapitación y la amputación de las manos -señaló Jack.
– ¿Qué quieres decir? inquirió Laurie.
– Tengo el pálpito de que este hombre fue sometido a un trasplante de hígado. Y no hace mucho. El asesino debe de haber previsto que eso incluía a su víctima en un grupo relativamente pequeño, lo que reducía las probabilidades de ocultar su identidad.
– ¿Quedó algo del hígado? -preguntó Laurie.
– Poca cosa -respondió Jack-. La bala destruyó la mayor parte.
– Y los peces colaboraron -añadió Chet.
Laurie se estremeció.
– Pero he encontrado algo de tejido hepático -prosiguió Jack-. Lo usaremos para confirmar la teoría del trasplante.
Mientras hablamos, Ted Lynch, del departamento de ADN, está haciendo un DQ alfa. Tendremos los resultados dentro de aproximadamente una hora. La principal pista fueron las suturas en la vena cava y en la arteria hepática.
– ¿Qué es un DQ alfa? -preguntó Laurie.
Jack rió.
– Me alegro de que no lo sepas -dijo-, porque yo también tuve que preguntárselo a Ted. Me explicó que es un rápido y útil marcador de ADN para diferenciar a dos individuos.
Identifica la región DQ del complejo mayor de histocompatibilidad en el cromosoma seis.
– ¿Y qué me dices de la vena porta? ¿También tenía sutu ras?-preguntó Laurie.
– Por desgracia, la vena porta estaba destruida, junto con gran parte de los intestinos.
– Bien -dijo Laurie-. Esto facilitará la identificación.
– Es lo que pensé -dijo Jack-. Ya he avisado a Bart Arnold y él se ha puesto en contacto con el Banco Nacional de Organos. También se propone llamar a los hospitales que hacen trasplantes de hígado, sobre todo aquí, en la ciudad.
– Es una lista pequeña -dijo Laurie-. Buen trabajo, Jack.
El se ruborizó ligeramente y Laurie se conmovió. Pensaba que era inmune a los cumplidos.
– ¿Y qué me dices de las balas? -preguntó Laurie-. ¿Son de la misma arma?
– Las hemos enviado a balística, en la policía -explicó Jack-. Debido a la distorsión, era difícil asegurar si procedían de la misma arma. Una de ellas atravesó la décima costilla y estaba achatada. La segunda tampoco estaba en buen estado. Creo que rozó la columna vertebral.
– ¿De qué calibre eran? -preguntó Laurie.
– No pude determinarlo a simple vista -respondió Jack.
– ¿Y qué dijo Vinnie? -preguntó Laurie.
– Vinnie hoy estaba hecho un inútil -repuso Jack-. Nunca lo había visto de tan mal humor. Le pregunté qué opinaba y se negó a responder. Dijo que era mi trabajo y que no le pagaban lo suficiente para que diera su opinión todo el tiempo.
– ¿Sabes? Yo tuve un caso similar durante aquel horrible asunto de Cerino -dijo Laurie. Miró al vacío unos instantes y sus ojos se humedecieron-. La víctima era la secretaria del médico que estaba involucrado en la conspiración. Por su puesto, no le habían trasplantado el hígado, pero también le faltaban la cabeza y las manos y conseguí identificarla basándome en su historia clínica de cirugía.
– Algún día tendrás que contarme esa historia siniestra -dijo Jack-. No haces más que dejar caer fragmentos intrigantes.
Laurie suspiró.
– Ojalá pudiera olvidarme de todo aquello. Todavía me atormentan las pesadillas.
Raymond consultó el reloj de pulsera mientras abría la puerta de la consulta del doctor Daniel Levitz, en la Quinta Avenida. Eran las dos y cuarenta y cinco. Raymond había llamado al médico tres veces poco después de las once de la mañana, pero no había conseguido hablar con él. En cada ocasión, la recepcionista le había prometido que el doctor respondería a su llamada, pero no lo había hecho. En su estado de agitación, a Raymond le pareció una descortesía inadmisible, y puesto que la consulta de Levitz estaba a la vuelta de la esquina de su apartamento, prefirió ir directamente a telefonear otra vez.
– Doctor Raymond Lyons -anunció a la recepcionista con tono autoritario-. Vengo a ver al doctor Levitz.
– Sí, doctor Lyons -repitió la recepcionista, que tenía el mismo aire refinado y sereno de la recepcionista del doctor Anderson-. Creo que no lo tengo en mi lista de visitas. ¿El doctor lo espera?
– No exactamente -respondió Raymond.
– Bueno, le informaré de que se encuentra aquí -repuso la recepcionista sin comprometerse.
Raymond se sentó en la abarrotada sala de espera. Cogió
una de las revistas típicas de los consultorios médicos y la
hojeó sin concentrarse en las im genes. Su nerviosismo aho ra rayaba en crispación y se preguntó si había cometido un error al presentarse en la consulta.
Comprobar el estado del otro paciente de trasplante había sido muy sencillo. Raymond había telefoneado al médico de Dallas, y éste le había asegurado que el hombre a quien habían trasplantado un riñón, un distinguido ejecutivo local, evolucionaba perfectamente y no era probable que necesitara una autopsia en un futuro próximo. Antes de colgar, el médico le había prometido informarle de cualquier cambio en la situación.
Pero puesto que el doctor Levitz no había devuelto sus llamadas, Raymond no tenía noticias del segundo caso. Paseó la vista por la estancia, que estaba tan lujosamente decorada como la del doctor Anderson, con originales al óleo, las paredes pintadas de color burdeos y los suelos tapizados con alfombras orientales. Los pacientes que aguardaban eran obviamente ricos, a juzgar por su indumentaria, sus modales y sus joyas.