– Era Bart Arnold -dijo. Tengo el instituto forense en pleno buscando a un trasplantado de hígado desaparecido recientemente.
– ¿Qué es UNOS? -preguntó Ted.
– El Banco Nacional de órganos -respondió Jack.
– ¿Han tenido suerte?
– No. Es desconcertante. Bart ha hablado con los principales hospitales que hacen trasplantes de hígado.
– Puede que no fuera un trasplante -señaló Ted-. Ya te he dicho que la posibilidad de que estos dos análisis coincidan por casualidad es muy remota.
– Estoy convencido de que ha sido un trasplante -insistió Jack-. No tiene sentido que a una persona le extirpen el hígado para volver a implantárselo.
– ¿Estás seguro? -preguntó Ted.
– Claro que lo estoy.
– Pareces obsesionado por este caso -observó Ted.
Jack dejó escapar una risita desdeñosa.
– He decidido que voy a desvelar este misterio pase lo que pase -dijo-. Si no lo consigo, perderé el respeto por mí mismo. Al fin y al cabo, no se hacen tantos trasplantes de hígado; si no puedo resolver este acertijo, más vale que me retire de la profesión.
– De acuerdo. Te diré en qué puedo ayudarte. Puedo hacer un análisis con marcadores múltiples, que compara áreas en los cromosomas cuatro, seis, siete, nueve, once y diecinueve.
Hay sólo una posibilidad entre miles de millones de una asimilación casual. Y para mi propia tranquilidad, repetiré la secuencia de DQ alfa en la muestra de tejido hepático y en el paciente para figurarme por qué coincidieron.
– Te agradezco que hagas todo lo que puedas.
– Es más, subiré y empezaré esta misma noche -se ofreció Ted-. Así tendrás los resultados mañana.
– ¡Eso es un colega! -exclamó Jack. Levantó una mano y Ted le dio una palmada.
Cuando Ted se hubo marchado, Jack apagó la luz del mi croscopio. Se sentía como si la muestra que examinaba se hubiera estado burlando de él con sus intrigantes detalles.
Llevaba tanto tiempo mirándola que le dolían los ojos.
Después de unos minutos, Jack se sentó frente al escritorio y contempló el montón de casos inconclusos. Las carpetas estaban apiladas desordenadamente. Calculó que, en el mejor de los casos, había veinticinco o treinta. El papeleo nunca había sido su fuerte, y la cosa se complicaba aún más cuando se obsesionaba por un caso en particular. Maldiciéndose a sí mismo por su ineptitud, se separó del escritorio y descolgó su cazadora acolchada del perchero situado detrás de la puerta. Había permanecido sentado y concentrado más de lo que era capaz de resistir. Necesitaba un poco de ejercicio enérgico y el campo de baloncesto del barrio lo esperaba.
La vista de Nueva York desde el puente George Washington era sobrecogedora. Franco Ponti intentó girar la cabeza para apreciarla, pero el congestionado tránsito de la hora punta se lo impedía. Franco iba al volante de un Ford robado, de camino a Englewood, Nueva Jersey. Angelo Facciolo, sentado a su lado, miraba fijamente al frente. Los dos llevaban guantes.
– Contempla el paisaje a la izquierda -dijo Franco-. Mira esas luces. Se ve la isla entera, incluida la estatua de la Libertad.
– Sí, ya la he visto -respondió Angelo de mal humor.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Franco-. Pareces un perro rabioso.
– Detesto estos trabajos. Me recuerdan a cuando Cerino se volvió loco y nos envió a mí y a Tony Ruggerio por toda la ciudad haciendo la misma mierda. Deberíamos limitarnos al trabajo de siempre y tratar con la gente de siempre.
– Vinnie Dominick no es Pauli Cerino. ¿Y qué hay de malo en ganarse unos pavos extra con un trabajo fácil?
– La pasta está bien -dijo Angelo-. Lo que no me gusta son los riesgos.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Franco-. No hay ningún riesgo. Somos profesionales y no corremos riesgos.
– Siempre puede surgir un imprevisto. Y en mi opinión, ya ha surgido.
Franco miró la cara picada de viruela de Angelo a la luz tenue del interior del coche. Sabía que hablaba en serio.
– ¿De qué hablas?
– De Laurie Montgomery -respondió-. Todavía tengo pesadillas con esa mujer. Tony y yo intentamos cargárnosla, pero no pudimos. Era como si Dios la protegiera.
A pesar de la seriedad de Angelo, Franco rió.
– La tal Laurie Montgomery debería sentirse halagada por darle pesadillas a un tío con tu reputación. Es descojonante.
– Yo no le veo la gracia -replicó Angelo.
– No la tomes conmigo. Además, ella no tiene nada que ver con lo que vamos a hacer ahora.
– Todo está relacionado. La tía le dijo a Vinnie Amendola que se ocuparía personalmente de investigar la desaparición del cadáver de Franconi.
– ¿Y qué va a hacer? -preguntó Franco-. Además, en el peor de los casos, el trabajo sucio lo hicieron Freddie Capuso y Richie Herns. Creo que te estás apresurando a sacar conclusiones.
– ¿Ah, sí? Tú no conoces a esa mujer. Es una puta obstinada.
– De acuerdo -respondió Franco-. Si quieres seguir comiéndote el coco es cosa tuya.
Al llegar al otro lado del puente, Franco se dirigió directamente hacia la carretera que conducía a Palisades Avenue.
Como Angelo seguía de morros, encendió la radio. Tras pulsar unos cuantos botones, sintonizó una emisora que ponía música para carrozas. Subió el volumen y tarareó Sweet Caroline a coro con Neil Diamond. Cuando iba por la segunda estrofa, Angelo se inclinó y apagó la radio.
– Tú ganas -dijo-. Yo me animaré un poco siempre y cuando me prometas que no cantarás más.
– ¿No te gusta esa canción? -preguntó Franco-. A mí me trae dulces recuerdos. -Se lamió los labios, como si saboreara algo exquisito-. Me recuerda a Maria Provolone.
– No empieces -dijo Angelo riendo a su pesar. Le gustaba trabajar con Franco Ponti, pues era un profesional y tenía mucho más sentido del humor que él.
Franco salió de la carretera y giró en dirección a Palisades Avenue. Cruzó la G-W y descendió una larga cuesta hacia el oeste, rumbo a Englewood, Nueva Jersey. Rápidamente, los restaurantes de comida rápida y las áreas de servicio dejaron paso a una lujosa zona residencial.
– ¿Tienes el mapa y la dirección a mano? -preguntó Franco.
– Aquí mismo. -Estiró el brazo y encendió la luz de mapas-. Vamos a Overlook Place. Debería de estar a la izquierda.
Fue sencillo encontrar la zona y cinco minutos más tarde recorrían una sinuosa calle flanqueada por árboles. Los jardines que se extendían entre las casas eran tan grandes que parecían pistas de un campo de golf.
– ¿Te imaginas vivir en un sitio así? -dijo Franco mirando hacia un lado y otro-. Joder, me perdería yendo de la puerta a la calle.
– Esto no me gusta -dijo Angelo-. Está demasiado tranquilo. Llamaremos la atención. Aquí cantamos más que una mosca en la leche.
– No empieces -lo reprendió Franco-. Por el momento, sólo estamos haciendo un reconocimiento del terreno ¿Qué número buscamos?
Angelo consultó la nota que tenía en la mano.
– Overlook Place, número 8.
– Eso significa que está a la izquierda. -Acababan de pasar el número 12.
Unos instantes después, Franco disminuyó la velocidad y aparcó al lado derecho de la calle. Ambos contemplaron el camino serpenteante bordeado de farolas que conducía a una casa estilo Tudor, rodeada de altos pinos. La mayoría de las ventanas estaban iluminadas. La residencia era del tamaño de un campo de fútbol.
– Parece un maldito castillo -protestó Angelo.
– Debo reconocer que no esperaba algo así.
– Bien, ¿y qué vamos a hacer? No podemos permanecer aquí. No nos hemos cruzado con un solo coche desde que salimos de la carretera.
Franco encendió el contacto. Sabía que Angelo tenía razón. Si se quedaban allí, despertarían sospechas y alguien llamaría a la policía.
Ya habían pasado uno de esos condenados carteles que anunciaban Guardia vecinal, con la silueta de un tipo con un pañuelo en la cabeza.